—¿Lo llevas? Me preguntaba la mujer de la librería Academia. Allí fue cuando me desperté.

Hasta entonces, ni bien había cruzado la festiva, jocosa y arlequinesca puerta de esa librería juvenil —encantada con muérdagos y luces y nieves de artificio y todas esas cosas—, yo me había sentido transportado como a un ensueño; si bien fuera un ensueño melancólico y triste, un vago susurro que me hacía recordar al viejo Miles Hendon, el personaje de Mark Twain, aquel leal y caballeroso y triste y melancólico hidalgo inglés del siglo XVI, cuando regresaba a su hogar. Y que, tal como lo contaba la leyenda del viejo escritor de Missouri, señalaba al fin —con ese pobre loco y mendigo a su cargo y buen juicio y que en verdad era el rey de Inglaterra— hacia su solar de Hendon Hall, su hogar. Yo escuchaba que el libro me decía, a través de los siglos, a través de mis ensueños:

Mi hogar…mi hogar…

—¿Lo llevas? —insistía la mujer de la librería.

Llegó el momento —pensé— de entender que hay cosas más importantes para gastar el dinero… Cosas más útiles. Cosas de Cultura.

—Realmente —dije al fin—, ejem, ejem, realmente, la Autobiografía de Mark Twain no es un libro muy estirado ni estimado ni erudito… Y yo, yo… Bueno, ejem, ejem… En fin: ¡los veinte euros! No vengo muy largo de bolsillos…

—Bueno —me dijo la mujer de la librería—, la verdad es que no es un libro que tú tendrías que leer en un año. Eres un profesional.

Mas la mujer hizo un gesto tolerante; y en ese mismo momento casi lamenté lo que me dijo entonces:

—Pero yo te lo reservo aquí. Luego me dices. Y con aspecto distraído, me despidió al fin sonriendo:

—Feliz Navidad.

Salí a la calle.

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Foto: Simeon. Fuente: www.sxc.hu
Era una noche fría. Parecía que iba a llover y las farolas iluminaban humildes e íntimos rincones de la ciudad; se veían extraños y misteriosos reflejos —como de fantasmas— en los escaparates de las sidrerías, en los charcos de las veredas, en los rostros de los transeúntes, en los queridos libros de la librería.

—Dickens… Dickens… Dickens… —me diría él, el pecho ancho como un océano y el rostro alegre como uno de sus cajones de manzanas. Recuerda ese nombre y tantos otros porque muy pronto volverás a leerlos; yo lo sé bien, ¡ja, ja, ja!, puedo leer tus pensamientos. Los leerás, chaval, sí, ¡ja, ja, ja, ja!, y no muy lejos en el tiempo, ¡ja, ja, ja, ja!

Brrrr… Pero bueno, así que les digo que seguía caminando —lento y sigiloso y furtivo y todo eso—; y entretanto, el humo de los bares, recuerdo, se levantaba como una fría neblina. Mas yo me detuve, una vez más, ante el escaparate de la librería: los libros parecían fantasmas entre la luz de las farolas. Unos fantasmas que yo creía que me estaban hablando de mi niñez, de mi pasado… No obstante, amigos míos, los libros también hablaban de mi futuro:

—Los libros, la verdad y la mentira —me diría él, repantigado en el jergón de la tienda y mordisqueando una manzana, más feliz que el otoño sobre las hojas muertas— no tienen edad.

Yo me fui al apartamento aquella noche.

La ventisca arreciaba: Tap, tap, tap… y tap y tap y tap…: resonaban mis pasos, por aquí y por allá, entre la densa niebla; y aunque me llegaba el agradable sonido de grupos de niños jugando y cantando villancicos, yo pude ver más allá, bajo aciagos edificios, sumergido en lo oscuro y en lo brumoso —extraña figura que tendrá que ver con esta historia si, amigos y amigas, habéis de tenerme un poco de paciencia y de buen oído—, ese extraño local: el pequeño bajo de los ultramarinos.

—Han pasado —me diría— treinta años desde que lo compré, ¡ja, ja, ja! Treinta años después: es un buen título para un libro, hijo.

¿Quién estaría allí?, solía preguntarme al ver el bajo; ¿qué historias de años y de muertes, y cuántas tormentas y soles han pasado por ese lugar?

En fin, esa noche caí en la cama: pesado como un yunque y además repitiéndome ese asunto que giraba como una veleta en mi mente y en mi corazón:

Mi hogar… Mi hogar…

Decidiré —me decía—, decidiré si compro ese libro mañana; mañana lo decidiré… y nada más. Dormí una noche fría y navideña.

Dormí… y luego, a cierta hora de la mañana, al fin abrí los ojos. Miré el calendario: decía que era el 24 de diciembre. Yo sentí que había algo raro en el ambiente, algo como un cuento de hadas.

Mas no tuve demasiado tiempo para pensar en ello porque… ese día lo iba a conocer a él.

—Tú ya sabes bien cómo me llamo —me diría—; o más bien dicho ya lo sabrás… Y lo sabrás no muy lejos, y no muy lejos en el tiempo ¡Ja, ja, ja, ja!

—¡Mi nombre —exclamaría con una horrible mueca— lo llevas ante tus narices, muchacho!

Llovía. Y también sobre los libros, sobre las viejas historias dormitando en los anaqueles: así que lo conocí en un día de lluvia; y tú, buen lector, sabrás que la lluvia es lo mismo que el mar para el llmirante y el azúcar para el pastelero, y si leer es algo un tanto solitario, habréis de saber que leer en un día de lluvia es algo doblemente solitario.

Y así miradme, miradme bien ahora; en esa tarde de lluvia cuando ya estaba otra vez en la biblioteca. Allí tenéis mi rostro grave y bajo el peso del grave estudio; quizá analizando alguna etimología, quizá las condiciones sociales que posibilitaron la literatura de la Antigua Grecia, acaso la subyacente filosofía agnóstica de los cuentos de Borges. Miradme bien, mirad mi rostro serio, ascético: mirad esa estatua de hielo… Miradme bien, pues estoy desnudo.

—Solía venir bastante a la biblioteca, cuando era joven –me dijo una vez. Quizá analizaba alguna etimología, quizá las condiciones sociales que posibilitaron la literatura de la Antigua Grecia, ¡ja, ja, ja!, acaso la subyacente filosofía agnóstica de los cuentos de Borges, ¡ja, ja, ja! Me he desnudado ante ti, muchacho, ¡ja, ja, ja!

Brrrr… Pues bien, el hombre que ese día venía en mi ayuda hacía ya sonar sus pasos sobre el suelo de la biblioteca. Entonces…

Entonces apareció él; así le voy a decir hasta que os lo haya de presentar mejor porque, en verdad, yo no lo conocía hasta ese momento: no hacía más de dos semanas que me había instalado en el barrio.

Y él susurraba, según recuerdo:

Foto: Hsara. Fuente: www.sxc.hu
—Dickens… Dickens… Dickens… —lo mismo que un niño con una golosina en los labios.

Era un hombrazo; todo un hombretón: alegre y jovial como el badurno rojo de la nariz de un payaso. Gordo como un tonel, y por demás a la legua se veía que la risa le salía más fácil que los dólares a nuestros chicos y camaradas de Wall Street —cofradía en la que, dicho sea de paso, bien que me gustaría estar en nómina— y fue así que, desenterrándose del pecho un vozarrón —que luego supe o creí saber que lo entonaba gracias a sus medianoches de vino en los ultramarinos—, como un capitán de barco en medio de una niebla, nos espetó:

—A ver, a ver, chavales, ¡a ver qué historias las que hay por aquí! —y luego soltó su emblemática risa: ¡ja, ja, ja, ja! —y lanzó una mirada decidida e implacable, hacia los libros. Historias, pensé yo entonces; ah, sí, historias. Y ni la bibliotecaria, ni algunos lectores de por aquí y de por allá, ni una muchacha que buscaba libros en los anaqueles, al otro lado de nuestro hombre misterioso: nadie… nadie lo saludó ni pareció caer en la cuenta de su presencia.

—Solamente tú y los libros —me diría varias veces, misteriosamente… Solamente tú y los libros me conoceréis, ¡ja, ja, ja!

Lo recuerdo revisando todo lo que allí hubiera en tinta impresa —sin entrar yo en razón acerca de que su rostro me resultaba, en algún sentido, familiar—; y siempre murmurando su inequívoco Dickens… Dickens… Dickens…, una y otra vez como un organillero; confiado y tranquilo igual que si estuviera en sus propios calzoncillos. Mas no penséis, ni por un momento, que nuestro encuentro fuera cosa para bromas; en efecto, recuerdo que se acercó a mí y que casi como el susurro de una brisa me dijo con ansiedad:

—Antes de morirme he de decirte un par de cosas… Para deciros la verdad, me pareció que entonces hasta los mismos libros soltaban la lengua y se dirigían a mí; de alguna de estas maneras:

—¿Vais a permitir —me decía, por ejemplo, Akaki Akakievich, el de Gogol, ganándose su sueldo de fantasma al fin y al cabo, y con ese capote en el brazo con las blancas nieves de todas las Rusias encima— que semejante individuo esté aquí?

—El asunto da lo mismo —afirmaba otro repentinamente. Aunque no puedo creer, —continuaba Mersault, el de Albert Camus, pues de él se trataba y además parecía muy contento de que no hiciera sol y de que estuviera lloviendo sobre la biblioteca, no puedo creer que este hombre esté aquí con nosotros. No dejo de reconocer que el hombre me es indiferente, aunque pensándolo bien, es cierto que también lo mataría.

O tal vez:

—Por mi parte no conozco mayor ambición que no tener ambiciones —murmuraba Macbeth exclamando de repente: ¿vais a permitir que este pingajo os perturbe de nuestra erudita compañía?

Y en fin, todos a la vez y todos a una:

—Estamos todos de acuerdo —decían abriendo los dientes de oro de sus letras de tapa dura: uno para todos y todos para uno: ese hombre es un inculto, un iletrado.

—Dickens… Dickens… Dickens… —continuaba el hombre, tenazmente hasta que…

—¡Canción de Navidad! ­ —exclamó al fin... aunque nadie lo escuchaba.

Ese título era sacrílego en ese lugar, y yo me lo tomé muy a pecho, pues, según mi juicio, leer más bien no era como la vida, sino que era la vida misma…

Mas el hombre tomó el libro lo mismo que un dependiente el sueldo, y con una tolerante sonrisa se caminó hasta un asiento y allí se sentó mientras por un momento yo pensé que casi crujieron y chirriaron los sólidos y silenciosos cimientos de la biblioteca. El estómago, me diría, es como los años: siempre crece, ya lo sabrás, ya lo sabrás, y no muy lejos en el tiempo, ¡ja, ja, ja!; así que bajó su blanca y vieja y nevada cabeza de lino hasta el libro y se enterró en la lectura como el avestruz en el agujero de la tierra o los tesoros que nunca existen en el fondo del mar.

—Hace un tiempo pensaba —me diría una noche— que leer no es como la vida, sino que es la vida misma. Por eso una vez leí la Autobiografía de Mark Twain, ¡ja, ja, ja! Sí, sí, la Autobiografía de Mark Twain. ¡Te conozco, muchacho, te conozco!

Recuerdo que tomaba un libro, lo ojeaba de pie, pasaba sus hojas, escudriñaba el título, lo regresaba a su lugar, exacto, preciso, matemático. Nunca parecía dejar huellas de su presencia. Nadie hablaba de él. Nadie reparaba en él… excepto, claro, los libros y yo.

Hablaba —ya en las medianoches de los ultramarinos— rápido y corrido como una ráfaga de viento; y parecía no tener mucho tiempo que perder. Recuerdo, en fin, ese día en que se trajo una Biblia hacia el rincón de la tienda donde yo me había guarecido: ahí yo apretaba mi pipa con un aspecto desolador y allí escuchaba las lentas quejas de la noche, creía yo; y entonces él, con una mano ajada y temblorosa que dejó yacer en el pesado y viejo libro, me dijo esto… con algo parecido al susurro de un moribundo:

—Pronto lo sabrás: despareceré igual que si me muriera. Mas durante treinta años has de acordarte de mí: te lo puedo jurar, ¡je, je, je, je!

Reírse era una característica suya:

—Siempre me río ­—decía, en efecto. Aprendí a reírme hace treinta años, cuando era como tú pero por fin dejé de leer esos aburridos libros, ¡ja, ja, ja! —y solía agregar entonces: Has de saberlo cuando compres ese maldito libro; yo bien que te lo puedo jurar, ¡ja, ja, ja!

Jamás le había comentado sobre la cuestión de la Autobiografía de Mark Twain.

Leía libros de Dickens, Stevenson, Mark Twain; libros que yo tenía olvidados como el cuento de los Reyes Magos. ¿Creéis que le daba vergüenza?, ni una pizca:

—Los leía en la infancia y en la juventud —me susurró esa misma noche en que juró sobre la Biblia; y que además fue especialmente lúgubre y siniestra, con grandes borrascas y vientos—, antes pensaba ser profesor —continuó diciendo, mientras a mí casi se me cae la pipa de la boca— hasta que compré la tienda de ultramarinos, ¡ja, ja, ja!; te lo puedo jurar sobre la misma Biblia: yo puedo leer tus pensamientos como si los míos fueran, podéis creerme, hijo, ¡ja, ja, ja!

Nunca llevaba los libros; nadie hablaba de él.

Por alguna razón que no quiero meditar, tampoco yo quería hablar de él con nadie.

—Vendrás —me dijo una vez, acercándose a mi mesa de lector– a la medianoche a mi tienda.

Yo me dispuse a preguntarle su nombre mas él dijo, con una horrible mueca, igual que si leyera mis pensamientos:

—¡Mi nombre —exclamó— lo llevas ante tus narices, ja, ja, ja, ja!

—Sé que eres nuevo y nunca has ido a esa tienda —añadió, con aire distraído. Pero a mí puedes venir a visitarme… a la medianoche.

Así que yo, rodeado por brumas y a veces por la débil luz lunar, golpeaba (creía golpear) en la persiana cerrada, escuchaba el saludo del hombre: Hijo, pasa, pasa, nunca es tarde para aprender a leer, ¡je, je, je! Y ya dentro, yo estaba como hipnotizado por su voz, y hasta las manzanas y las peras, e incluso las castañas y las avellanas y las nueces parecían conmoverse ante las historias que relataba mientras yo comprimía el tabaco de mi pipa.

Me parece verlo todavía, en las noches más gélidas, durante las dos semanas en que según creí duró nuestra relación, mientras yo intentaba desentrañar inútilmente todos sus misterios; lo veo hablando de naufragios como si el propio viento del mar estuviera en su rostro; lo recuerdo caminando a oscuras, divagando acerca del puerto de Gijón y de fantásticas olas rompiendo en el muro, e imitando algún personaje grotesco y haciendo sonidos de vientos y tempestades e insólitos naufragios en la boca.

Y tenía allí, claro está, mezclados con las golosinas, los refrescos y las escobas, a sus viejos libros; y al verlos, él me preguntaba qué estaba haciendo y yo le decía: intento escribir un libro.

Me contaba que él también intentaba escribir un libro.

—Desde hace treinta años lo intento—agregaba siempre con su rictus misterioso—, treinta años. ¡Ja, ja, ja! Como tú lo intentarás, ¡ja, ja, ja!

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Foto: Neopicture. Fuente: www.sxc.hu

Y a veces decía:

—Ah, en los tiempos futuros tendréis cosas extrañas, allí ya no veréis libros, no veréis ni papeles ni tinta impresa… Pero sí estará tu tienda de ultramarinos, hijo, ¡ja, ja, ja! ¡Yo te lo juro! ¡Ja, ja, ja!

Dormía allí (yo creía que dormía allí), en la misma tienda, en su pequeño jergón: alguna vez has de dormir en un jergón, solía decirme, entre peras, manzanas y nueces, ¡ja, ja, ja, ja, te lo prometo! Cuando yo me iba (cuando yo creía irme de allí) hasta la medianoche siguiente, podía escuchar sus ronquidos, pues decía que allí dormía, mezclados en el viento; mas a veces me murmuraba: dormir es bueno, y en verdad ahora mismo estoy durmiendo y soñando contigo… acaso tú seas un sueño mío, acaso yo un sueño tuyo…

Solía decir al respecto que una vez se le ocurrió ir a cierta época y a cierto lugar, mas ello era imposible. Excepto, según decía, en la mente:

—He viajado con mi mente —decía. Puedes ir a los lugares que quieras con la mente… Puedes ir al tiempo que quieras soñando… y puedes ver a quien quieras —me explicaba con una mirada singular— solamente con tu mente; puedes viajar treinta años atrás o treinta adelante, te lo puedo jurar sobre la Biblia, ¡ja, ja, ja, ja!

Qué raro, pensaba yo ante todo ello; y luego arriba, en mi apartamento, todavía veía (o más bien creía ver) la luz del fuego de sus brasas en la tienda, a veces a través del granizo.

Por demás, no toleraba despedirse de mí cada medianoche:

—Nunca nos separaremos —me decía en esas ocasiones— pues ambos leímos la Autobiografía de Mark Twain, ¡ja, ja, ja!

Eran extrañas palabras, y no necesitan de ningún otro extraño comentario por ahora.

—Yo empecé a ser feliz —agregó un día, no obstante— cuando compré la Autobiografía de Mark Twain… y entonces fue cuando volví a mi hogar.

Cerré el libro como quien cierra la tapa de un ataúd; me encajé la bufanda en la boca y salí de la biblioteca, luego de haber escuchado una vez más en mi mente esas palabras del hombre misterioso, y así me dejé tragar por el frío y la lluvia de la ciudad. Pensaba en ir a los ultramarinos pero eran solamente las ocho de la tarde:

Por alguna razón nunca acudía a la tienda de los ultramarinos en otro momento que no fuera la medianoche.

Me dirigí al centro, donde en el aire todavía sonaban los acordeones navideños de los rumanos, cerca de correos. Estaba harto de los libros, aunque yo seguía escuchando la voz del hombre, en las noches de los ultramarinos, como una nana de cuna. Y mientras, las calles brillaban con las farolas. Y las veredas estaban húmedas. Y yo parecía bailar entre los charcos de agua. Y entonces lo veo a él… bajo la sombra de los árboles: reía a carcajadas, y nadie, ni los rumanos que conversaban bajo los aleros de un gran mercado, parecía reparar en mi nueva amistad. Recuerdo, nunca dejaré de recordar, su rostro reflejado en las luces de la ciudad; y mientras, yo me preguntaba, otra vez, de dónde me era familiar su rostro. Mas apenas esbozado este pensamiento, le escuché decir:

Acaso yo pueda ser un sueño tuyo, o acaso tú un sueño mío; acaso yo estoy soñando que estoy aquí, y acaso tú también sueñas que estás aquí, ¡ja, ja, ja, ja!

Y agregó, casi en la sombra, entre el débil reflejo de la luz eléctrica:

—Pero ya estoy cansado de soñar, y ahora he de despertarme… Ahora tienes veintiocho: cuando tengas cincuenta y ocho años soñarás, vendrás aquí con tu propia mente… pero te encontrarás solamente con un muchacho –y se fue en la oscuridad, bajo la extraña luz de las farolas.

Apreté el paso, lo seguí: ya no estaba.

Me quedé parado, alelado, tieso de horror; y luego caminé hacia atrás, como si hubiera visto un espectro y me alejé lentamente, al paso de los acordeones, del taconeo de la gente en las veredas relucientes… y con aquel rostro en las tinieblas que había desaparecido, aunque no por última vez en mi vida.

Esa noche me acosté con sueño, con mucho sueño. Era una noche fría, parecía que iba a llover —y abajo, en la tienda de ultramarinos, yo no vi luz alguna—; entonces me dormí profundamente. Me sumergí como en un sueño conocido, uno que ya hubiera soñado; un sueño en el que ni el viento ni la noche ni mis ensueños —comprar el libro o no— me eran extraños.

Luego, en el lapso de un parpadeo, abrí los ojos y sentí el frío como un cuchillo glacial. Estaba en mi casa, en mi apartamento. Y llovía por toda la pequeña ciudad de Gijón. Miré el calendario: era el 24 de diciembre.

Y así que ese día —apenas el siguiente del que dio comienzo a este relato– tenía que comprar—o no— la Autobiografía de Mark Twain…

Todo había sido un sueño —respiré aliviado—; a Dios gracias, nada más que un sueño…

Aparentemente un sueño.

Estaba ebrio de victoria: soy una persona normal, me decía a mí mismo; sí, sí, no conozco a ningún extraño y misterioso personaje; y es más, ahora mismo, me dije para corroborar mi completa victoria, he de ir a leer a la biblioteca, en este mismo día de lluvia solitaria. En un arrojo inaudito, me proponía leer, incluso, “El Capote” de Gogol. Y ya veía además a los viejos libros, casi con túnicas de mármol y facciones de oro y de bronce, que me sonreían otra vez con sus viejas letras doradas, como buenos y fieles camaradas. No obstante, algo me hizo ir primero a la tienda de los ultramarinos. Bueno, en fin… Por pura diversión, ya sabéis supongo: como el cazador que se saca una fotografía con las plantas sobre el león vencido o el pescador sonriente ante el escualo colgado del gancho.

—Ya lo vais a ver con el tiempo —me murmuraba yo, muy sardónico y confiado, entre los dientes—, no muy lejos, no muy lejos en el tiempo… ¡ja, ja, ja, ja!

—El tiempo no es más que contar con los dedos —grité repentinamente.

Y caminaba por una oculta callejuela, taconeando y riendo y silbando y bailando… y casi se me reían hasta los huesillos de las orejas y parecía yo toda una feria de circo ambulante; estando de esta guisa vi al fin que venía hacia mí un hombre, como una nube que cubriera de repente mi corazón: y las risas se me cosieron en los labios como con hilos de hierro. Era un hombre que se deslizaba lento, sigiloso, furtivo, casi nocturno, como un río de sudor helado por todo mi cuerpo. Se acercó a mí. Me dijo que yo no lo conocía. Pero que a él sí le habían llegado referencias de mí.

Tienes veintiochos años —apuntó con cierto aire ominoso.

Yo iba a seguir mi camino:

—Espere —dijo con seriedad. Y me tomó de una manga.

Había algo de severo y grave en él, tal que tuve que quedarme…

Sabía —dijo mirándome fijamente— que yo era joven y culto, y aunque su proposición ciertamente me podría parecer desesperada —añadió con un guiño enigmático—, también sabía que pese a todo yo no ganaba mucho dinero… No hay plazas de profesores como las hay de jardineros, agregó con una resplandeciente sonrisa. Aunque puede que yo te consiga otra cosa, ¿sabes?

—Allí está mi tienda —y señaló el bajo: el triste, aciago, sepulcral bajo sumergido entre los edificios, ese lugar en el que yo nunca había estado excepto en mis sueños; una llovizna caía sobre él, como un rocío sobre un cementerio.

—Soy el dueño de los ultramarinos –me anunció el hombre.

Me ofrecía la tienda. Me ofrecía un precio razonable. Me ofrecía mi futuro. Me ofrecía, sin saberlo, el nombre que siempre había estado ante mis narices.

Y me explicaba, por otra parte, que para mí el trabajo sería fácil por mi juventud.

—El tiempo —resumió con una extraña sonrisa— está a su favor, joven.

Yo temblé todo y casi aparté mi manga de sus manos como de una babosa.

Entonces me fui; me fui a un lugar que yo sabía muy bien; y luego me veo, avanzando por la encantada puerta de la librería Academia, entre los muérdagos y las luces y las nieves de artificio, y con un temblor que me recorría el cuerpo, me planté y miré, como el viajero que alcanza la cumbre, hacia los libros. La mujer me ve entrar y me comenta:

—Vaya, vaya, menos mal que ayer te lo reservé…

Y yo que tenía veintiocho años, y yo que ciertamente iba a comprar la tienda de ultramarinos, y yo que intentaría escribir un libro —bien lo sabía, durante al menos treinta años– y yo que al fin había llegado a mi hogar, como el viejo camarada Miles Hendon ante su solar, porque ya estaba ante mis libros. Y yo que entonces supe cómo se llamaba ese hombre.

—¿Lo llevas?, insistió la mujer de la librería.

—Bueno —me dijo ella entonces, luego de asentir yo—, el libro seguro no te será difícil. ¡Eres casi profesor de universidad!

Mas luego preguntó:

—¿Cuánto tiempo necesitaría alguien como tú para leerse un libro como éste?



No menos de treinta años, le iba a decir. Pero bien que me lo guardé para esta historia, ya lo sabéis; mas si hay alguno de ustedes que no me cree, lo único que tendréis que hacer es cerrar los ojos, dormiros e intentar ver quién es el que está durmiendo verdaderamente tras tus párpados cerrados.

 

Foto: Rmatosso. Fuente: www.sxc.hu



Daniel Alejandro Gómez (Buenos Aires, Argentina, 1974) es poeta, escritor, ensayista. Estudió Análisis de Sistemas y luego Letras, en el Centro de Altos Estudios de Informática de Olivos, Buenos Aires, y en la Universidad de Buenos Aires respectivamente. Publicó el libro de relatos Muerte y Vida (Ediciones Mis Escritos, Argentina, 2006) y también la novela electrónica Sembrar Palabras (EBF Press Ediciones, España, 2002). Mención y medalla en Concurso Adolfo Bioy Casares, cuentos, Buenos Aires, 1999.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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fecha de la última modificación 10 de abril de 2024.

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