Faltaba poco para el mediodía y Román comenzó a vestirse. Puedo asegurar que para entonces, mi ilusión ya era tan grande como su fastidio. Hacía un mes que nos veíamos y ya era una costumbre compartir el lecho. La rutina era ésta: un mensaje al celular durante la madrugada, una aceptación breve, su arribo y, luego, todo lo demás. Por la mañana, él iba a su auto y se marchaba como si nada, antes había un beso fugaz y la certeza implícita de que nos veríamos la siguiente semana. Sin embargo, ese día hubo un detalle que lo hizo enfurecer.

Román se levantó de la cama y dio un par de vueltas alrededor de ella. Se sentó. Respiró. Miró hacia la ventana del cuarto. Vi que hizo un esfuerzo por controlar su disgusto. Me miró y dijo:

—Ana, falta uno de mis calcetines.

—Debe estar por ahí, ¿ya buscaste debajo de la cama?

Román se quedó inmóvil y continuó mirándome con enfado e incredulidad.

—¿Acaso crees que lo estoy ocultando? —le pregunté.

No me contestó. Muy enfadada, me puse a buscar el calcetín por toda la casa: el cuarto, la sala, el baño, la cocina, otra vez el cuarto. No apareció.

Él pensó que se trataba de una artimaña para impedir su partida. Me reí por su ingenuidad. Desatamos una vertiginosa discusión y levantamos la voz en algunas ocasiones. Quise hacerle ver lo ridículo de su pensamiento y le aclaré que la situación entre nosotros no ameritaba una estratagema como la que él imaginaba. Me indigné y, a modo de venganza, le conté el pasaje de una novela de Milán Kundera, escritor cuyo nombre él ni siquiera había escuchado antes:

Sabina, amante de Tomás, había notado que éste tenía un nuevo amorío. Antes, él no tomaba el tiempo durante sus encuentros ni apresuraba su partida. Sabina encontró la forma de comunicarle a “la nueva” que no gozaba de exclusividad: escondió uno de los calcetines de Tomás y fingió no haberlo hecho. Al no encontrar el calcetín y tener el tiempo justo para ir a su nuevo lecho, Tomás partió sin su prenda. Teresa, la nueva, al ver el pie desnudo de su amado, no tardó en descifrar el enigma.

—Gran estrategia la suya, ¿no crees? —agregué y sonreí burlonamente. Él no me dijo nada. Me enfadé aún más y, por eso, todavía tuve ganas de ironizar:

—Te lo daré la próxima vez, no te preocupes.

Entonces Román me miró indiferente y soltó un “jum” con un matiz sarcástico. Nos dimos el susodicho beso y se marchó.

Después de que se fue, me sentí muy incómoda. La escena en el cuarto no dejaba de darme vueltas en la cabeza. El enigma del calcetín me estremeció y me dieron unas enormes ganas de encontrarlo. Limpié minuciosamente el cuarto, la sala, el baño, la cocina, cada rincón y nada apareció.

Entonces tuve un ligero dolor en el pecho; me vi en el espejo y recordé a mi abuela. Estaba parada frente a mí, en la única representación que tenía de ella: una mujer anciana con el semblante desolado, la mirada triste, los párpados caídos y unas bolsas de media luna bajo los ojos de tantos años de llanto.

Ella se llamaba Ana Teresa y mi abuelo Tomás. “Te pareces tanto a la abuela”, me dijeron desde que nací.

 

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Ilustraciones:
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Pamela Bixidzu (Ciudad de México, 1986). Licenciada en Lengua y Literaturas Hispánicas por la UNAM. Estudia la licenciatura en Enseñanza del Francés en un programa conjunto entre la UPN y la Universidad de Borgoña. Ha dado clases de español y cultura mexicana, realiza traducciones del francés al español y ha colaborado en algunas publicaciones de la UNAM. Actualmente vive en Oaxaca.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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