cuento-vidal-1.jpg"¡Bomba de arena explooooota!", gritaba el Manu. Las partículas de tierra se dispersaban en el calor de la tarde. El Manu y yo jugábamos sobre la tierra seca. Podían pasar muchos meses sin que cayera una gota de agua en El Rincón, pueblo de una docena de casas, a la orilla del camino en la ruta que deja atrás Córdoba y sus valles verdes. Los cerdos comían cerca de nuestro juego, todos juntos detrás del más grande al que Jacinta, mi madre, le había puesto una campana en el cuello. Parecía un chivo y su misión era guiar al resto en un corral sin escapatoria.

"¡Bomba de arena exploooooota!" El Manu tragaba tierra. Como todo el mundo en estos días sin agua. Jacinta salía a buscarnos, pero no nos encontraba. Gritaba. Transpiraba. Se pasaba el codo por la frente para intentar despejar las gotas saladas que le cubrían el rostro. Volvía a gritar. Y entonces dos sombras se dibujaban en el horizonte de tierra y cielo. Éramos mi hermana Elena y yo.

Conocíamos bien al Manu. Y mi mamá también lo conocía, pero se hacía la que no. A veces jugábamos con él. Hoy mi hermana no quiso porque odia el "Bomba de arena exploooota". A mí me gusta, pero no puedo estar todo el día con el Manu. Cuando pasamos a su lado, Elena se hace la distraída, la que no lo ve; y yo me quedo ahí, para charlar con él. Mi madre, alterada, me toma del brazo, me quejo, pero ella me arrastra hasta la puerta.

Me hice pis en el pantalón. Otra vez, Elena me cambia. Jacinta duerme la siesta.

—Niño cochino. ¿No te puedes aguantar?

Lloro. No sé qué más hacer.

—Mariconcito.

Elena toma mi pito pequeño y lo sostiene entre sus dedos.

—Paradito, paradito, paradito...

El pito se pone duro. Dejo de llorar. Elena me pone un pantalón limpio.

—¿Puedo ir a jugar?

—No.

—No sos mi mamá.

En ese momento, Jacinta ronca. Elena y yo sonreímos. El ronquido es el preámbulo para un pedo. Largamos una carcajada. Después, el olor asqueroso de los pedos de mi madre.

—Huele mejor el Manu.

Elena asiente. El Manu huele mal porque vive con los cerdos. En el mismo cochinero, duerme, come, pasa el día y la noche. Elena, que ya creció, entiende que no puede hablar del Manu delante de todo el mundo. Yo lo sé, pero no entiendo por qué. Jacinta me toma del brazo y me arrastra cada vez que estoy con el Manu. Tengo moretones porque mi piel es suave. Jacinta no aprieta tanto, el problema es que, según me contaron, soy hijo de quién sabe qué gringo que pasó por el pueblo hace ocho años y le puso la semillita a mi madre. Mi piel es blanca y débil. Mi cabello es casi blanco. Elena es morocha como Jacinta. El Manu se parece cada día más a la Juana, pero ese no es asunto nuestro.

Cuando cae la tarde, el Manu monta un cerdo y yo quiero ir a jugar con él, pero me quedo al lado de mi madre. No quiero que me arrastre hasta la casa. En el horizonte, todo es rojo. Jacinta toma mate con su comadre. Puedo oír todo lo que dicen. 

—¿Qué le pasa a esa bestia?

—Es un chancho, qué le va a pasar.

El Manu se tira de cabeza a la tierra, yo sonrío, Jacinta me mira, me hago el tonto, no quiero que me encuentre escuchando sus conversaciones.

—¿Sabe algo del Gringo?

—No... qué voy a saber. Ya es causa perdida.

—¿Y qué va a hacer?

Jacinta encoge los hombros. Yo presto atención porque el Gringo es mi papá.

—Falta una semana...

Jacinta se hace la sorda.

—Que falta una semana para día de muertos.

Jacinta mira a su comadre.

—¿No tiene miedo?

Jacinta arruga las cejas. No, mi madre no tiene miedo a esas cosas.

Los muertos están en el cementerio.

¿Usted cree?

Yo la escuchaba todas las noches: en puntitas de pie, Elena atravesaba la cocina, tomaba un pedazo de pan, lo cortaba a la luz de la vela, le ponía queso, tomaba un vaso y se servía agua. Abría la ventana. Siempre el mismo pronóstico: noche cálida, sin brisa. Dejaba el pan, el queso y el agua en la ventana. Volvía a dormir.

Al día siguiente, mientras desayunábamos, el Manu se acomodaba en la ventana con una pierna adentro y otra afuera. Yo lo saludaba y mi madre se ponía furiosa. 

—¡¿Qué hacés?!

Elena contestaba:

—Es un tonto mamá. No hace nada.

Jacinta no creía nada de lo que decían por ahí.

—Marquito, ¿hay alguien en la ventana?

Yo, que no quería mentir, hacía tiempo: tomaba un vaso de leche, me lo llevaba a la boca y bebía lentamente. Mi madre se impacientaba.

—Marquito, contestame.

—Mamá, ¿hoy tengo que ir a la escuela?

—No, Elena, hoy es domingo.

—Marquito...

—¿Vamos a ir a la iglesia?

—Sí.

Se acabó la conversación. No tuve que contestar. Elena me salvó, otra vez. Jacinta olvidó el tema. Fuimos a la iglesia. Nos arrodillamos ante la cruz, recibimos la bendición del cura y volvimos haciéndole frente a un viento norte endiablado. Tragando tierra, como siempre por estos días sin agua.

—Yo te voy a explicar Marquito—dijo Elena—. Mamá no quiere que sepamos, pero yo ya sé todo. Y como vos no sabés disimular, tengo que contarte todo aunque seas tan chiquito. ¿Vos te acordás de la tía Juana? No, no te podés acordar. La tía Juana, hermana de mamá, vivía con nosotros. Era una chica muy linda, todos la querían. Pero un día se enamoró. Mamá también se enamoró... creo, de mi papá y del tuyo. Bueno, pero eso no importa... La tía Juana se enamoró distinto. Cómo te explico... distinto... como una loca. Bueno, es que eso pasó: se volvió loca. A lo mejor, ya estaba de antes, y el amor la puso peor. No sé... El Manu es hijo de la tía Juana, ¿entendés? No me mirés así, entendés o no? Cada vez se parecen más... Lástima que no vemos a la tía Juana. Era más linda que mamá, la verdad. Más linda y más inteligente. Capaz que eso la volvió loca. El Manu es su hijo, ¿eso lo entendés? Pero está muerto. Eso es más difícil... El Manu salió por la cola de la tía Juana, así nacen todos los bebés... No me mirés así, es algo natural, aunque no te parezca es natural, ¡hasta en la escuela lo dicen! Pero la tía Juana estaba tan loca que pensó que era comida para los chanchos.

Esa noche soñé con el Manu, pero cuando era bebé y cuando su madre, la tía Juana, lo arrojó a los cerdos. Fue la primera pesadilla que tuve en mi vida. Al día siguiente, mi hermana se fue a la escuela. Pero no como siempre, se fue a la ciudad y no la volví a ver hasta mucho tiempo después. Al Manu lo seguí viendo. Sólo yo podía verlo y a escondidas de mi madre. Era un niño de mi edad, que crecía conmigo aunque fuera un fantasma, hasta que me tocó a mí ir a la escuela, lejos de Jacinta y el rancho, y entonces, el Manu quedó tan atrás como mi infancia.

 


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Gabriela Vidal (Córdoba, Argentina, 1972). Guionista de los largometrajes premiados Familia tortuga, No quiero dormir sola y La vida después. Es autora de la novela Melancólicos (Ediciones del Boulevard, 2013) y del libro de cuentos Paseo con fantasma (Ediciones del Boulevard, 2014). Es también maestra del Centro de Capacitación Cinematográfica y miembro del Sistema Nacional de Creadores (Conaculta). Actualmente prepara su doctorado en Letras en la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina.

 

 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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