La filosofía y la literatura son como dos familiares que pueden ser muy amigos o, por el contrario, totalmente indiferentes. En cuanto escritura, de un lado tenemos a filósofos como Platón, San Agustín, Schopenhauer y Nietzsche, que son excepcionales artistas literarios. Hume, Rousseau, Pascal y Descartes, si bien nunca al mismo nivel que los anteriores, supieron pensar con rigor sin dejar de ser escritores hábiles. Y, para no retroceder tanto en el tiempo, Bertrand Russell y Sartre fueron galardonados en el siglo pasado con el Premio Nobel de Literatura.

En la otra orilla tenemos nada menos que a Aristóteles y a Kant que, aunque están entre los más importantes filósofos de occidente, no podemos sino ubicarlos entre los peores escritores de filosofía. La ruda expresividad de Tomás de Aquino y el estilo “deplorable” de Locke ―según decía Coleridge― los relegan al mismo rincón. Es mejor no hablar de Hegel. Su obra, oscura y ardua por antonomasia, lo convierte en uno de los filósofos más engorrosos.

el-cristal-kant.jpgPor otro lado, hay que recordar que la filosofía no puede ser considerada como una rama de la literatura. Si ocurre que un filósofo es además un buen escritor pues esta cualidad simplemente hace más agradable la lectura de sus textos pero no incide en el valor de su filosofía. Un pensador puede pertenecer a la más alta categoría, como sucede con Immanuel Kant, y aún así ser un escritor mediocre. Sin embargo, se debe tomar en cuenta que la literatura y la filosofía se entrecruzan también en el trabajo de los poetas y narradores que han sido influidos por ideas filosóficas.

Entonces constatamos que escribir literatura es muy distinto a escribir filosofía. Mientras que la filosofía busca aclarar las incógnitas y desembarazarse de la ilusión, la literatura persigue, en muchas de sus líneas, la ambigüedad. La literatura cuenta con un sinnúmero de trucos para convocar ciertas emociones en el lector mientras que todas las armas de la filosofía apuntan a una sola cosa: ceñirse al problema. Es más, y con excepciones del caso, buena parte de la filosofía quiere ser traslúcida como un cristal y decir una sola cosa a la vez. “Lo diré de otra manera”, es la expresión propia del filósofo mientras que, para el escritor, decirlo de otra forma implica crear una nueva obra. 

Si bien sabemos reconocer de inmediato un texto literario, la definición de esta forma de arte resulta problemática debido a su vastedad. La filosofía europea se compone de un cuerpo muy pequeño de obras en comparación a la abundancia de escritos literarios. Se afirma que toda la filosofía occidental no es más que una serie de pies de página a la obra de Platón (lo que además muestra que la filosofía vive de ella misma mucho más de lo que el arte vive del arte). Esta diferencia de volumen entre literatura y filosofía quizá se deba a que contar historias ha sido desde siempre una actividad cotidiana. A todos nos gusta que nos cuenten historias y todos contamos historias que incluso, y sin que lo notemos, describen, caracterizan y dan forma a algo que quizá no la tenga en un principio. Precisamente, la necesidad de imponer una forma, de derrotar el caos del mundo, es uno de los grandes motivos de cualquier arte.

La filosofía también es capaz de operar como un medio para dotar de una forma a lo que no la tiene y puede ser entendida como una hermana del arte y la ciencia. Sin embargo, mientras contar historias es algo natural, el análisis crítico de las creencias y las presuposiciones ejecutado por la filosofía aparece para la gran mayoría como una cuestión contra natura. Russell aseguraba que la filosofía aborda las preguntas que no sabemos cómo responder. No obstante, los filósofos comparten con los científicos el intento por aprehender el mundo de un modo impersonal y certero. Así hallamos a la obra literaria muy apartada de la filosófica por el hecho de que aquella debe estar habitada por una personalidad literaria distintiva para que funcione como objeto artístico singular.

Y, sin embargo, en la filosofía como en la literatura se trabaja con una noción de verdad. Tanto el escritor como el filósofo pugnan contra la fantasía comprendida como forma privada de consolación y están a favor de la imaginación desarrollada como fuerza creativa. Por supuesto, los filósofos son brillantes creadores de imágenes y metáforas explicativas pero persisten ―cuando son rigurosos― en el empeño por excluir la intrusión de la fantasía personal. La posibilidad de dicha intromisión resulta incluso más peligrosa para el escritor ya que es inminente el peligro de que la creatividad imaginaria y la fácil fantasía se entretejan en la ficción. Cuando un crítico condena una obra literaria por fantasiosa es lo mismo que condenarla por no expresar la verdad. Por el otro lado, el autor filosófico busca la resolución de un problema de forma definitiva. Es en esa misma fijación por lo categórico que muchos filósofos han resultado polemistas infructuosos al escribir sobre arte. Por lo general ―y con la excepción del implacable Schopenhauer― el filósofo trata al arte como una manifestación secundaria a la que asigna un rol ideal para así acomodarla a determinadas teorías o sistemas filosóficos.

En el caso de la literatura que ensaya conceptos filosóficos leemos a Tolstoi escribiendo en el epílogo de Guerra y paz una suerte de filosofía de la historia. Sin alejarnos de Rusia, descubrimos a Dostoievski ensalzado por los filósofos existencialistas como el más importante escritor del existencialismo. Sobran los ejemplos: Marcel Proust en En busca del tiempo perdido se encarga minuciosamente del problema del tiempo, uno de los temas filosóficos por excelencia; Laurence Sterne aplica las teorías de la asociación de Locke en su Tristram Shandy y Sartre logra un matrimonio extraordinario entre el arte novelístico y la argumentación filosófica en La náusea.

el-cristal-sartre.jpgNo obstante, desde cierto ámbito literario, se tiene la idea de que en cuanto la filosofía entra a formar parte de la literatura se convierte en una especie de juego. En efecto, la novela de ideas puras puede llegar a ser una apuesta muy arriesgada: mientras más trabaje un escritor en transmitir ideas, más alta va a ser la probabilidad de que su trabajo pierda vigor estético. Los grandes escritores del siglo XIX ―justamente en su grandeza― se salen con la suya cuando juegan con ideas filosóficas y, por ende, el caso de Sartre es excepcional y tiene que ver con el dramatismo y el énfasis en el predicamento humano que hacen del existencialismo una filosofía singularmente literaria.

La preocupación de muchos filósofos contemporáneos, sobre todo del mundo anglosajón, por el uso escrupuloso del lenguaje no ha resonado como parte de la escritura literaria con la contundencia que podría haberse esperado. Sucede que los escritores de todos los tiempos han sabido del cambio filosófico por el hecho de mostrarse particularmente sensibles al espíritu de una época. Que las cosas han cambiado en la dimensión del pensamiento lo saben los grandes escritores de forma intuitiva al trabajar en un arte que es una suma de saberes. Así, sin siquiera articularlo de una forma expresa, los leemos en la actualidad como si captaran que el lenguaje no opera como un reflejo del mundo sino como un comportamiento orgánico cargado de la capacidad de organizar, abstraer y determinar. El lenguaje, esa trama de acción, juego y performance, se ejercita en la literatura más que como demostración filosófica, como aquella reflexibilidad infinita de la que hablaba Roland Barthes al intentar una descripción del arte literario.


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 Juan Manuel Granja (Quito, Ecuador, 1980). Es escritor y periodista. Ha publicado en las revistas Mundo Diners, El Apuntador, BG, Dolce Vita, Revista Q y Vanguardia así como en los portales La Selecta y El Portalvoz (España). En 2007 fue premiado por su novela corta Un ligero temblor en las piernas. En 2009 formó parte de una publicación especial de cronistas realizada por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano con su crónica “Los Tropicales del Caribe”. Su poemario Alter se publicó en internet. Dirige los blogs de cine, literatura y música metamorfodromo.blogspot.com y folioinn.blogspot.com.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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