Ayer mi tía Eugenia regresó a llorar a donde estaba el pozo. Llevaba días sin venir y eso me tenía contento. No es que me desagrade verla por aquí, pero siempre que ella viene tengo que esconderme para no asustarla con mis ruidos. Ojalá mi tía entendiera que no es mi intención espantarla. Sólo que a veces no puedo callarme cuando la oigo llorar, o cuando se suena la nariz haciendo ruido de elefante. Yo me río de eso, nada más de eso. Pero después me da pena verla tan asustada. Pobrecita de mi tía. Voltea para todos lados con sus ojotes de tecolote. Yo le hablo para tranquilizarla, pero sólo consigo que se caigan las naranjas del árbol, que se levanten las hojas secas del suelo. Mi voz se transforma en ventarrón y mi tía Eugenia sale corriendo en medio de remolinos de tierra y basura. Ella no vuelve pronto por aquí, a menos que se alivie rápido del susto.

cuento-naranjo-m_armagan.jpgAntes, mucho antes de que empezaran a cavar el pozo, todo el patio estaba repleto de arena fina. Casi desértica. Se podía jugar tan bien aquí. Ana Isabel hacía pastelitos de tierra. También hacía galletas, de varias figuras. Jugábamos a la comidita con lo que ella preparaba. Yo nunca comí tierra. Pero Ana Isabel sí. Una tarde mi tía Eugenia la descubrió. De castigo, la bañó con agua helada y le lavó la boca con jabón. Después, Ana Isabel comía pastelitos a escondidas. Yo siempre preferí las naranjas que había en el árbol. Eran dulces y blandas. El día que don Tomás comenzó a hacer el pozo, para buscar un dinero perdido, pensé que cortarían el naranjo. Tuve tanto miedo de eso. Pero no. Mi abuelita Josefina defendió el árbol de naranjas dulces hasta el final. Hasta que Ana Isabel y yo desaparecimos. Me acuerdo de que el día de la tragedia mi abuela, enérgica, dijo: “Me tapan ese pozo maldito y me tumban el naranjo. No quiero nada en el patio.” Pero gracias a Dios el árbol sigue de pie.

Ojalá mi tía Eugenia supiera la verdad y dejara de llorar todos los días por el pasado. Ojalá mis otros tíos no se echaran más la culpa y perdonaran de una vez por todas a don Tomás. Me consta que él llora mucho por Ana Isabel y por mí. Tan bueno que era con nosotros. Nos traía galletas de animalitos para jugar a la comidita de verdad. Pobre. Pobrecita de mi abuela también. Se amargó tanto desde aquel día que echó a perder la fruta del árbol. Jamás se volvieron a cortar naranjas en esta casa porque dejaron de ser dulces. Ni siquiera a mí me gustan ahora. Son amargas. Por eso siempre se quedan colgadas entre las ramas, y por eso, también cada que intento explicarle todo a la tía Eugenia se caen violentamente desde lo más alto, asustando inevitablemente a mi querida tía, que desaparece otra vez sin darse cuenta de que yo sigo aquí, muy cerca de ella.

No sé dónde está Ana Isabel. Ni sé lo que piensa ahora. Por qué no vendrá al patio a jugar conmigo. Sé que tiene miedo de mi reacción. Pero yo le prometí en un sueño que no era nadie para juzgarla. Pero ni por eso viene. En realidad ya nadie viene aquí, excepto mi tía. Ya ni don Tomás se sube por la barda a contemplar este desierto tan triste. Me gustaba que él viniera porque platicaba sus tristezas en voz alta. Por don Tomás me enteré de que Ana Isabel desapareció tres días, hasta que la familia la encontró allá por San Julián, un pueblo lejano. Ella tendría siete años entonces. Tomás no se explica cómo llegó solita a esa población. “Pero yo no me la llevé niño Carlitos”, me jura el viejo lloriqueando mientras mira el naranjo. Y yo que nada puedo hacer para consolarlo. Nada. Si lo intento el aire fresco del ambiente se convierte en huracán, y yo no quiero que nadie salga corriendo de aquí. Qué pena por el viejo. Yo sé perfectamente que nadie se robó a Ana Isabel. Menos me raptaron a mí.cuento-arellano-pepo.jpg Mi pequeña pastelera se fue por su propia voluntad de la casa, y al regresar inventó que un hombre muy viejo nos había robado a los dos. Ella tenía tanto miedo. Pobrecilla. No fue su culpa. La culpa fue de los dos. Yo le dije que jugáramos a los sepultados adentro del pozo. Pero no imaginé que el juego sería tan en serio. Ni que Ana Isabel me arrojaría un montón de piedras y tantísima tierra hasta enterrarme. Yo era tan pequeño, más niño que ella, que me olvidé de respirar, y ella olvidó cómo sacarme del pozo... Pero don Tomás no entiende. Jamás entenderá. Menos lo hará mi abuela que está tan amargada. La próxima vez que mi tía Eugenia venga a llorar a donde estaba el pozo, juro que intentaré decirle la verdad haciendo el menor ruido posible. No quiero asustarla otra vez. Por eso, esta noche cantaré fuerte, para que todas las naranjas caigan y se revienten en el suelo. Para que las hojas secas se eleven y se vayan... Lejos.

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Diego Armando Arellano (Ciudad Guzmán, 1984) estudió periodismo en la Facultad de Letras y Comunicación de la Universidad de Colima. Ha colaborado para el periódico El Comentario, el suplemento periodístico Andante, las revistas Cuadrivio y Punto en Línea. Actualmente colabora en el semanario El Juglar de Zapotlán el Grande de Jalisco. Ha publicado cuentos cortos y reseñas literarias en los suplementos Destellos y Reflexiones. En 2010, su cuento “El naranjo” obtuvo la primera mención honorífica en el concurso estatal de cuento Murmullos en el Llano "Juan Rulfo".

 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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