Súbitamente me encontré mal. Había sido un cambio apenas perceptible. En cuanto abrí los ojos aquella mañana, noté un agudo dolor en la cabeza. Pero no podía ser, tenía que superar aquella nimiedad y ponerme en marcha. Tenía que coger un avión en unas horas. Eché las sábanas a un lado y me incorporé en la cama. Un escalofrío me recorrió el cuerpo e hizo que temblara hasta mi última fibra. Me balanceé sobre el colchón e intenté enumerar mis síntomas. No sólo era la jaqueca, también tenía la piel ardiendo. Me palpé los antebrazos y la frente. Estaban abotagados, hinchados por la fiebre. No tardé mucho en reaccionar: tenía pensado hacer varias cosas antes de ir al aeropuerto, como afeitarme o recoger y limpiar un poco el piso, pero decidí ponerme en marcha en seguida. Me vestí muy despacio y cerré la maleta. En la cocina me tomé un ibuprofeno de 650 miligramos con un buche de zumo de naranja. Un segundo antes de ir a cerrar la puerta del piso el teléfono empezó a sonar. Medité un momento y cerré la puerta tras de mí. Me dirigí a buen paso, bien abrigado como iba, con la bufanda haciéndome un bulto tremendo alrededor del cuello, a la parada del autobús. En seguida maldije mi flagrante falta de paraguas, si bien lo que caía era un suave calabobo, como una gran tela de seda que envolviera la vista. La calle estaba siendo brutalmente azotada, sin medida alguna, por un viento que me zarandeaba a mí también, a su gusto, de un lado a otro. Los ojos se me cerraron varias veces del agotamiento, y pensé que iba a perder la conciencia de un momento a otro. Pero apreté los dientes hasta que me dolieron las mandíbulas, vi pasar un autobús y casi salté a él, y a toda velocidad nos dirigimos a la estación de tren, atravesando el viento y las calles mojadas y grises.

Eran sólo cinco o seis paradas por lo que llegué bastante rápido. Ya tenía el billete comprado, así que subí al andén y miré la pantalla: quedaban cinco minutos para el siguiente. Me senté y pensé. Lo que mi estado recomendaba era ir a un médico, evidentemente, y que me diera antibióticos. Y reposo y mucho líquido también. En fin, lo típico. Pero esta vez tenía que pasar por todo aquello y hacer las cosas que tenía que hacer. Me mentalicé que el ibuprofeno me sentaría bien y que me ayudaría a aplacar la fiebre y el dolor de cabeza derivado de la misma. Entonces miré enfrente mío. Vi una porción de verde, un tanto vagamente, entre ciertas construcciones de edificios, un poco a lo lejos. Y de repente vi el cielo: era terrible, era todo nubes negras. Parecía el humo que sale de una fábrica de quema de neumáticos, denso, pernicioso, con inequívoca fragancia a muerte. Y se retorcía como herido mortalmente, el cielo, como una serpiente que quisiera escapar de las zarpas de un tigre, y que éste la tuviera bien agarrada, con sus uñas encarnándose más allá de la piel, atravesándola. Mientras más dirigía mi mirada al cielo, más sentía una presión en el pecho, como una prensa que bajara de temibles alturas y que precipitara mi ánimo a los más oscuros abismos. ¡Pero miren, ahí está, por fin, el tren! Como pude, coloqué la maleta arriba y me senté en el compartimento más próximo. No quería ver el cielo, la visión más fidedigna del escenario para que suenen las trompetas del Juicio Final y vengan galopando los Cuatro Jinetes del Apocalipsis.

Quiero dejar claro que yo no soy un místico. Nunca he creído ni en la magia ni en los espíritus ni en el vudú ni en nada que se le parezca. Siempre me he abocado a la razón y a la lógica. Achaco mi angustia vital de aquel día a una elevada fiebre, eso es todo. Aún así, la sombra de aquel día, de una forma u otra, aún planea, de vez en cuando, sobre algunos momentos de mi día a día. Intento reprimirla, la sombra, y lo consigo. Déjenme acabar, de cualquier modo, mi relato. Durante todo el trayecto estuve con los ojos cerrados. Me concentré en no dejar pasar ni un solo pensamiento negativo. Me confeccioné, digamos, una criba mental. Entonces me dormí. Dormido, tuve un par de sueños grotescos. En uno de ellos, yo iba paseando cerca del cambio de carril de un tranvía, cuando un hombre montado en bicicleta se estampaba contra mí. Por alguna razón, había más gente alrededor. El hombre iba rápido, y después del choque, no sé cómo, tenía clavado un hierro justo debajo del ojo y al lado de la nariz que se introducía en mi cara hasta llegar al cerebro, digamos. Cuando la gente se acercaba a mí, yo estaba de rodillas en el suelo, completamente petrificado, con un charco de sangre oscura y un leve chorro que me discurría tibio desde el hierro, pasando por el cuello y empapando mi camisa, hasta el suelo. Lo único que podía hacer, recuerdo, era vociferar una y otra vez, sin descanso, el imperativo “¡mátame! ¡mátame! ¡mátame! ¡mátame!”. Eso es lo que recuerdo de ese sueño, pero el caso es que luego tuve otro, muy diferente pero casi igual de sangriento. Yo estaba tumbado en la cama. Estaba cubierto con un grueso edredón y me asfixiaba. Dormitaba. Cabeceaba de un lado a otro, como si también mi yo del sueño estuviera dentro de un mal sueño. Sentía una terrible comezón en la pierna y no hacía más que rascarme. Me rascaba y me rascaba, y seguía cabeceando. De repente me vi las uñas embadurnadas de sangre. Había una luz encendida en el cuarto, una luz amarillenta, por lo que mis uñas y mis dedos aparecieron pintados de un naranja muy irreal. Casi en seguida, súbitamente, me destapaba violentamente y entonces podía ver mi pierna, despellejada limpiamente del tobillo a la rodilla, como cubierta de un calcetín rojo. Entonces el yo que dormía, aún durmiendo, empezaba a tronar “¡mátame mátame mátame mátame mátame mátame mátame!”. Me desperté con un desgarrador gong interno, y sentí el sonido hormigueante de la lluvia sobre el cristal. Miré el campo verde gris que rodeaba el tren, era como estar mirando las algas moverse a través de un agua cristalina: toda la pradera se movía reluciente, cabrilleaba como si de una playa se tratase, y la grama crecida parecía una gran hoguera azotada por el viento. Me costó un rato reubicarme. Había personas nuevas en el compartimento. Pregunté si ya habíamos pasado el aeropuerto, a lo que respondieron negativamente. No tenía nada para beber, por lo que me levanté y me dirigí al baño, donde me enjuagué todo lo bien que pude la cara y bebí como si fueran a prohibirlo. Me miré al espejo. El reflejo devuelto de una figura panadiza me hizo enmudecer. El blanco de los ojos estaba amarillento, con un gran ramo de venas rojas que parecía una irrigación de betadine. No pude verme ni un segundo más. Habíamos parado. Miré por la ventana para precipitarme segundos después fuera del baño, agarrar mi maleta con grandes aspavientos y salir del tren violentamente. Había que coger un autobús desde la estación de tren al aeropuerto. Me mantuve en pie los diez minutos del trayecto. Quería entrar dentro, llegar a la zona de embarque y esperar a que una de las pantallas me dijera por qué puerta embarcar. Llegamos al aeropuerto y el viento me zarandeó una vez más en el corto espacio del autobús a la puerta. Cuando hube entrado, me di de pronto la vuelta y contemplé el exterior desde los cristales oscuros que recubrían la fachada. Todo rugía afuera. Empezaba a llover a cántaros. El cielo rugía con rabia, el viento golpeaba los cristales, y yo sentí miedo. Yo sentí miedo porque vi agitarse, por primera vez en mi vida, algo detrás de las cosas. Había algo, claramente, algo que no veía, pero que sentía como si me recorriese la piel un dedo helado. Era algo carnal, casi palpable, algo que respiraba, que podía brillar, que se movía impaciente detrás de ese escenario. Y lo peor, ese sentimiento de que era algo que no tenía la menor intención de permanecer escondido por más tiempo. Al menos para mí. Ver el cielo negro revolverse, la espesa gasa de la lluvia derramarse, y tener un presentimiento sombrío que te va envolviendo, cálida, pausadamente, el ánimo. Escuchaba un sonido bajo, como la honda percusión de un tamtam africano, y lo sentía en mi pecho, anunciando el principio de mi angustia. Decidí apresurarme y dejar las fantasías para otra ocasión. Me dirigí a la zona de embarque. Presenté mi billete y mi pasaporte, pasé por el detector de metales mi maleta, mi abrigo, mi cinturón y el contenido de mis bolsillos. La chica encargada de cachearme, cuando me vio, me preguntó con cara de preocupación si me encontraba bien. Le dije que sí y recogí todas mis cosas. Entré a una cafetería y pedí un café, lo llevé a una mesa y coloqué mi maleta cerca, también muy cerca yo de una de las pantallas. Aún quedaba mucho para que empezara el embarque. Viajar enfermo, pensé, qué mala pata. Y me reí. Me empecé a encontrar mejor de ánimos, ahí sentado, sorbiendo poco a poco aquel dulce y ardiente café. No sentía la sombra del cielo echada a horcajadas sobre mí, ni la brutalidad del viento y de la lluvia queriendo destrozar mi debilitado cuerpo. Empecé a alegrarme pensando en las cosas que iba a hacer cuando llegara a París. Siempre había estado muy en contacto con la cultura francesa. De pequeño había vivido seis meses en París y seis meses en Grenoble seguidos. Después había estado un mes en Niza. En esas ocasiones había asistido al colegio. También había pasado veranos y navidades en París, Toulouse y Angers. Y ahora volvía. Una amiga de mis padres, Françoise, pintora, había accedido a cederme su estudio en el Boulevard du Montparnasse por 10 días. Era un sitio minúsculo que ella utilizaba para guardar un montón de cosas, entre otras cuadros y material de pintura; el octavo piso de un cochambroso edificio sin ascensor. Mi padre, mi hermano y yo ya habíamos pasado unos días en él, cuando en mi infancia todavía se sublevaban sentimientos románticos y fantásticos que confieren vida hasta a las cosas más pequeñas. Recientemente, Françoise me lo había descrito como lo recordaba: atestado de cosas. Además, no había agua caliente, ni ducha, ni calefacción. Sí había, sin embargo, un baño comunitario, en el pasillo. A decir verdad, estas cosas ya las recordaba, o, mejor dicho, recordaba los hechos, pero no atinaba a cargar con imágenes esos hechos.

Pensando en estas cosas me quedé dormido, de nuevo. Y de nuevo tuve un sueño. Lo único que recuerdo de él es la imagen petrificada de una pintura, inventada, seguramente. Mis ojos recorrían su tela antigua y lo que había grabado en ella. Se trataba del dibujo de un pueblo. Había una procesión que bajaba por su calle principal y se internaba en un bosque. Éstos portaban antorchas y vestían con harapos descosidos y sucios. Sus caras ensombrecidas eran brutales y se adivinaban pesadas, cargadas de mucho odio o mucha cólera. Había una iglesia al fondo, cuyo campanario rasgaba la línea del horizonte, bañada de rojo por el crepúsculo. El campanario era alto y podía verse tañer sus campanas negras. Había yo pasado mi mirada repetidas veces por el campanario y había algo que no me gustaba, pero aún no me había dado cuenta. De nuevo, volví a prestar atención al campanario, y fue entonces cuando pude ver un par de puntos blancos envueltos por una figura oscura. Había alguien encaramado arriba que estaba haciendo tañer las campanas. Casi no se distinguía, siendo como era la figura oscura como el color de las campanas, casi no se recortaba. Sí se distinguían bien, cuando se prestaba la atención adecuada, sus ojos, y ya no te los podías quitar del pensamiento. Cuando contemplé aquella viva imagen del horror, sentí un agudo pitido en la cabeza, como un grito atroz, de esos que salen del espíritu cuando pasan cosas que no deberían pasar, como cuando dejamos la luz de la cocina encendida, y nos ausentamos un momento en nuestro dormitorio para hacer algo, y cuando volvemos la luz de la cocina está apagada, aunque luego descubramos que alguno de los fusibles ha saltado.

De nuevo me desperté bruscamente, y mi cabeza me estallaba. Miré a la pantalla y ya estaban haciendo las últimas llamadas a los pasajeros de mi vuelo para cerrar la puerta. Salí disparado de mi asiento. Mis rodillas me temblaban, mis ojos llameaban de puro ardor, sentía mi carne crepitar, abrasarse con una asfixia de vértigo. Sudaba, además. Llegué por fin a la puerta, a tiempo, y entré en el avión. Estaba todo el mundo ya sentado. No muy lejos de la entrada pude encontrar un hueco para mi maleta, y un asiento junto a la ventanilla. Cuando el avión empezó a moverse sentí que algo mío se quedaba allí. Recé para que fuera mi enfermedad.

El trayecto duró poco, una hora, me parece. No sentía el tiempo, tan sólo un vendaval de emociones. Creo que deliraba a cada turbulencia. El avión no paraba de moverse debido a las lluvias y a los vientos, y siempre que me asomaba a la ventanilla podía ver el mismo paisaje desolador: cordilleras inmensas de nubes negras. Fuimos alto, pero no conseguimos deshacernos de la manta de nubes, casi humo, y nos desplazamos en ese submundo oscuro todo el tiempo. No había luz, no se tenían noticias del sol.

Llegamos a París y yo seguía delirando, cabeceaba también de un lado a otro del asiento. Temblaba de frío, las azafatas no pudieron hacer nada. Nos bajamos del avión y entramos al aeropuerto a través del inyector. Fui a comprarme el ticket del RER y tuve que hacer cola. Comprado, fui volando hasta el andén donde ya estaba esperando el tren. Dejé mi maleta en el compartimento de arriba y me senté, otra vez dispuesto a esperar. El viaje duró media hora y fuimos siempre por debajo de tierra. Me apeé en Denfert Rochereau y salí a la calle con mi maleta. Saqué la carta de Françoise, que empezaba con “Cher Alexis”, y donde me indicaba cómo llegar desde la estación a su casa. Era más fácil de lo que esperaba, sólo tardé un tiempo en encontrar la calle Froidevaux. Cruzaba todo el Cementerio de Montparnasse hasta cortar por la Rue Fremat y desembocar casi en seguida en la Rue Cels. Me sabía el código de la puerta, así que tan sólo tuve que entrar y llamar al telefonillo.

En París no llovía, pero era el mismo cielo y el mismo viento demoledor. Françoise bajó a recibirme y se alarmó por el estado en el que me encontraba. Me ayudó a subir los cuatro pisos y en seguida que hube dejado mi abrigo y mi maleta me hizo sentarme, y me preparó un té caliente. Me tomé otro ibuprofeno y le dije que me llevara de inmediato al estudio, que tenía que reposar lo antes posible. Tuve que negarme rotundamente, varias veces, a salir a cenar algo. Le expliqué lo mejor que pude que no me encontraba nada bien y que precisaba descansar, que ya habría tiempo para que saliéramos a cenar otra noche. Entonces me volví a poner el abrigo y a coger la maleta y nos precipitamos a la calle. Françoise no estaba muy contenta de cómo habían sucedido los hechos, se esperaba algo diferente, sin duda, pero también cabe decirse que ante todo era una mujer comprensiva y bondadosa.

Llegamos a la Avenue du Maine y luego bajamos por la Rue de la Gaîté, cortando en dos Edgar Quinet hasta la Rue du Montparnasse y saliendo por fin al Boulevard du Montparnasse. Andábamos casi sin hablar. Hacíamos observaciones banales acerca del tiempo. La noche se nos había echado encima por completo y en cierto modo, a pesar de mi enfermedad, me sentía contento de haber llegado y de poder entrar ya al estudio. A medida que nos acercábamos, sentía el viento enroscarse en torno a mí a la vez que el tamtam del pecho se hacía más ominoso, cada vez más lacerante.

Llegamos a la puerta, entramos, recorrimos la entrada y un patio y empezamos a subir los ocho pisos. El edificio representaba uno de esos ejemplos manifiestos de qué hace que una construcción como ésa se mantenga en pie. Sin duda alguna, el más leve terremoto dejaría destrozada la cara de París, llevándose por delante gran parte de esos edificios antiguos. La madera de las escaleras crujía fuertemente, como la leña en la chimenea, y seguía preguntándome cómo podía seguir subiendo en el aire, sin desbaratarse y caerse de un momento a otro.

Todo empezaba a cobrar carne y sangre, cuerpo, en mi memoria. El color verde claro de la cenefa de la entrada, la misma forma de la entrada, y el patio, y las escaleras, y el pasillo oscuro donde nos internábamos. Françoise iba delante, internándose entre las sombras. Su francés, lleno de indicaciones, se elevaba en el pasillo y retumbaba en la bóveda del mismo. Nos detuvimos ante la última solitaria puerta, que abrió con dos giros de llave, dejando ver su interior a un golpe de interruptor. Entonces todo se detuvo. Había una canción de cuna anidada dentro de cada objeto. El cuarto lleno de cosas, más atestado aún que en mi memoria, pero igual de poderosa la imagen al fin y al cabo; mal iluminado, con una pequeña ventana por donde podía ver las luces azules de la tremenda mole de la torre de Montparnasse, como gigante negro que se niega a desvanecerse en la tormenta de nubes negras. “Va a llover, más vale que no abras la ventana”, me advirtió Françoise. Le dije que no se preocupara, que me dejara ahora descansar un rato a solas. El suelo de madera tenía gran parte de su pintura amarilla despintada por el paso de los años. Cuando se fue y cerró la pesada puerta de metal comprendí que existía un silencio milenario en ese cuarto. Un silencio sagrado de polvo que entornaba sus ojos juguetones, cansados y viejos, por entre las mil y una cosas que abigarraban el espacio, reduciéndolo al mínimo, a la unidad de una persona. Me di la vuelta y contemplé la puerta. Había una suerte de inscripción en un papel, en español, que decía: “ya estabas aquí antes de entrar y cuando salgas no sabrás que te quedas”. La enigmática conjunción de esas palabras borgianas me dejó impotente, desataron el tamtam de mi pecho con más fuerza aún ante una idea: Freud decía que lo siniestro es aquello que conocíamos pero que hemos olvidado. En este sentido había algo de antiguo en esas palabras, algo que remitía bruscamente a mi infancia, algo que me decía que, en el fondo, yo nunca había dejado ese cuarto. Esa fantasía me agobió. Empecé a sentir el garrapateo de la lluvia en la minúscula ventana, y me di cuenta de que aquel silencio inamovible se empezaba a llenar con los sonidos de la calle. Me asomé y apenas vi las luces encendidas de Le Dôme y de La Rotonde, ambos en sendas esquinas de la calle. Algunos coches pasaban y escasos transeúntes se apresuraban a sus hogares armados con paraguas.

Me volví y una incontrolable tristeza inundó mi ánimo, reforzando mi fiebre y la intensidad del dolor que tomaba mi cuerpo. Me pregunté si tanta melancolía no sería perniciosa. Pensé en apagar la luz y acostarme, y dejarlo todo para mañana, cuando la tormenta hubiera pasado y volviera a ver el sol. Cuando me dirigía al interruptor, mi mirada fue cayendo sucesivamente sobre una serie de cuadros colgados en la pared. Había uno que estaba escondido tras varios atriles, y que tenía además una tela gris que lo cubría. Cuando me deshice de los obstáculos pude ver con terror la pintura de una procesión negra desde la calle principal de un pueblo hasta las lindes de un bosque, en cuyo campanario unos ojos blancos e infernales gritaban en mi mente el mismo grito de miedo infantil y ancestral envueltos por una figura oscura que no conoce del tiempo.

 


Ilustraciones:
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Alexis Castro Peñalva (Sevilla, España, 1986). Se ha dedicado indistintamente al cine y al periodismo. Desde 2012 vive en la Ciudad de México, donde colabora con diversas revistas y medios culturales.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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fecha de la última modificación 10 de abril de 2024.

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