Leviathan
Director: Lucien Castaing-Taylor, Véréna Paravel
(Reino Unido / Francia / Estados Unidos, 2012)

 

 

leviatan-cartel.jpgMamífero metálico. Cascada de orina roja. Festín de sangre que escurre por la epidermis laminada. Crujido de órganos que aprisionan y que muerden blandos pececillos rosados. Exacta dentadura que rasga aletas plateadas. Lengua de hierro que saborea mantarrayas. Tentáculos estridentes. Aullidos de órganos y tripas de un gigantesco depredador nocturno que navega por un mar bravo devorando todo lo que puede de día y de noche. El barco y su barriga repleta de marinos que manipulan aparatos gritones, que clavan cuchillos en membranas aún palpitantes, que lavan y cercenan cadáveres, que quitan escamas o que expulsan los restos del banquete antes de que indigesten a la bestia. Así es la mirada múltiple de Leviatán: la revelación fragmentada de un navío demasiado animal con el que los hombres se han aliado para controlar la naturaleza.

En el tercer filme de los antropólogos cineastas Lucien Castaing-Taylor y Véréna Paravel, que resultó ganador de la competencia internacional del festival de cine Ficunam (2013), varias cámaras GoPro captan la rutina pesquera desde las indumentarias y los aparatos de un barco en las aguas de New Bedford. Si bien Leviatán solamente sigue las actividades de máquinas y operadores en plena mar, sus múltiples perspectivas crean un álbum de metonimias circunstanciales. Nunca hay planos completos del barco o de sus operadores. Sólo aparecen fragmentos de máquinas, instrumentos, hombres, animales y cuerpos de agua en espacios en movimiento que desatan experiencias sensoriales. La consecuencia de este sistema es la metáfora del barco como un animal. Desde el primer segmento, el filme crea la impresión de que la maquinaria es un ser vivo. Es un itinerario de texturas, formas y sonidos detallados al extremo en el pelaje de las redes, las tripas del rodillo, las barbas de un exprimidor, las escamas de las rejillas o el bramido de toro de los motores que yacen debajo del mar. Es la bestia anunciada por el epígrafe (Libro de Job): un animal hecho sin temor; animal sin equivalente en la tierra salvo por el ser humano depredador.

Cultura marina de formas y ambientes percibidos por numerosos cuerpos-ojos, la estética de Leviatán no corresponde con la fragmentación lírica de El hombre de la cámara (Dizga Vertov, 1926). Su poética es la base tecnológica como encuentro supradocumental con la materialidad de lo tempestivo. Su modo fílmico rechaza cualquier tipo de exposición verbal: cada marino y cada estructura son medios de captación audiovisual de la intimidad del barco (“el cuerpo es el ojo”, dijo Véréna Paravel en algunas entrevistas) y de su entorno. Antes que un poema fílmico o una monografía, los realizadores del Laboratorio de Etnografía Sensorial de Harvard buscaron una simulación extrema del funcionamiento del navío. Una recreación hinc et nunc de las relaciones hombre-máquina-naturaleza y de sus paralelismos orgánicos que recuerda aquella máxima antropológica (Edward T. Hall luego citado por McLuhan), en dos niveles (el del barco y el de las cámaras), de que las tecnologías son extensiones del hombre.

En Leviatán las cámaras son fundamentales porque el filme aspira a la eliminación consciente de las convenciones que las rigen. Los puntos de vista son una estrategia para contener al máximo la discursividad. Son múltiples intentos de mostración que van más allá del registro directo porque producen estados sensoriales en su recorrido aleatorio de documental de sensaciones. Y si el montaje es eminentemente un suceso de discurso, la percepción del mundo pesquero se impone al tratarse de una inmersión profunda en ambientes de estridencia visual y sonora. Sus encuadres son adictos al desequilibrio; la imagen es una colección de accidentes del movimiento; la edición, visiones nerviosas de detalles figurativos (hombres que limpian pescado) o de figuras abstractas (esas inmersiones en el oleaje) que crean emplastes expresionistas hasta crear una percepción de tiempo-espacio suspendido. Cada plano reúne actos de ver y oír, jamás intencionales ni complejos, en los que el barco se encuentra con la vida marítima para fungir como una criatura mediadora entre el hombre y el océano: así ocurre ese momento de altísima cualidad plástica en que una parvada de albatros vuela al lado del navío dispuesta a batallar por alimento.

leviatan-01.jpg Entre las explicaciones estéticas del cine en general, existe la idea de que la tecnología es un proceso de eliminación de la distorsión visual que permitirá cada vez un registro más preciso y controlado (V. F. Perkins). Si bien la alta definición de las cámaras ligerísimas de Leviatán plasmó con nitidez objetos y sonidos insospechados, sus condiciones artísticas residen en el descontrol visual y el ruido. A pesar de los altísimos contrastes de los segmentos nocturnos, la imagen es frenética al interior de cada encuadre y la estridencia sonora explora toda clase de interferencias. El ambiente acústico dispone de un espacio propio. Es tan perceptible que los planos invadidos por la negritud adquieren materialidad gracias a las resonancias. Y a pesar de la violencia del sonido, su vínculo con la materia visual produce un efecto de extrañamiento que plasma la incomunicación del hombre con la naturaleza.

La vida estética de Leviatán existe por el continuum de formas y texturas en el interior de cada plano, pero adolece de cierta inconsistencia rítmica cuando evade los nexos visuales que plantea por sí misma. Así ocurre con el operador adormilado en el comedor. Hombre casi totalizado en una visión demasiado lejana y demasiado duradera que no falla como expresión de aislamiento, pero sí como elemento de continuidad de esa ilusión del estar ahí. Estas arritmias no truncan la condición del filme como intimación con lo tempestivo. Su cohesión plástica perdura porque el espacio nunca es completamente fijo ni predecible: el cuerpo del navío que expulsa una orina roja a estribor; el ave hambrienta que invade un rincón; el muñón de estrellas marinas en un rotor; los dorsos del oleaje en la profundidad de campo; la bellísima composición desequilibrada del pescador que enrosca la cadena en un fresco de azules, grises y rojos: todos estos sucesos suscitan una atmósfera de lo extraño que, sin embargo, parte de una actividad más que cotidiana.

Leviatán confiesa su sentido de película-invocación; o bien, de realidad amplificada por imágenes que desean ir más allá de sus referentes; de percepción extendida; de irrupción sensorial hiper-tecnológica donde las cámaras producen (que no reproducen) un cosmos de materias antes imperceptibles que ahora revelan algunas condiciones iniciales de la vida moderna. El azar de todos esos ojos muestra los vínculos entre el humano y sus creaciones, animales casi en serio, como el navío orgánico. Y la multiplicidad de perspectivas evoca esa idea marxista de que la cultura es un intento de controlar la naturaleza e, incluso, un anhelo de despojarla, con todas clase de mediaciones mecanizadas, hasta desvincular al humano del ambiente para volverlo un componente más de una maquinaria.
 

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Rodrigo Martínez (Ciudad de México, 1982). Es doctorando en Ciencias Polítricas y Sociales (Comunicación) por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Ha publicado en las revistas Punto de partida, El Universo del Búho, Viento en vela, La revista y Periódico de poesía, y en espacios culturales de los periódicos El Financiero y El Universal. Es profesor de asignatura en la FCPyS y colaborador de la revista electrónica F.I.L.M.E (www.filmemagazine.mx).

 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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