Es un gran día para Yombawá, pues cumple cincuenta y dos ciclos solares y los miembros de su tribu, los yuricuas, celebran en su honor la ceremonia llamada payandá, el deleite.
Yombawá, y todos los hombres y mujeres de la tribu yuricua, pasan gran parte de su vida preparándose para la payandá. Hacen ejercicios que los mantienen sanos en cuerpo y mente. No basta la ardua actividad física derivada de la caza, la recolección y la agricultura. Los yuricuas no se permiten comer carne de cabra, res o pollo. Dice el benweti o maestro que esa carne está corrompida por los demonios. Los yuricuas además hacen reuniones nocturnas en las que, procurando respirar y exhalar al unísono, buscan sentirse uno solo.
Yombawá, fiel seguidor de las tradiciones de su pueblo, se ha mantenido sano. Al igual que el colorado mitombé, fruto sagrado cultivado por los yuricuas, Yombawá ha madurado. Está preparado para irse antes de descomponerse, antes de ser una carga para su familia y para su tribu. Se despide amorosamente de su mujer, de sus hijos, de sus nietos. Se despide de sus hermanos, de sus compañeros de caza. Se despide por último del benweti, único yuricua a quien se le permite morir de viejo.
Nungo y Solombé, los hombres más allegados a Yombawá, lo toman con fuerza de los brazos. Yombawá llena sus pulmones de aire y mira el cielo. Yombawá baja la mirada, y la sostiene en los ojos firmes de Yicare, su primogénita. Ella se acerca. Yombawá exhala y la joven atraviesa el plexo de su padre con el matae, la daga ceremonial. Yicare hace un tajo hacia arriba y hacia la izquierda. Entre Nungo, Solombé y Yicare lo destazan, reparten la carne. Yombawá será útil a su tribu por última vez. Para proporcionales alimento a sus seres queridos, para que sus iguales coman de él. Ahora Yombawá vivirá a través de ellos.