A propósito de "The book Job". Capítulo de la vigésima tercera temporada de Los Simpson.

Los Simpson, el popular programa de televisión transmitido por el canal Fox desde hace más de 20 años –creado por Matt Groening–, no deja de sorprenderme. Desde hace un tiempo vengo compartiendo con algunos amigos su vigencia y la capacidad que poseen sus personajes para hacer una parodia aguda y fina de la realidad. Unos dicen que sus tramas ya no tienen la misma calidad y dedicación que antes, y que ahora la finalidad de sus capítulos es mostrar temas contemporáneos, pero no con maneras divergentes de construcción de la sátira; asimismo consideran que otros programas como South Park o Family Guy los han superado en la mordacidad a la hora de tratar temáticas similares. Otros –en los cuales me incluyo– argumentan que su discreción y sutileza en el sarcasmo, crean una atmósfera de credibilidad tan asombrosa que uno no llega a comprender el logro de dichos juegos del lenguaje; en ocasiones, sólo se puede descubrirlos viendo los capítulos una y otra vez, o detallando una escena que se quedó en la cabeza durante varios días, como una imagen poderosa que dinamita la tarea de rumear con el pensamiento. Así las cosas, Los Simpson siguen siendo, para mí, una puerta abierta al análisis de asuntos incómodos, felices, trágicos, incoherentes, trascendentes o simplemente fútiles: un capítulo puede despertar curiosidad e inquietud sobre un tema, y ése es uno de sus mayores aciertos.

En días anteriores, me topé con las noches de Fox, en las que todos los días pasan al menos tres episodios de la serie. En este caso encontré el número 6 de la temporada 23, que se titula “The book job” y es uno de los mejores capítulos que he visto. Puede ser que mi objetividad se vea nublada porque tengo un interés particular en el tema que desarrolla, pero de eso se trata, de que los personajes, sus diálogos, sus diatribas y frustraciones nos permitan ir más allá de lo que perciben nuestros limitados sentidos.

El asunto que revisa el capítulo es, a nivel general, el ánimo de lucro que supera el interés de creación artística en la llamada literatura para jóvenes-adultos, los cuales, curiosamente, también se convierten fácilmente en best-sellers. Tal es el caso de J.K. Rowling con su onerosa serie de libros de Harry Potter, o las desteñidas y repetitivas sagas de vampiros, todas herederas de Crepúsculo de Stephanie Meyer. Este tema no es menor, debido al dinero que se mueve a través de él y al detrimento que se hace de la literatura cuando se crean libros en serie con la función de ser consumidos en términos de compraventa. Parece que el hecho de ser vendidos tendrá como consecuencia lógica y primordial que serán leídos, pero no es cierto. Esto que en principio no aparenta nocividad alguna, transforma la manera en que entendemos la labor del escritor como fundador de obras narrativas dignas de transformarse, con el tiempo, en arte. Los herederos de Cervantes y de Shakespeare difícilmente aceptarían someterse a este régimen de explotación y de dominio del capital sobre la creación artística.

Hay varios puntos que me interesa tratar, los cuales se van desplegando alrededor del capítulo como imágenes que hacen una caricatura verdaderamente impactante de la realidad del mundo editorial actual, y de la labor del escritor frente a los retos que le impiden dedicarse de lleno a la literatura, como son el mercadeo de su propia vida o la súplica a las editoriales para publicar sus libros.

En la primera parte del capítulo, Lisa encuentra a la escritora de su saga de fantasía favorita disfrazada de dinosaurio como parte de un espectáculo en la ciudad. Al poder hablar con la autora, se lleva una gran sorpresa al escuchar, de sus propias palabras, que ella no es la creadora de los libros, sino su imagen humana para ser vendidos; es decir que sólo sirvió como un eslabón para completar la cadena de producción de un grupo de personas que, con estrategias de mercado, lograron situar una obra entre las más vendidas sin siquiera importarles su contenido. Aquí hay algo que ha sucedido en el mundo editorial: la prioridad de la venta de libros sobre la calidad literaria de los mismos. No sobra aquí citar el fenómeno mundial de Pablo Coehlo o de Walter Riso, quienes aprovechan su discurso persuasivo para disfrazar a la autoayuda de literatura y hacerse ricos en el camino. Ya lo comentaba Juan David Correa, el reseñista de literatura de El Espectador, en una de sus columnas de los viernes: “Cada tanto la industria editorial se pone nerviosa con la aparición de un nuevo libro que podrá sostener económicamente la temporada; un libro vendedor, capaz de interesar a gente de varias generaciones, un libro que encierre el secreto del mundo de las ventas.” Y tiene razón. Justamente ése es el punto: que la literatura se ha convertido en un mercado de intereses personales, de empresas editoriales que quieren llevarse un best-seller para su reputación. Es así como se refleja también en el caso de Lisa.

Lisa —indignada por excelencia— le comenta a su padre Homero la situación, haciéndole ver el asunto como “la estafa perfecta”. Homero, con su agudo olfato para el dinero fácil, pone en marcha un plan con Bart: escribir un libro de literatura fantástica para “jóvenes adultos” bajo las dinámicas contadas por Lisa. Todo para obtener el dinero que produzca la venta de la historia. Más claro no puede ser: la literatura hecha un instrumento para producir capital.

Homero y Bart reclutan un grupo de escritores aficionados para hacer el libro (Patty, Skinner, Moe y el profesor Flint). La siempre envidiosa y vanidosa Lisa no puede soportarlo; así que, paralelamente, decide escribir su propio libro. Lo curioso está en las dos formas de creación literaria. Muchos escritores y críticos han estado de acuerdo en que el proceso de escritura es un ejercicio estrictamente personal. Nuevamente, este es el caso de Lisa quien, fiel a su convicción, decide comenzar a escribir en su laptop. Esta manera de concentrar su atención en la literatura es bastante difícil de concebir, ya que, como innumerables escritores lo han enunciado, sino se está en capacidad de dedicar todo a la literatura —bajo el entendido de que no se sabe hacer nada más que eso y que escribir es una necesidad y no una obligación producto de la vanidad o la indignación— es mejor declinar. Así lo expone el prolífico Charles Bukowski: “si tienes que sentarte / y editarlo una y otra vez / no lo hagas / si pretendes escribir como alguien olvídalo / si tienes que esperar que salga como / un rugido / entonces espera pacientemente / si nunca sale de ti como un rugido / dedícate a otra cosa”. En un tono menos severo sobre el ejercicio del escritor, Mario Vargas Llosa confirma esta tesis de la dedicación completa a la literatura y de la necesidad de escribir: “Sólo quien entra en literatura como se entra en religión, dispuesto a dedicar a esa vocación su tiempo, su energía, su esfuerzo, está en condiciones de llegar a ser verdaderamente un escritor y escribir una obra que lo trascienda”. Además, en entrevista para El País de España, el peruano agregó: “Me gustaría mucho morir escribiendo, con la pluma en la mano. Hay que vivir hasta el final”.

Escribir ficción es una tarea que se realiza todo el día, a toda hora y en cada instante. Es como batallar contra la corriente de las distracciones de la cotidianidad, el trabajo, las obligaciones, e incluso contra la familia y los amigos, para de ésta erigirse como vencedor y ser autor de una obra de arte. Esta es la lucha que pierde Lisa en el capítulo, debido a que hace todo tipo de actividad antes que dedicarse de lleno a escribir. Las interrupciones son muchas, y no son difíciles de encontrar en la vida de un escritor cualquiera: llevar a su hijo al colegio, salir a comprar pan y leche, o simplemente quedarse atascado en la distracción mayor que es internet. Respecto a este último aspecto, es evidente que estamos en una era en la que leer y escribir se realizan de manera simultánea con otras actividades, como es el caso de leer el periódico, buscar trabajo temporal o responder un correo urgente. A propósito se expresó en la pasada Feria del Libro de Bucaramanga el escritor Juan Gabriel Vásquez, al contrastar las posibilidades actuales de lectura con las de hace veinte años. Agregó que la tecnología y los nuevos medios de comunicación alteran la dedicación completa que se le tiene al libro físico; bueno, pues algo parecido ocurre con la escritura. Cada vez es más difícil concentrarse. Lisa, por tanto, y gracias a las ocupaciones insulsas de las cuales podía deshacerse pero no lo hizo, no escribió nada. Todo por dedicarse a escribir una novela sin saber si quiera si estaba en la necesidad de contar algo, de crear un universo alterno al presente. Si Lisa en realidad se hubiese planteado la firme convicción de escribir, entonces podría hacerlo en cualquier momento, lugar o superando impedimento alguno que se atravesara en su camino. Esto también lo decía Bukowski en su reconocido poema “Air and light and time and space”. El viejo sabía muy bien que la escritura se puede ejercer tanto en una servilleta, como en un computador de última generación; tanto en las cloacas como en las casas refinadas de los altos estratos.

Entretanto, el grupo de Homero y Bart realiza una labor distinta a la de Lisa: la creación de la novela a varias manos. Al reunirse, los escritores indagan por los lugares comunes del género “joven-adulto” en la literatura, con el fin de crear su historia a partir de ellos: i) Un niño huérfano o abandonado a su suerte en el mundo (también se puede referir un adulto desdichado, solitario o que se siente inútil), ii) que a su vez se descubre especial y iii) que va a un lugar donde comparte con otros niños o jóvenes, que en nada son equiparables con él, pero le sirven como una sociedad en la que sus cualidades extraordinarias son admiradas. Puede que varíen los contextos, pero si se afina la puntería hacia las novelas fantásticas para “jóvenes-adultos” de los últimos años, contienen o comparten al menos una de estas características. La gravedad del asunto está en que se edifica un molde bajo el cual es posible hacer una novela, dogmatizando el ejercicio de creación artística, haciéndolo fácilmente comercializable en razón a su homogeneidad. Es una completa banalización de lo fantástico, que contrasta en gran medida con lo que entendía Cortázar sobre el género: “Sólo la alteración momentánea dentro de la regularidad delata lo fantástico, pero es necesario que lo excepcional pase a ser también la regla sin desplazar las estructuras ordinarias entre las cuales se ha insertado. (…) En la mala literatura fantástica, los perfiles sobrenaturales suelen introducirse como cuñas instantáneas y efímeras en la sólida masa de lo consuetudinario; así, una señora que se ha ganado el odio minucioso del lector es meritoriamente estrangulada a último minuto gracias a una mano fantasmal que entra por la chimenea y se va por la ventana sin mayores rodeos, aparte de que en esos casos el autor se ve obligado a proveer una ´explicación´ a base de antepasados vengativos o maleficios malayos.”

Durante la tarea del grupo aparece un personaje que me interesa observar, y es quien alude a Neil Gaiman, el popular escritor inglés de sagas juveniles. No entraré aquí a discutir su calidad literaria, en la medida que me reconozco desconocedor de su obra, pero lo importante, más allá de la realidad, es la ficción que construye una verdad probablemente más poderosa y significativa que la de lo fáctico. Gaiman es la representación de todos aquellos autores que parecen escribir para vender, que parecen ser mejores comerciantes que literatos. Así, la crítica no es sólo contra él, sino contra todo aquel autor que se le parezca: este Gaiman parodiado es tan universal como desmedidamente solapado, lo cual lo hace bastante creíble. Este personaje en realidad no hace ningún aporte al texto, simplemente se dedica a acompañar al grupo de escritores sirviéndoles bebidas y haciendo de cuando en vez un comentario. Entonces, queda abierta la pregunta: ¿Cómo será el proceso creativo de un escritor, diseñado por el sistema o por su propio deseo, para producir capital a partir de la literatura?

Luego de finalizado el libro, el grupo decide ir a una feria editorial para que una poderosa empresa les pague por los derechos para publicarlo. Faltaba una burla precisa para poner en jaque mate al mercado literario actual: el editor les exige que tengan a una persona con una vida trágica que sirva como imagen y autor del libro; tal y como la supuesta escritora de la saga de novelas que estaba leyendo Lisa. Esto pretende revelar, una vez más, la prelación de las formas sobre la sustancia en el ámbito estético-literario. Importa más la vida del autor, las estadísticas de venta o la preferencia de los jóvenes por los vampiros que se enamoran, que la obra en sí misma. Tal cosa vulnera algo que en literatura podría llamarse la independencia del texto, la lucha solitaria que debe sostener la obra con la mirada aguda, crítica o simplemente placentera del lector: esto es, en efecto, que se cumpla aquella premisa según la cual no es relevante quién escribe, sino qué y cómo lo hace; el mundo que construye, los personajes que edifica y las situaciones en las que los sitúa.

El final del capítulo realmente no es de mayor relevancia, como tampoco es prioritario el desenlace de una historia, si la trama es la protagonista. De tal suerte que la conclusión se la dejo a los lectores. Puede que esto sea más que una anécdota, o el desahogo de una curiosidad dormida recientemente activada por la inteligencia de una serie animada como Los Simpson. La gracia del ejercicio está en las cavilaciones que puede producir una secuencia de imágenes, que también son textos acercándose al observador (o lector) para contagiarlo de una sensación, abrir una nueva perspectiva de pensamiento o comunicar un significado. Ojalá que los Simpson sigan vivos; despertando inquietudes, afectos o animadversiones: al igual que hace la literatura.

 


Ilustraciones:

Fotograma de “The Book Job” de Los Simpson
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José Daniel Fonseca (Bucaramanga, Colombia, 1994). Ha publicado textos académicos, artículos periodísticos y cuentos en el diario El Espectador, la revista cultural Apalabrar, la Revista Directa de la Cámara de Comercio de Bucaramanga y la revista Diálogos de Derecho y Política de la Universidad de Antioquia..

 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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