De regreso del trabajo, el taxista cambiaba de estaciones intermitentemente, un maratón de frecuencia modulada. Rafael, Rafa para los amigos, estaba sentado detrás del asiento del copiloto y contemplaba, un poco sin saberlo, la ciudad oscura que los envolvía a él y al auto de cuatro puertas. Al séptimo cambio de estación, Rafael estuvo por pedirle al taxista que escogiera una y que por favor dejara de cambiarle. No lo hizo. El taxista parecía por fin haber encontrado algo de su agrado, The Beatles, “I feel fine”.

cuento-todos_los_vecinos2.jpgTamborileando los dedos contra sus rodillas mientras veía por la ventana derecha, Rafael pensó que la canción podría referirse a él y a Carolina, Caro para los amigos, que por este momento parecían recuperarse de los problemas financieros, lo que repercutía débil pero directamente en la cantidad de veces que hacían el amor.

Recién comenzaban a vivir juntos, sin ningún lazo que los atara legalmente, sino más bien unidos por una argamasa de tiempo y situaciones que tenía a bien ser un nexo cómodo, estático a la vez que seguro. Ninguno de los dos sabía exactamente qué cosa, qué fecha, qué acción o contrato los había llevado a afrontar juntos la mala racha con el dinero, pero fuera como fuese, ambos pensaban que por el momento las cosas marchaban, y así estaba bien.

El taxi salió de la vía congestionada en la que había circulado por unos quince minutos, la radio captaba “A hard day’s night”, mientras Rafa miraba el taxímetro pensando que el viaje se estaba haciendo más caro de lo normal. Cinco, tal vez diez pesos extra era lo que marcaban los números rectangulares y rojos junto al espejo retrovisor. Maldito tráfico.

Tal vez, pensó Rafael, debería pedirle que subiera un poco el volumen. Descartó la idea inmediatamente. Todo sea por evitar una plática vacía, errática. Mejor no, mejor escuchar el extraño ruido que hacía el taxista con la nariz o garganta cada quince, cincuenta segundos. Sorbía. A Rafael le molestaba mucho, pero mejor eso a una plática desencadenada por el simple hecho de pedir que le subiera a la radio. ¿Le gustan los Beatles?, todo comenzaría ahí, y luego memorias, luego problemas con la mujer, tráfico, marcadores, partidos. Así sería. Todo por subir el volumen. Demasiado riesgo y mejor volver a Carolina y la sonrisa con que se levantaba por la mañana, y su bata roja imitación seda, y más tarde café negro con un poco de leche en una taza sobre la barra de la cocina.

Por fin había llegado a casa. Pagó la cuenta del taxi, siete pesos más cara de lo normal, y el buen ánimo derivado de las canciones lo llevó a ceder cuatro pesos de propina cambio que cerraban la cantidad. El taxista sorbió de nuevo, “gracias”, dijo y Rafa miró cómo se alejaban en segundos las luces traseras del auto.

Abrió la puerta, caminó el pasillo hasta encontrar las escaleras barandal madera vieja, subir sin ruido, y antes de entrar al cuarto se quitó los zapatos y calcetines. De la calle traes problemas, decía Caro, todos los traemos y vienen revueltos con el polvo que cargamos en las suelas. Quítate los zapatos antes de entrar al cuarto. Común acuerdo que como tantos otros funcionaba bien.

Al abrir la puerta se dio cuenta de que Carolina seguía despierta. Tenía un libro entre las manos y por lo tanto tenía puestos sus lentes de lectura. La hacían ver tan vieja esos lentes, tan terriblemente mayor. Rafael, en secreto, prefería mirarla lo menos posible en esas ocasiones.

Saludó y Carolina, medio cuerpo bajo las cobijas, camiseta protegiendo pobremente los senos de la transparencia provocada por la lámpara madera vieja sobre la mesita de noche, devolvió el saludo.

—Me voy a lavar los dientes, desde la hora de la comida que no me los lavo. Se me acabó la pasta en el trabajo.

—Está bien —respondió una Carolina envejecida increíblemente por el par de cristales frente a sus ojos que gracias a la luz pálida de la mesita de noche reflejaban letras del libro entre sus manos.

La respuesta de Carolina, no, más bien, el diálogo casi ensayado le recordó a Rafael algo sobre la plática con el taxista. Dos posibilidades chocaron en su mente, (la primera) se había perdido de una buena plática esta noche dentro del taxi o (la segunda) Carolina la haría bien de taxista, al menos el argot profesional lo tenía dominado. Las posibilidades se esfumaron cuando descubrió que su reflejo en el espejo del baño tenía una mueca de incomodidad. Rafael juzga, mañana me llevo la corbata de grecas, mañana no me rasuro. Carolina, pensamiento sumido en el libro, se rasca involuntariamente la barbilla, se descubre suspirando y parpadea conscientemente. Caro, sentada en la cama, se talla los ojos de cansancio y sus dedos son magnificados por el discreto aumento de los cristales. Ella y él bostezan al mismo tiempo.

Rafael sale del baño, se limpia los pies y se mete en las cobijas. Cierra los ojos y sus párpados captan aumentada y distribuida la luz amarilla de la lámpara del lado de Carolina.

—¿Mucho que leer?

—¿Te molesta la luz?

—No realmente, sólo quiero saber si tienes mucho que leer.

—Tres capítulos más —responde Carolina que para ese entonces mira desde arriba la cara ojos apretados medio iluminada de Rafael—. ¿Seguro que no te molesta la luz?

cuento-todos_los_vecinos1.jpg—En realidad sí me molesta, —responde un Rafael que se queda dormido inmediatamente después de terminar su frase. Molesta, molesta luz. Lentamente, m o l e s t a.

Rafa no alcanza a escuchar la réplica de Carolina manos sudorosas apenas deteniendo el libro. Ella escucha su súbita respiración acompasada, subconsciente, y resopla. Vuelve a su lectura.


Rafael, en la oscuridad, siente que Carolina sábanas cansadas se levanta de la cama. Creyendo que va al baño, Rafa, en esos momentos subconsciente Rafa, no piensa en preguntarle a dónde va, pero el tiempo pasa en los clics del reloj de pared junto a la puerta del cuarto, y algo en el metrónomo termina por hartar a los oídos del ya consciente Rafael que abre los ojos para descubrir una oscuridad ídem a la que le traían sus párpados. Aún en la penumbra, se sienta en la cama, medio cuerpo bajo las cobijas y espera por un lapso similar a dos, a diez minutos, el regreso de Carolina. Dentro de ese lapso, Rafa juzga tres cosas, (una) si Caro entra en este momento y enciende la luz, se va a espantar al verme sentado sobre la cama, (dos) de noche este cuarto es tan oscuro que no hay luz que se refleje en la liquidez de los ojos, (tres) los clics del reloj dirigen el ritmo de nuestra respiración mientras dormimos, hay que moverlo. Ella no vuelve.

Rafael se descubre con pocas ganas de volver a dormir, la frustración del intento fallido de reconciliarse con el sueño termina por despertarlo completamente. Rafael sábanas cansadas sale del cuarto sin encender ni una sola luz y desde el umbral de la escalera nota que la cocina sí está iluminada. Baja los escalones de manera que el ruido de sus pasos le haga saber a ella que está despierto. Se mete en la cocina y descubre el contorno de Caro bata roja entallada que se ha cambiado de ropa durante la noche. Sostiene una taza de la que sale un vapor agradable.

—¿Qué te pasa, por qué estás despierta? —pregunta Rafael tallándose el poco sueño restante de los ojos. Se sienta junto a la barra.

—Nada, no terminé de leer los tres capítulos hace rato. Decidí dormir y no leer el último, pero la ridícula culpa me ha despertado hace una media hora, aún no tengo ganas de seguir leyendo. ¿Te he despertado?

—No —mintió Rafael inútilmente. “Otro acuerdo inconsciente, otro punto del contrato”, pensó.

—Entonces por qué te levantaste. Vuelve a la cama, todos los vecinos duermen.

—No —respondió ojos clavados en la blancura infinita de la barra de la cocina Rafael.

—¿Por qué? —replicó ella muy de acuerdo al protocolo. Carolina en realidad no necesitaba una respuesta pero ese silencio frente a la prístina barra de la cocina era algo insoportable, como un dolor en la sien o una punzada en el estómago.

—¿Quieres ver una película? —preguntó ahora sigo con la mirada el recorrido de una hormiga sobre la barra Rafael.

—Por supuesto que no —dijo ella casi molesta—, tengo que leer ese último capítulo antes de que se acabe la madrugada.

—Claro, claro. Rafael casi la había interrumpido, “algo comparten sus palabras y nuestro metrónomo de pared”, pensó. Terminó por aplastar a la hormiga.

Carolina abandonó la ya no tan humeante taza sobre la barra. La fuerza del impulso infundido por su brazo al objeto produjo un sonido que llenó el lugar. Algo del líquido oscuro quebró la continuidad de nieve de la barra.

—El doctor me ha dicho que estoy muy enferma, y que pronto lo estaré mucho más.

—¿Cuál doctor? —respondió Rafael aspirando aire al tiempo que alzaba la mirada por primera vez desde que se había sentado junto a la barra—. ¿Estás enferma? —frunció el ceño—. ¿Qué tienes?

Carolina tragó saliva, apretó los ojos y unas lágrimas escaparon de inmediato.

cuento-losvecinos3.jpgRafael, que ya estaba parado, se acercó a ella. Carolina se movió en dirección de la escalera y Rafael se le puso enfrente. Con un movimiento simple, ella esquivó sus brazos y continuó su camino pasos rápidos, saltar de dos en dos los escalones, encerrarse en el cuarto en penumbras.

Rafael había seguido a Carolina hasta el cuarto pero para cuando llegó la puerta ya estaba cerrada. Tocó un rato mientras recorría su lista de frases de consuelo. No funcionó. Puro silencio, silencio puro tras de la puerta del cuarto. Clics del reloj metrónomo similares al ritmo con que Rafael tocaba la puerta.

Después de un tiempo sin respuesta, no, más bien después de sólo escuchar sollozos por respuesta y de que ninguna de sus frases ni sus repeticiones surtieran efecto, Rafael bajó la escalera y sin encender ni una sola luz se sentó frente al televisor.

Con el control remoto buscó una película, pensó por un momento que tal vez el taxista lo había traído a una casa equivocada, que tal vez si hubiera platicado con el chofer, él no se encontraría allí en ese momento. Cruzó los brazos mientras la luminiscencia azul del televisor impregnaba su cuerpo.

En sus respectivas penumbras, Rafael y Carolina alzan el brazo derecho y se dan un masaje en la nuca al mismo tiempo.


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Alejandro Camacho Orea (Tlaxcala, 1990). Es estudiante de la Facultad de Ingeniería de la UNAM. Obtuvo el primer lugar en el concurso Letras Muertas en el marco de la Megaofrenda 2010, con el cuento “Cortometraje 1”. Ha participado en talleres de narrativa con el maestro Orlando Ortiz, y de ensayo con el maestro Geney Beltrán.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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