Para Rodolfo Merino


Siempre lo quiso desaforadamente. Apenas abría la puerta corría hasta su cuerpo tibio para abrazarlo y escribir un verso sobre la piel de su pecho. Esperaba a que dieran las ocho treinta y escuchar el perro ladrar antes de que sintiera el giro de la llave. Salvador paraba el disco de Schubert. Las corcheas que invadían la sala caían tristes como gotas de lluvia también triste. Se hacían agua. Agua bendita que mojaba la alfombra. Otra vez escuchando música de iglesia, diría con su voz recién llegada. Sabe que el Cromañón detesta encontrar todo mojado. Prefiere la aridez del silencio, lo áspero como la piedra pómez, lo seco como la carne que se orea al aire.

Corre a la cocina, trae una taza con agua caliente. Humeante. Siempre ha querido ser un pedazo de hoja y sentir el burbujeo de esa agua pasada por la flama. Siempre ha querido soltar su color en una taza con agua hirviendo, soltar su extracto, dejarse ir a pesar de que lo hagan composta luego de soltar todo su aroma.

En dos sorbos, el Cromañón termina su té. Salvador esconde el libro que habla de moléculas y hebras de ADN; esconde el Cantar de los nibelungos, esos nibelunguitos tan tremebundos. Lo escucha hablar. No sabe quiénes fueron ni los nibelungos, ni los chichimecas, ni los tarascos, ni los olmecas. Afuera hay luna llena, dice el Cromañón señalándola por la ventana. Cierra los ojos y duerme sobre el sofá. A últimas, Salvador le ha descubierto dos arrugas, una y una en cada sien, doce canas y menos ímpetus. Pone muy bajito “Ganímedes”, pretende que el Cromañón no lo escuche, que no interrumpa sus ronquidos que no son sino secretos camuflados.

Duerme, pero algo balbucea. Habla de oficios, de firmas, de largos correos electrónicos sin posdata, ni dirección postal, ni timbre engomado. Salvador por poco olvida el olor de la oficina de correos. Dónde conseguir goma a esta hora, para adherirse a la piel del Cromañón y cruzar océanos y nubes como un sobre viajero. Salvador corre a asomarse al cráter de su boca. ¿Qué más ha de decir?, ¿que me quiere?, ¿que piensa en mí?, ¿que me tiene como pendiente próximo en el bloc de notas de su escritorio? Pero nada. Sólo extrae petróleo de ahí dentro, diez trozos de piña, dos uñas mordidas, una helicobacter pylori y media pastilla de ranitidina. No sabe quién demonios fue Ganímedes, se dice Salvador en voz alta para sentirse acompañado. Quiere escribir en un papelito todo lo que ignora para metérselo por el oído izquierdo hasta llegar a su cerebro… La fecha de mi cumpleaños, el día en que lo conocí, que los Andes no son lo mismo que los Alpes, que los rusos también escribían novelas, que el Directorio francés no necesariamente es la sección amarilla y que la Luna no sólo es diosa, sino además satélite y espía.

Quién sabe si el Cromañón pasó por el bachillerato. A lo mejor compró su título universitario y lo colgó en su oficina. Pero eso no importa. A Salvador le importa que lo quiera. Que tome el té con él los sábados por la tarde, que beba café con pan por la mañana y fume luego de hacerse de amores bajo la vánova que cubre la cama. Cuando está solo, suelta dos lágrimas cada cuarto de hora y las guarda en un vasito tequilero. Al otro día ya no estarán y por eso posterga su llanto hasta ver a los granitos de sal formar figuras. Prende una varita de incienso y deja que Schubert riegue su agua bendita por toda la sala hasta dejarla mohosa y sucia como pila de iglesia antigua. De esas a las que Ganímedes no entra porque teme que ese dios amorfo que habita en ellas lo rapte y lo cuelgue en agonía.

Da la medianoche. Salvador siente que la mitad de su vida ha sido llanto. Veinte diarios fechados y constantes no lo dejan mentir. Le duele la espalda, siente cómo se parte su columna, como si un desarmador llegara hasta su médula haciendo cortocircuito. Se tiende sobre la mesa. Hasta eso que el Cromañón se leyó el Manual de Carreño y no tiene malas maneras. “Saluda y sonríe”, “tira el chicle”, “no silbes”, “no corras a media calle”, “no llames mucho la atención”, “no te acuestes sobre la mesa”... La mesa es dura, tan dura como la vida a ratos. Pero tanta dureza hace que el dolor ya ni se sienta. Por eso los muertos descansan bien sobre ellas. Quisiera quedarse ahí, tendido, cerrar los ojos. Encender cuatro velas, una en cada esquina y hacerse el muerto, no sentir. Escuchar lejanos los ecos de oraciones falsas, escuchar que fue bueno y merecer el cielo aunque él mismo se niegue a entrar. Desea con ansias leer eso que Virgilio vislumbró en el arco, no quiere ver nubes ni estrellas. Ya vio de más. No quiere cruz de cal, detesta barrer esos pedacitos de hueso regados por toda la casa; no quiere flores que no sean cempasúchil. Lástima que esté aún tan lejos octubre. Quisiera ser hoja de tabaco puesta al sol, triturada y liada en papel arroz. Luego el fuego, luego el humo, luego las cenizas que habiten los alveolos del Cromañón para llenarlos de hollín. Dejarlo sin aire, sin respirar, sin roncar. ¡No más ronquidos! Esos ronquidos que han coloreado sus ojeras; que raspan el alma, como la piedra pómez, como el agua maldita que erosiona las pilas de las iglesias, como la piedra porosa del lavadero que desgasta las sábanas y las manos. Salvador duerme. Schubert se oye bajito, muy bajito. No llueve adentro, nada se humedece. Ni los besos. Una de las cuatro veladoras alcanza la aspereza de la alfombra. Esa alfombra árida y seca que no se alcanzó a mojar.

 

 


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Antonio Jiménez Ochoa (Ciudad de México, 1989). Estudió en la Facultad de Medicina de la UNAM, es médico pasante y realiza su servicio social. En 2011, su cuento “Civet de jabalí” obtuvo el primer premio en el concurso Punto de Partida. Actualmente se dedica a la docencia y a la biología del desarrollo.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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