La señora Alida era quien le vendía los productos de Avon a mi mamá. Iba con puntualidad religiosa todos los primeros y terceros viernes del mes a la casa a mostrarle los catálogos a mi mamá. Los “catálagos”, como los llamaban ellas, y a mí se me erizaban los pelitos de la nuca. Pero no podía decir nada o me ganaba una cachetada.

Ellas se sentaban en el sofá de la sala, con una tacita de café para cada una y revisaban las páginas de sus “catálagos”, mientras comentaban las virtudes de este producto o este otro, todos magníficos, obviamente.

Yo me sentaba en uno de los sillones individuales, con mi camisa bien planchada, mi pantalón pulcro, mis zapatos recién pulidos, el cabello engominado, la postura recta. No me interesaba para nada la señora Alida. Me sentaba ahí para ver a Laura, su hija.

Laura era un poco mayor que yo, se notaba. No mucho mayor, pero las niñas crecen más rápido, eso también se notaba. Era blanca, pero no pálida. La cara larga, fina, delicada, con las mejillas siempre sonrosadas. La forma de sus ojos era perfecta; eran ojos de comercial de maquillaje, como los que salían en las fotos de los “catálagos” de Avon. Eran ojos que destellaban vida, que irradiaban alegría. El cabello le caía en dos cascadas idénticas de color castaño que bajaban hasta sus hombros y que enmarcaban su cara como si se tratara de una pintura.

Ella se sentaba siempre al lado de su madre, las piernas muy juntitas, cuidando que no se fuera a ver nada debajo de la falda beige que llegaba justo hasta las rodillas. Se sentaba al lado de la señora Alida, con un bolso donde tenían los “catálagos” y muestras de algunos de los productos nuevos que se promocionaban en el folleto.

Se sentaba modosita, siempre con una media sonrisa muy educada, viendo con atención a mi mamá cuando hablaba y asintiendo con suavidad cuando la señora Alida hablaba. A veces, sólo a veces, giraba hacia donde estaba yo y sonreía. Con mucha mesura, pero también con una sinceridad que se le chorreaba por los ojos y por la boca, cuando me mostraba esos dientes blancos, cuadraditos, perfectos, como chicles.

—Pancho, búscale un vasito de limonada a la niña, que no le he ofrecido nada.

Yo salía corriendo a seguir la orden de mi mamá. Le buscaba el vaso de vidrio más bonito, mi vaso favorito. Lo enjuagaba un poco, por si acaso alguna chiripa le había caminado por dentro, y le servía la limonada. Hasta tomaba una servilleta para que se viera más profesional, y le llevaba el vaso a Laura, no sin antes acercarle un portavasos para no hacer reguero en la mesita de vidrio.

—Ese Pancho sí es educado, Gladys —me piropeaba la señora Alida.

—Eso es porque hay visita —decía mi mamá, viéndome de reojo. Y luego veía a Laura, como para confirmar su punto. Yo, rojo hasta más no poder, me sentaba otra vez en mi puesto, viéndome los pies. Da las gracias, pues, que te están haciendo un cumplido.

—Gracias, señora Alida —mascullaba yo.

Laura se reía, bajando la cara un poco. Luego levantaba la mirada y me veía por unos segundos, como diciendo “tranquilo, no tengas vergüenza”.

Había veces en que mi mamá me pasaba uno de los catálogos para que yo eligiera algo que me gustara. Me pasaba la revista con una hojita blanca cuadrada para que anotara lo que quisiera.

—Anótalo ahí, Panchito, y se lo pasas a Laura que ella lo guarda —me decía la señora Alida, siempre con una sonrisa maternal.

Yo buscaba cualquier cosa: un perfume que nunca me pondría, un reloj que usaría por dos semanas o una armónica que nunca aprendería a tocar. Lo anotaba de forma muy escueta y luego utilizaba el resto de la hoja para enviarle mensajes a Laura. “Eres muy bonita, Laura” “siempre recuerdo tus ojos” y otros mensajes cursis que para mí podían hacerla caer a mis pies.

No sé si ella leyó mis mensajes alguna vez, pero nunca dejé de escribirlos. Ojalá que sí los haya leído, porque nunca me atreví a decirle nada en voz alta. Y nunca se lo dije. Porque cuando la señora Alida se hizo mayor, dejó de salir a vender sus productos. Y Laura dejó de ir a la casa. Y mamá dejó de comprar Avon. Y yo dejé de llevarle limonada a la visita.

Ahora vivo una vida parecida a la que llevaban mis padres, como lo había soñado. Ahora tengo unos hijos tremendos que me sacan canas verdes, pero a los que quiero muchísimo. Ahora tengo una esposa que compra sus productos de Avon religiosamente, recibiendo a su señora una o dos veces al mes.

Esta podría ser una historia predecible, sí. Podría ser una de esas historias en las que, muchos años después, me encuentro con que la mujer que vende Avon para mi esposa es la misma chica de la que estaba enamorado en mi infancia. Podría ser esa historia, pero no lo es del todo.

La primera vez que vi a quien le mostraba los “catálagos” a mi esposa, sí noté algo familiar. El castaño de su cabello, las mejillas rojas, los dientes perfectos. Pero había algo que no cuadraba. No reconocí la misma sonrisa honesta y contagiosa, sino más bien una mueca resignada y algo pesarosa. No vi la cara delgada, larga y lozana, sino una cara arrugada y redondeada donde no debería estarlo, víctima de años de fuerte trabajo y de dificultades. Estaba la misma falda beige de siempre, pero las piernas mostraban haber caminado una cantidad de metros para los que no estaban hechas. Y sus ojos… sus ojos ya no chispeaban vida. Sus ojos pedían auxilio. Sus ojos clamaban por alguien que le devolviera sus años de juventud, por alguien que le diera una oportunidad más para enmendar los errores, por una vía de escape.

Recuerdo que esa vez me quedé viéndola en silencio, hasta que ella notó mi presencia y me regaló una de esas sonrisas educadas con sus dientes de chicles.

—Pancho, tráele una limonada a la señora Laura, que no le he ofrecido nada —dijo mi esposa, sonriendo también.

—Claro que sí, mi amor, ya voy.

Busqué mi vaso preferido y lo enjuagué. Lo envolví en una servilleta, tomé uno de los portavasos viejos de mi mamá que nunca usábamos y le llevé la limonada.

—¡Ay chico, esos portavasos tan feos, Pancho! —rezongó mi mujer, sin dejar de sonreír, pero fulminándome con los ojos.

—No se preocupe, Carla. Tiene usted un esposo muy educado —dijo viéndome de reojo.

—Eso es porque hay visita —contestamos Carla y yo al mismo tiempo.

 

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César Aramís Contreras Parra (Caracas, Venezuela, 1992). Estudiante de Psicología. Ha publicado en la revista Letralia tierra de letras y colabora como columnista en la página La Galería del Rock.
 

 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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