Traducción de Mariana Arzate Otamendi



Fue la primera, sentimentalmente y quizás bíblicamente. Ella tenía veinticinco, yo dieciocho. Se llamaba Geneviève, le decía Ginou. Si en este instante en que evoco su memoria, pudiera volver a verla tal como era en 1945, diría que no era bella. Mis ojos de antaño la encontraban bella. Pero me doy cuenta de que me anticipo.

Un Junker 52 había sido transformado a toda prisa en avión comercial. Siete asientos, cinco pasajeros, dos motores de hélice, un sólo piloto. Habíamos hecho escala en Perpiñán para pasar la noche, en un hotel del cual sólo guardo recuerdos del mobiliario: la cama era un mastodonte estilo Regencia, el edredón dejaba escapar por un hoyo algunas plumas de ave. Por la mañana, nos sirvieron un desayuno en la barra: pan negro y esponjoso con un trocito de mantequilla para cada quien, café ilimitado. Tomé un trago de café y lo escupí enseguida (mucho después, me enteré de que era cebada tostada a la cual habían agregado una buena cuota de aguardiente). En el aeropuerto de Bourget había exhibido orgullosamente mi pasaporte nuevecito: cubierta café –parda, digamos– con las siguientes menciones: “Nacionalidad: Protegido francés”, “Profesión: estudiante”, “Estatura: 1m80”, “Ojos: garzos“, “Seña particular: ninguna”. En la página tres del documento, una visa de entrada a Francia, válida por nueve meses.

Era raro encontrar gasolina en Francia, a diferencia de mi país. Un taxi a gasógeno serpenteó por París y me dejó en la avenida Víctor Hugo en casa del tío de mi amigo Tchitcho. Habían hecho una reservación a mi nombre en un hotel burgués en la calle de la Pompe. Tchitcho había escogido lo mejor: el hotel tenía un restaurante en donde, negociando con efectivo, podía tomar todas mis comidas sin vales de abastecimiento. Para tener derecho a éstos, tenía que inscribirme en el ayuntamiento del decimosexto distrito. Dado mi rango de edad, obtendría vales suplementarios para el chocolate y el vino, por mi estatus. No entendía mucho de esas explicaciones administrativas. Aquella noche, tuve una cena pasable: potaje, un bistec que mastiqué en tres bocados y algo que se llamaba flan —como acompañamiento, la cantidad máxima de pan, cincuenta gramos. Para disfrutar los sorbitos de una taza de verdadero café, prendí un cigarro americano, un Raleigh. Le di dos o tres fumadas como era mi costumbre, luego lo aplasté en el cenicero. El camarero apareció, revisó el cenicero y me trajo otro, limpito. Con el rabillo del ojo, lo vi guardarse con cuidado la colilla en su chaleco.

(Incluso ahora, al alba del tercer milenio, en todos los restaurantes donde he comido, principalmente en los países de lo “políticamente correcto”, siempre ha habido un mesero con estilo para cambiar subrepticiamente mi cenicero. ¿Acaso necesitarán todavía ir en busca de colillas?...)

La noche del tercer día, conté el fajo de billetes de banco en mi cartera. Había adelgazado mucho, pues había pagado mis noches y mis comidas conforme las solicitaba. Cerré mi maleta y me fui del hotel caminando. Por más distinguido que fuera, también era siniestro. Los otros huéspedes que había frecuentado me habían mostrado sus dientes sonriendo sin sonreír, como respuesta a mis iluminados bonjour. Telegrafié a mi padre para que me enviara un giro urgente. Luego bajé por la boca del metro.

Esa mañana y esa tarde, no hice nada más que visitar la capital, a mi manera, sin mapa, a merced del descubrimiento. Me subía en una línea, me bajaba en la siguiente parada y volvía a salir al aire libre. Con la cabeza en las nubes me dirigía a la estación contigua, me precipitaba al metro, volvía a salir y así sucesivamente. En las paredes del túnel, palabras en grandes caracteres me atacaban: ESPERA–ESPERAMOS–ESPEREN. Era septiembre de 1945. Afuera, había cola en casi todas las tiendas de alimentos y en casi todos los cruces de calles había señales clavadas en los postes. Algunas estaban escritas en alemán en Place de l’Opéra, Saint-Germain-des-Prés y la Bastille. Las fachadas eran grises, como si hubieran pasado una larga temporada en las tinieblas y emergieran lentamente hacia la luz humana. Me transmitieron una sensación de desasosiego, por lo acostumbrado que estaba a la exuberancia de la medina y a la salud estridente de los franceses de mi país.

La tarde llegaba a su fin. Había llegado a la estación de metro Pelleport, en el veinteavo distrito. Me metí por una pequeña calle delimitada por pabellones, la calle Taclet. Un letrero sujeto a una reja anunciaba una habitación en renta. La dama que me recibió era de mediana edad. Me tomó algunos minutos negociar con ella, le pagué un mes de alquiler. Me presentó a su hija, Geneviève. Geneviève me mostró mi habitación: una cama grande coronando el somier, un armario de vidrio, una especie de tocador con una palangana y una jarra con agua –los baños estaban abajo, en el jardín, atrás del gallinero. Ella tenía los cabellos cortados casi al ras y hablaba con la cabeza baja. Y luego, en algún momento, nuestras miradas se encontraron.

Una semana más tarde, me llevó a visitar la Ciudad Luz de noche. En Place de l’Étoile, tuve como una visión —la reminiscencia de una imagen precisa que había visto en los estrenos de Pathé en un cine de Casablanca en 1940: ante ese mismo Arco del Triunfo, un soldado de caballería alemán, con botas, con casco, sonriendo con media sonrisa, la cual, sólo para él, valía todas las glorias del mundo. Además de él y otros dos soldados, no había nadie en la inmensa explanada, en esa lejana tarde soleada de junio. Esta tarde, ante el fuego del soldado desconocido, sólo éramos dos, Geneviève y yo, perdidos en nuestros pensamientos. De repente, sentí su pequeña mano que se deslizaba bajo mi brazo. Hasta entonces, habíamos caminado lado a lado, a aproximadamente un metro uno del otro. Así enlazados, nos paramos frente a una banca en Champ-de-Mars. No nos sentamos nunca. Parados, no hacíamos más que mirarnos. Su rostro era dulce bajo la luz dulce del farol. Y luego, se puso de puntillas y posó sus labios sobre los míos. Fue mi primer beso. Fue como si mi cerebro se hubiera puesto a tartamudear. Y mientras ella lanzaba sus brazos alrededor de mi cuello y yo me encontraba con su lengua traviesa en mi boca, ardiente y traviesa, mis rodillas temblaban a tal grado que me aferraba a ella, a sus hombros; trataba de alejarme de su cuerpo de mujer y al mismo tiempo no deseaba nada más que formar parte de su cuerpo de mujer, fundirme en ella hasta perder mi identidad para acceder a una vida inmediata, total e inmediata. Y algo no paraba de removerse entre nosotros, no paraba de crecer y de endurecerse, no paraba de eyacular, en copiosos raudales. Me chorreaba la pierna izquierda, hasta el talón. Y vagamente, como a través de una neblina, me preguntaba si se había dado cuenta. ¿Se están riendo? Yo no. ¡Que ese tiempo volviera! ¡Oh! sí…

Se desprendió de mí. Me dijo en un jadeo:

—¿Qué va a ser de nosotros?

Sonreí a modo de respuesta. Ya no tenía palabras. Con las manos entrecruzadas, recorrimos a pie el camino de regreso. A veces, presas simultáneamente del deseo y del vértigo, nos parábamos, nos estrechábamos –y cada vez el mismo fenómeno me dominaba: mi cerebro se vaciaba más y más, mis lumbares también, tanto y tan bien que parecía un zombi y que mi pantalón estaba empapado, literalmente. Y retomábamos nuestra caminata nocturna a través de París, la Ciudad Luz, de la cual ya no veía nada, ella con un paso de bailarina, yo cual tronco agujerado. Titubeando, subí la escalera que llevaba a mi habitación. Me acosté vestido por completo, sin deshacer la cama. Esa noche, tuve sueños ardientes como magmas, pero cuando me desperté, no recordaba ninguno. Ni el más mínimo pedacito.

Una carta me esperaba sobre el tocador, cuatro páginas de una apretada escritura. En la madrugada, Geneviève se había deslizado a mi lado. Yo dormía. Ella me había dejado dormir. Me amaba, era una locura. Mis zapatos estaban al lado de la puerta, los había boleado. Se llevaba mi pantalón “necesitaba una planchadita”, lo podría recoger a las 6 en la tintorería de la esquina. Pensaría en mí todo el día, en la fábrica de clavos donde trabajaba como ayudante de almacén. Duerme bien, querido. Ginou. Yo sentía pena. Yo era feliz.

No me tardé mucho en darme cuenta de que se saltaba una de dos comidas, si no es que se moría de hambre; más exactamente, de que el hambre se había convertido en una condición fisiológica para la mayoría de los franceses. Tuve que insistir, usar la diplomacia y sobre todo la pasión para que aceptara una invitación a cenar en mi compañía. Y, una vez que estuvo ahí, sentada frente a mí, en aquel restaurante de la Margen derecha en el que me trataban como príncipe (el camarero estaba seguro de que lo era debido a mis propinas reales), miró la vela encendida entre nosotros sobre la mesa, me miró y me dijo, con los ojos llenos de lágrimas:

—No tengo hambre, querido. No puedo comer.

Se comió cuatro filetes miñón.

Yo tomaba agua. Ella bebía a sorbitos un burdeos de la preguerra. La botella estaba a la mitad cuando, de repente, se desahogó. Lo que me contó sobre los años de Ocupación destruía todo lo que me habían enseñado en la secundaria, convertía en prosa lo que constituía a mi parecer la nobleza de una nación: su cultura. ¿Se había, pues, equivocado mi padre empujándome hacia el mundo occidental? Estuve a punto de levantarme, salir como ráfaga, tomar un taxi libre, abordar el primer avión hacia Marruecos. Pero Geneviève había tomado mi mano, la había colocado en su cabeza. Sus ojos color pardo suplicaban.

Acababa de regresar de Alemania, había trabajado en una granja en Baviera, su padre había muerto en el frente desde el principio del conflicto, su madre ya no podía ni siquiera hacer la limpieza. En Estrasburgo, en el puente Kehl, unos compatriotas embriagados de vino y de odio la habían rapado, la habían desvestido, habían cubierto su cuerpo de escupitajos… “y, querido… ¡Oh! querido, tengo pena de decírtelo… pero lo adivinas, ¿no?” me salí de una vez por todas, con paso apurado. Tras de mí, su plegaria se retorcía en mi corazón como una daga: “Perdóname... perdóname...”

Me mudé al alba.


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Driss Chraïbi (El Jadida, Marruecos, 1926-2007). Trabajó en France Culture e impartió clases de literatura magrebí en la Universidad Laval de Quebec. Recibió diversos premios, como el África Mediterránea en 1973 y el premio de la Amistad Franco-Árabe en 1981. Escribió en lengua francesa diversas novelas, entre ellas La Passé Simple (Gallimard, 1954), Les Boucs (Gallimard, 1955), La Civilisation, ma Mère!... (Gallimard, 1972) y la autobiografía Vu, Lu, Entendu, que contiene el capítulo que aquí publicamos.

Mariana Arzate Otamendi (Ciudad de México, 1986). Docente de francés y traductora. Estudia la maestría en Traducción en El Colegio de México.

 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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