Visitando la ciudad subterránea de Beijing (Meng Jiasheng, Beijing, 1969) Cavemos profundo, guardemos el grano, tiremos abajo las casas pero guardemos las piedras para construir, construyamos en el desierto, en medio de la selva, bautizando las ciudades con el nombre de las ciudades destruidas por nuestras propias manos, cavemos una tumba para las viejas ciudades, almacenemos el grano bien profundo, donde no llegue la luz, el aire, cavemos una tumba para el grano, para las ciudades, llevemos el desierto a la ciudad, la ciudad a la selva, socavemos las ciudades cavando para ellas un refugio nuclear, una ciudad fantasma. Ciudades (Meng Jiasheng, Beijing, 1969) Una ciudad que no conoce, una ciudad en la que no estuvo, una ciudad en la que estuvo de paso, en la que pasó una noche, dos días o un año, una ciudad en la que vivió casi toda su vida sin conocerla, caminando siempre en círculos, una ciudad que intuyó desde la ventanilla de un micro, a través de los ventanales de un aeropuerto, mirando a los aviones despegar en el atardecer (los nombres en el tablero no le dicen nada), una ciudad imaginaria, una en la que sintió una especie de deja vu al llegar por primera vez y recorrer sus calles, una ciudad que odia por las mismas razones por las que ama a esa otra (ambas desconocidas), una en la que pasó una tarde conversando con una chica en un lenguaje de señas, una con playa en la que encontró una piedra hermosa: la llevó en su mochila durante un viaje para abandonarla, un día, de golpe, en otra ciudad. Destino (a Xuehua) (Meng Jiasheng, Beijing, 1969) Cómo iba a saber entonces, hace diez años, esa noche en el cumpleaños de un amigo en común cuando me dibujaste con el índice de tu derecha sobre mi palma el ideograma de tu nombre, que esa marca invisible iba a quedar en mí, que iba desde entonces marcado igual que un animal para siempre. Se enfrió lo que me quemaba y me quedé mudo, mirando por la ventanilla de un micro los campos pelados del invierno del norte, pensando en matemáticas, en sumas y restas. Te perdí el rastro y volví a encontrarlo de vuelta, y a perderlo y a encontrarlo, una y otra vez: tenías el pelo más corto, luego más largo de nuevo, teñido de tal color, anillos en las manos, y un tatuaje rústico con el nombre de un novio. Todo esto pudo confundirme en la superficie pero nunca dejé de pensar en lo que me dijiste esa noche en el bar: quizás otra vez, en un par de años… Pasaron diez. Los dos seguimos escribiendo. Leer tus poemas cada vez más hermosos me da escalofríos, me emociona. Las hojas están bailando en la esquina para recibir la primavera, los pájaros cruzan el cielo, los campesinos instalan en las esquinas de la ciudad sus puestos con fruta. Envuelto en la humareda leve del té leo un destino ambiguo en las líneas de mi mano. Perros salvajes (Yu Yang, Xinyang, 1977) Al entrar a la aldea hay una luna tenue en lo alto. Primero un perro ladra, después todos los perros, ah, como si hubiera un perro en cada casa. Tiembla el músculo de la noche, los resortes de un colchón, mi ventana de madera brilla: formando una jauría los perros cruzan portones cerrados, campos baldíos; al pasar frente a mí, hijo pródigo y retornado, se detienen jadeando, con la mirada feroz, luego continúan igual que un gran viento, convertidos en dueños de la aldea. Soplan, en oleadas, a través de esos niños y sus mochilas volando en la espalda, a través del viejo que espera aturdido, sentado al sol, la muerte, de esas cuarentonas, cintura gruesa y brazos desnudos, barro escurriéndose, doloroso, entre los dedos. La noche los arropa: los calma, los arrastra hacia sus cuchas. Los músculos y nervios como acero, el pelo erizado, eléctrico. Esperan la llegada de aquel que los justifica: el ladrón que saquea, cada vez más osado, las casas vacías. Un perro, a fin de cuentas, no es rival para un hombre: ¡carne roja de perro hierve día y noche en las ollas! Un perro, a fin de cuentas, no es un hombre: día tras día, en los campos yermos, repletos de pozos como bocas, corren y se revuelcan desaforados, pelean, copulan sin pudor, sin plan reproductivo, engendran una camada tras otra, tras otra, perros bastardos con su máscara en los ojos: la mayoría son abandonados, mueren de hambre junto a un desagüe, o renguean, sin una pata, tras los pasos de un desconocido. Los otros devoran los bebés dejados entre los arbustos. Noche tras noche corren en la arena, en el cruce desierto entre dos ríos. Aúllan, y la luna brilla sobre su pelo azul caliente. Canción del pasto (año 2060) (Yu Yang, Xinyang, 1977) Crece con las lluvias, levantándose desde los cráneos; tapa el cauce de un río reseco, haciendo que los peces de la infancia descansen entre sus raíces maduras. Invade campos abandonados. Sigue creciendo, llevando la indefinición a todas partes. Una lluvia cálida tras otra lo reclama hacia el este. Irrumpe en las escaleras cerradas. Crece frenéticamente, absorbiendo aves domésticas, haciendo que los perros evolucionen en lobos, y que a los cerdos les crezcan colmillos afilados. Pero aún no es suficiente: sigue creciendo. Se agrupa y conjura de regreso, ominosamente, las catástrofes ya domesticadas por el hombre, entierra las aldeas bajo un bosque primitivo. Los campesinos, con sus manos negras, atrapan ratones, dan la vuelta y escapan hacia el sur; el pasto frenético canta en la sombra y corre. Los senderos hacia la escuela parecen emboscadas dispuestas por un cazador. El pasto crece hasta sus rodillas pero los chicos, con la cabeza hundida en la hoja, siguen dibujando manga. Y esos dos que se mueven sobre la cama bastará que se detengan apenas para que el pasto, frenético, comience a brotarles de los ojos.
|