Esta tarde hubiera sido una de tantas, pero la visita de André rompió la monótona tranquilidad que desde hace mucho tiempo se instala en mí. Confieso que debí haberle dicho claramente que Anatolia llegaría hasta el fin de semana, por lo que esperarla sería algo completamente inútil. Además estoy sola. No obstante, una fuerza superior a la razón me obliga a pedirle, con cortesía desmedida, que se quede a tomar una taza de café, así podré contemplar mejor sus ojos de mar en calma.

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anatolia-munecas.jpgAcepto la invitación entusiasmado y le digo “lo haré con mucho gusto ya que así podré conocer mejor a mi futura cuñadita”. Tomo una de sus manos y la aprieto con fuerza mientras la miro a los ojos. No creo que haya problema, sólo se trata de tomar un café.

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Lo mío es algo más que curiosidad, y creo que André lo percibe. En el fondo la culpa la tiene Anatolia, porque en todo momento me habla de él: André, el mejor estudiante del colegio montando a caballo en el hípico nacional; André el más cortés e interesante, bailarín incansable.

No se cuánto tiempo he deseado esta oportunidad, alentando en secreto, en soledad y con alevosía, una venganza no exenta de emoción y de culpa. No, no deberíamos estar solos en una casa tan grande, donde un gemido se confunde con la respiración. Ni yo debería contarle mi afición al piano. Tampoco, como provocación, que aprendo francés leyendo literatura erótica.

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Hay cosas íntimas que sólo se comentan con unas cuantas personas; no entiendo, entonces, qué hago aquí, en medio de la estancia, tomando café con la hermana de mi novia, revelando mis temores e ilusiones. En realidad ella tampoco debería estar aquí, hablándome con exagerado entusiasmo de su cariño por Anatolia, examinando cada una de mis reacciones  a lo que me dice.

Tampoco debería verle las piernas, ni ella debería fingir que no lo nota, pero mis ojos se posan en el triangulo rojo de su entrepierna. Entonces pronuncio su nombre como en la búsqueda de una clave, una palabra, una señal que desencadene un nuevo tipo de experiencia.

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anatolia-perfiles.jpgAndré toca mis labios, mis pies tibios, que se estremecen. “No tengas miedo, nos aniquilaremos en silencio” ―musita― y desabotona suavemente mi corto vestido para deslizar sus manos por mis muslos, que se mantienen expectantes. Al principio nos limitamos a la mutua exploración general: cintura, pecho, espalda, hombros, costillas. Nos reconocemos lentamente, como si regresáramos de un sueño.

Entonces pronuncio en voz alta su nombre y me detengo asustada en sus ojos de mar embravecido. Logro alzarme por los aires y asirme de uno de sus brazos para iniciar un frotamiento impetuoso que se convierte en una clara perversión que estimulo y rechazo. Cuando percibo el peligro trato de huir, pero sus manos me toman firmemente por la cintura para no dejarme escapar. Es una lección no aprendida: descuidar la retaguardia y caer en la ola del placer.

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Sus labios vírgenes reciben mi sexo erguido en primavera. Su cuerpo intenta cruzar el cielo de la habitación, sus ropas vuelan. Su dolor me hace apretar las mandíbulas. Un aleteo de medianoche sucumbe en el diálogo de nuestros cuerpos (mar entre rocas, arenas soleadas, jardines arrasados). Terminamos exhaustos.

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La tarde siguiente retorna la monotonía, la rutina desabrida, la calma que inunda lo que fue una habitación en llamas.

Llega Anatolia del fin de semana, de algún modo iluminada por su forzoso alejamiento de la ciudad. Luego de una breve conversación me dice al oído, como para que nadie escuche: “No te he contado, pero André es un amante magnífico”. Yo apenas tengo tiempo para fingir que arreglo las cortinas, cierro los ojos, esbozo una sonrisa, y recuerdo.


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Ilustraciones:

Agustín Azcona Hernández (Ciudad de México, 1967). Es sociólogo y redactor. Egresado de la carrera de Sociología por la UNAM. Ha colaborado en algunas revistas literarias como Molino de Letras, Punto en Línea y Letralia.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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