Ese canto, esa voz, crecía para retirarse, abolirse, para
que surgiera un silencio desconocido: la voz de Dios.

Héctor Murena, La metáfora y lo sagrado



I. El dios que surge en el patíbulo


Deseo hablar ante ustedes del lenguaje que destella cuando todas las respuestas se han agotado.

Es natural que la angustia ante el significado de la existencia provoque que los seres humanos busquemos las vías con las cuales sortear los abismos que nos separa de lo divino. Probablemente esta sea la razón de que la tragedia clásica represente el momento de postergación de la muerte, previa al encuentro con el dios.

Ahí, en los bordes de la existencia en la que se termina toda certeza, la tragedia surge como el espacio en el que se produce la maravilla de la aprehensión de lo divino; y esta relación se sostiene en el acercamiento y repulsión entre el hombre y sus dioses. Quizá esa búsqueda angustiosa de mediación que supere nuestro vacío existencial sea la razón de que la naturaleza de la tragedia griega se fundamente en este hecho evidente: que las fuerzas divinas sólo parecen manifestarse en las antesalas de la muerte.
 


Toda representación verdaderamente trágica busca llenar el vacío que nos separa de los dioses, de ahí que la mediación con los dioses se encuentre intrincada en la mediación con el vacío.

Por supuesto el ciclo tebano —y muy particularmente la Antígona de Sófocles— se halla engarzado en este conflicto irresoluble.

Es probable que muchos recuerden el argumento de Antígona, pero quizá, para los fines de este ensayo sea necesario rememorar brevemente los acontecimientos de esta tragedia; siempre bajo el entendido de que una obra literaria no puede reducirse a su argumento.

Después de ser revelados los involuntarios crímenes de Edipo, sus propios hijos lo expulsaron de Tebas. Para evitar la maldición paterna, la cual vaticinaba que con su muerte ambos recibirían “tanta tierra como fuera necesaria para sus tumbas”, Eteocles y Polínices acordaron turnarse el gobierno de aquel reino; empero, una vez transcurrido el periodo acordado, Eteocles, el primogénito, se negó a ceder el poder y desterró a su hermano de aquellas tierras. Ante tal injusticia, Polínices reunió un ejército de argivos para asediar Tebas.

La tragedia de Antígona acontece justamente en las postrimerías de la guerra, después de que ambos príncipes se dieran muerte frente a las puertas de la ciudad. Bajo tales circunstancias, Creonte —el hermano de Yocasta— ascendió al trono de Tebas y en su primer edicto proscribió, bajo pena de muerte, el entierro del traidor Polínices.

Sin importarle transgredir esta ley, Antígona vertió tierra sobre el cadáver de su hermano, pero pronto fue descubierta y apresada. El rey la condenó a ser enterrada viva, y ordenó que fuera encerrada en una gruta mientras realizaban los preparativos necesarios.

A través de Hemón —hijo de Creonte y a la vez prometido de Antígona— el pueblo de Tebas intentó hacer entrar en razón al rey, pero Creonte sólo cedió ante las infaustas advertencias del adivino Tiresias. Sin embargo, ya era demasiado tarde: Antígona se había colgado en la gruta de sus ancestros; al ver su cadáver, Hemón, lleno de dolor, se atravesó las entrañas con su propia espada.

Desconsolado, Creonte regresó a sus aposentos, cargando en brazos el cuerpo inerte de su hijo, sólo para descubrir que la miseria se había adelantado: Eurídice, su esposa, también se había suicidado ante la noticia de la muerte de su hijo.

En todos los sucesos de Antígona existe una profunda paradoja, pues destruyendo al protagonista la tragedia busca conservar la vida en la divinidad que nos revela. Así, la representación dramática vuelve explícito el vacío de la existencia para salvarnos del nihilismo, e irónicamente esa destrucción, el sinsentido de la vida humana cobra forma bajo la fuerza impostergable del destino.

 

II. Traduciendo desde la oscuridad

He afirmado ante ustedes que mi deseo es hablar del lenguaje que destella cuando se han agotado todas las certezas, pero un lenguaje expandido hasta ese extremo sólo surge del conflicto con lo divino.

De 1797 a 1803 el poeta alemán Friedrich Hölderlin realizó la traducción de dos tragedias de Sófocles, Edipo, el tirano y Antígona. Según la información que poseemos a través de las cartas que enviara a su editor, su proyecto contemplaba la traducción de las siete tragedias de Sófocles que han llegado hasta nosotros; sin embargo, los reiterados colapsos nerviosos que le sobrevinieron durante el verano de 1804 (producto probablemente de una esquizofrenia catatónica) provocaron que aquel plan quedara inconcluso.

Dos hechos convergieron en la mala acogida que tuvieron dichas traducciones entre los contemporáneos de Hölderlin: el primero fue el experimento extremo al que el poeta alemán sometió el lenguaje a partir de sus constantes indagaciones sobre la naturaleza de la tragedia ática; el segundo fue su esquizofrenia, pues durante mucho tiempo las traducciones de Hölderlin fueron consideradas como el producto de una mente perturbada y quedaron relegadas al olvido.

No fue sino hasta la aparición de las obras completas de Hölderlin, publicadas por Norbert von Hellingrat en 1911, que su obra fue revalorada. Así, gracias al cuidado de la edición de Von Hellingrat aquellas traducciones, que en un principio podrían parecer tan imperfectas, terminaron por alzarse como cúspides de la historia de la traducción.

Debido a los distintos procesos a los que Hölderlin sometió sus traducciones, varias capas semánticas se superponen, haciendo imposible distinguir cada uno de los estratos que continuamente interactúan entre sí.

Hölderlin empezó la traducción de estas obras entre 1797 y 1801, cuando se encontraba escribiendo su tragedia inconclusa Empédocles, la cual conllevó profundas reflexiones sobre la naturaleza de la tragedia ática; no obstante, bajo influencia de Friedrich Schiller, Hölderlin intentó traducir estas obras apegándose a los preceptos del idealismo clásico, los cuales exigían fidelidad a la esencia de los manuscritos griegos, aprehendiendo la fuerza y luminosidad de su lenguaje, pero bajo las restricciones formales del alemán.

El segundo periodo de traducción de ambas tragedias se extendió de la primavera de 1801 al otoño de 1802, tiempo durante el cual Hölderlin consideró ambas obras como textos canónicos que debían ser respetados en su integridad. En la búsqueda por acceder a la esencia de aquellas tragedias sometió al lenguaje a un proceso que transgredía las reglas sintácticas y gramaticales del alemán. Hölderlin intuía que el centro de la tragedia ática se encontraba oculto tras las raíces etimológicas de las palabras, para volver aprehensible su esencia la obra habría de revelar sus orígenes en el lenguaje.

Hölderlin realizó la última versión de estas traducciones a mediados de 1802, en aquel entonces las concepciones del poeta acerca de la tragedia griega habían llegado a su plena madurez. Fue esta última versión la que, según algunos críticos, convirtió a la traducción de Hölderlin en una de las más apasionantes aventuras de la historia de la traducción, en palabras de George Steiner: “el desafío más fascinante que registra la historia de la traducción”.

Para esta época Hölderlin consideraba que, en el tiempo en el que Sófocles compuso sus obras, el espíritu ilustrado del helenismo había transformado la naturaleza de la tragedia ática; sin embargo, la esencia más arcaica de este arte aún se revelaba en los intersticios del lenguaje.

Debido a sus continuas reflexiones sobre la naturaleza de la tragedia ática, Hölderlin llegó a la conclusión de que para los antiguos griegos la palabra —comprendida como una realidad fáctica— destruía a los personajes de la tragedia revelando así lo divino, mientras que para los hombres modernos era el lenguaje, expandido hasta límites insostenibles, el que debía cobrar esa misma función.

Éste fue el sentido último a partir del cual Hölderlin reconfiguró los estratos que conformaban sus traducciones, pues su intención era abolir el lenguaje hasta que el dios se hiciera presente. Al igual que los protagonistas de la tragedia –los cuales eran conducidos a la esfera excéntrica de los muertos– el lenguaje debía ser suprimido para mostrarnos el vacío en que se sostiene.

 

III. El lenguaje que destella en los abismos

En 1596 el astrónomo Johannes Kepler publicó su tratado Mysterium cosmographicum, en él Kepler postuló que los planetas giran en órbitas elípticas y no circulares —como anteriormente se creía—, debido a que la fuerza de atracción que ejerce el sol sobre los planetas disminuye de forma inversamente proporcional a la distancia que existe entre ellos; este movimiento fue conocido como órbita excéntrica.

Hölderlin aplicó los principios de Kepler al proceso de evolución del personaje homónimo de su novela Hiperión, el cual habría de transitar a través de diversos estados en su búsqueda por conciliar las disonancias de su existencia. Dentro del desplazamiento de la órbita excéntrica, el giro elíptico acontece cuando el planeta se encuentra en el sitio más alejado del sol, y parece estar a punto de salir de su órbita, pero su propio impulso provoca que el cuerpo celeste regrese a su curso; en la novela de Hölderlin, Hiperión debe superar distintas crisis de su vida para acceder a un instante de equilibrio que le permita vislumbrar su destino como poeta; al igual que el giro elíptico, dichas crisis marcan los instantes más extremos de la vía trascendental del protagonista.

Según la concepción de Hölderlin estos desplazamientos poseían su contraparte en la historia, para el poeta alemán la Antigüedad clásica y el mundo moderno representaban extremos opuestos en la evolución de la humanidad, dos instantes de crisis, profundamente vinculados a las formas de representación religiosa: entre los antiguos griegos los dioses adquirían cuerpo, como entidades antropomórficas; en cambio, entre los hombres modernos la divinidad se había desprendido de cualquier manifestación material y tendía a diluirse en el absoluto.

He afirmado ante ustedes que la paradoja del doble movimiento de la tragedia reside precisamente en que frente a la muerte de los hombres las fuerzas divinas se hacen presentes, la tragedia ática buscaba destruir la forma individual en su cercanía con las potencias divinas, el héroe trágico era conducido a la esfera excéntrica de los muertos debido a la proximidad del dios, porque en la tragedia se pretendía representar la transgresión entre los órdenes de lo humano y lo divino.

Sin embargo, en el mundo moderno era necesario encontrar nuevas vías para manifestar esta lucha, Hölderlin descubrió que entre nosotros la tragedia habría de representar la hostilidad entre lo originario y el lenguaje, porque el lenguaje es la manera en que significamos, a través de él mantenemos una mediación con el mundo.
 


Según Hölderlin la tragedia tendría que surgir de la confrontación entre dos fuerzas irreconciliables, lo aórgico, las potencias de la naturaleza que atravesaban toda existencia, y lo orgánico, la forma individualizada de un ser finito. Entre la serie de oposiciones derivadas de ambas potencias, de la unidad del ser frente a la acción ilimitada de la naturaleza, del destino contra el azar, el lenguaje tendía a confrontarse con lo originario, sufría en la proximidad de lo divino para producir la visión transfigurada en el marco luminoso de la tragedia, restituyendo así el vínculo del hombre con lo divino.

En las traducciones de Hölderlin el lenguaje terminaría por representar el cuerpo que sufre la confrontación entre los dos órdenes, y destruyendo al lenguaje (es decir, el medio con que nos relacionamos con el mundo) el poeta buscaba vincularnos nuevamente con el orden de lo celestial, pues el lenguaje de la tragedia habría de representar la disolución ideal entre lo humano y lo divino; el instante en que los límites entre ambas esferas terminarían por ser suprimidos.

 

IV. Antígona y la aprehensión de lo divino

La muerte de los protagonistas de la tragedia clásica ocurre también por razones distintas a las que he postulado al inicio de este ensayo, pues ¿cómo habría de representar el hombre aquello que lo supera, aquello que no es propiamente humano?

Para Hölderlin la propia traducción se convierte en motivo argumental de Antígona, pues en la lucha entre Creonte y Antígona el lenguaje de ambos personajes protagónicos representa dos formas de aprehensión religiosa.

Cuando Antígona violó el edicto tebano atentó a la vez contra la endeble estabilidad de un gobierno que acababa de sobrevivir al terrible trauma de una guerra fratricida, y cuyo señor ha extremado las leyes hasta cometer impiedad, pues siguiendo una de las interpretaciones que explora Miryam Librán Moreno en su artículo “Sófocles, Antígona” los príncipes han salido del seno familiar (del hogar, οίκος) para ingresa en la vida pública de la polis (πόλις), en la cual se encontrarán sujetos a las reglas de justicia del Estado, pero tras su fallecimiento necesariamente habrán de regresar al pertinente resguardo familiar: “al útero, a la custodia de lo femenino, que está obligado a devolver su fruto a la tierra madre”. En circunstancias especiales en la antigua Hélade era lícito proscribir el entierro de criminales especialmente execrables dentro de los confines de la ciudad; empero, Creonte trasgrede este derecho —y con él la maldición de Edipo— negándole por completo el entierro a Polínices: “no sólo prohíbe que el cuerpo del hermano sea enterrado en suelo tebano, castigo que la ley permite, sino que decreta que no sea inhumado en parte alguna”.


Creonte, en sus obligaciones con la comunidad, debe pasar sobre los intereses particulares de la nobleza, pero su disposición ha surgido del desequilibrio de una autoridad incapaz de encontrar el punto justo en que sus acciones son pertinentes dentro de un orden nuevo, y traspasa confines que ya no le competen al Estado. Así, el conflicto mismo personifica no sólo dos formas de representación religiosa, sino al mismo tiempo las dos esferas, de un orden antiguo y otro nuevo, que reclaman a la vez su hegemonía sobre el Estado.

El nuevo rey personifica la emanación divina transformada en ley formal, la conformación instituida del Estado que se manifiesta a través de la armónica nobleza de la figura humana; en cambio en Antígona se hace presente la irradiación originaria, las pulsiones que desestabilizan la forma, tras su discurso late el principio religioso que no es ya fundamento sino realización viva y, por tanto, lo divino manifiesto se vuelve peligroso e inquietante. Ella establece su vínculo con lo divino sin mediación alguna, en un entusiasmo infinito es traspasada por el espíritu del anti-theos hasta convertirse en “alguien, que en el sentido de dios, se comporta como contra dios, y sin ley reconoce el espíritu de lo más alto”. La decisión de Antígona de trasgredir la ley de la polis la transforma en una hereje sacra, no sujeta a ninguna ley humana, en su relación con esta fuerza desestabilizadora y originaria Antígona excede la relación connatural del ser humano con lo divino. Por supuesto las acciones de Antígona son sumamente peligrosas para un Estado naciente, pero la paradoja reside en que levantándose en contra de la ley reinstaura las potencias que esa ley emana en el seno de la sociedad.

Todo esto se encuentra representado en el lenguaje que ambos personajes manifiestan: la disertación de Creonte es circunspecta, temerosa, tiránica en su construcción formal; mientras que el discurso de Antígona es profundamente prosaico, radiante y corporal.

El lenguaje de estos héroes trágicos es incapaz de resistir esta hostilidad pura: “Porque tales hombres se mantienen en una relación violenta, también su lenguaje, casi al modo de las furias, habla en una conexión más violenta”. Asimismo, la acción dramática sufre esta desarticulación y debe representarla en la confrontación de los personajes, en su búsqueda por prevalecer ante las fuerzas que pretenden disgregarlos.

Así, en esta continua transgresión de los espacios se revela el vacío en el que se sostiene el lenguaje en su relación con la divinidad.

Al igual que ocurría con la órbita excéntrica de la que les he hablado antes, la traducción es un acercamiento perpetuo al significado, aquella contigüidad siempre incompleta a la obra; así, la esencia del lenguaje no radica en lo que se dice, sino en aquello que se representa a través de las fuerzas que atraviesan al lenguaje con la finalidad de producir aquel silencio perturbador del que surge lo divino.


Ilustraciones:
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Adrián Soto (Ciudad de México, 1979). Poeta, ensayista y traductor. Ha publicado la biografía Quetzalcóatl, la efigie de luz (EMU, 2007) y el prólogo al ensayo La Cristiandad o Europa de Novalis (UNAM, 2009); además de ensayos, poemas y traducciones en las revistas, gacetas y suplementos literarios: Hotel, Aeda Lamm, Aion, Cuadrivio, Literalgia, Río Arriba, Quehacer editorial y Periódico de Poesía.

 

 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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