Siempre hemos leído [el Lazarillo] como una obra anónima,
Dijo Nietzsche —y yo me adhiero— que es más fácil quebrar una piedra que un prejuicio. No voy a detenerme en la historia de la conformación de los saberes ni en la generalidad de la episteme, menos aún en las reglas que determinan el orden del discurso académico. Sé que tal empresa es farragosa y hasta imposible. En esta nota me limitaré comentar una noticia fundamental, una investigación ya no tan reciente que, para nuestra tristeza, sigue siendo desconocida o ignorada en buena parte del ámbito literario latinoamericano1: desde el año 2002 se conoce al autor del Lazarillo de Tormes. difícilmente se hallará un libro más corto en páginas y más largo en problemas […] motivados por nuestra ignorancia del contexto personal, histórico e intelectual en que se gestó la obra. […] El libro, sin ir más lejos, aparece huérfano de padre, sin nombre de autor. […] Así, el Lazarillo se ha prohijado a un ilustre fraile jerónimo, Juan de Ortega; a tan conspicuo hombre renacentista como don Diego Hurtado de Mendoza; al espiritual Juan de Valdés; a un ingenio toledano de segundo orden, Sebastián de Horozco; al gran humanista Hernán Núñez de Toledo, y a una revuelta colección de otras figuras. La situación es claramente nebulosa: proponer un autor para la obra no sería sino transitar, de nueva cuenta, el fatigoso sendero de traer padres —name dropping— putativos para un huérfano destacado. Bajo dicho contexto, presentar un nombre cualquiera no tendría nada de novedoso; es más, podríamos considerarlo, a primera vista, como arrogancia juvenil, profesionalismo naïf e incluso mezquina y enervante tomadura de pelo. Sin embargo, en esta ocasión las cosas son diferentes. A partir de reconstrucciones históricas, de la lectura de los diálogos de Alfonso, de su profusa correspondencia y de sus probables lecturas, Navarro Durán proporciona datos exactos y difícilmente rebatibles sobre la paternidad de la obra del conquense. Su examen de ADN, publicado por Gredos en 2003 bajo el título de Alfonso de Valdés, autor del Lazarillo de Tormes, que a la fecha ha obligado una segunda edición con un apéndice de casi 100 páginas, parece ser definitivo. No es de extrañar, desde luego, el escozor que ha causado —entre especialistas estólidos acostumbrados a la tradición y la involución— el descubrimiento de Navarro. De suyo resulta difícil actualizar saberes que gozan el estatus de creencia, y todavía lo es más si determinados descubrimientos vienen de mano de un colega vivo, mujer, sin la fama mediática de un Rico y sin el soporte de una opinión añejada (¿arranciada?) por el tiempo. En pleno siglo XXI aún no superamos del todo la pedagogía medieval: la palabra del maestro sigue siendo la única verdadera, la voz que suena. De ahí que su investigación no se conozca en la medida necesaria o, peor todavía, sea olímpicamente ignorada. Dice la autora en una entrevista al respecto de cómo fueron recibidas sus tesis:
Y Goytisolo escribe en el suplemento Babelia de El país del 26 de julio de 2003: Muy recientemente, los argumentos de Rosa Navarro Durán tocante a la autoría del Lazarillo fueron acogidos en el mundo oficial con un silencio reprobador en lugar de ser debatidos o refutados por quienes en voz baja los descalifican. […] La importancia de una obra se mide frecuentemente en España por el silencio atronador que suscita. Se habla de ella en privado, se la descalifica en tertulia, se alude de pasada a su inconveniencia y aventurerismo: quienes la admiran, callan, y sus detractores no exponen sus razones, si las tienen, por escrito. Como se dice en la detestable jerga de hoy, nadie mueve ficha. La publicación del libro de Rosa Navarro Durán, Alfonso de Valdés, autor del Lazarillo de Tormes (Gredos, 2003), es un buen ejemplo de lo que digo. La conclusión a la que llega la autora después de un espléndido ejercicio de erudición, cotejo de fuentes literarias, análisis del contexto histórico de la época y un raciocinio que no excluye la imaginación necesaria a toda empresa creativa, habrá desprendido sin duda muchas hojas caducas del árbol de nuestra cultura oficial y académica.4 Es una certeza: el cambio en los paradigmas siempre ocasiona resistencia. A todos aquellos que lejos de alegrarse con este dato neurálgico se ponen verdes de envidia o lo desdeñan por considerarlo pasajero, sólo me cabe recitarles un par de citas. Una del físico teórico T.S. Kuhn: “Las transformaciones paradigmáticas constituyen las revoluciones científicas y la transición sucesiva de un paradigma a otro por medio de una revolución es el patrón usual de una ciencia madura”5 y otra, menos densa, de Chesterton, extraída de su ensayo “La estrechez de la novedad”, en donde apunta que “el defecto de una teoría puramente progresista, lo mismo en la ciencia que en la literatura, radica en esas personas que hacen las cosas para cambiar y luego hablan como si el cambio fuese incambiable”.6 Es necesario recordar que los saberes evolucionan, que las certezas se dinamitan y que lo único estable son los cambios. La dialéctica, convulsa como es, permea todos los aspectos de nuestro mundo. La noticia es dura. Estábamos acostumbrados a ver el Lazarillo como una obra anónima. Ahora sabemos que hubo cuestiones políticas y hechos confusos que originaron la negativa del autor para otorgar su apellido. Dicho tema, también estudiado por Navarro, por el momento no nos atañe.
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Rafael Toriz (1983) es ensayista. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas (2003-2004) y del Fonca (2006-2007). En 2004, obtuvo el Premio Nacional de Ensayo "Carlos Fuentes". |