CRÓNICA / octubre 2007 / No. 2

Entre bosques y lomas, un olivo
Se debe hablar del individuo con rudeza
y  si es necesario, con el desprecio conveniente
Albert Camus
Las calles, al igual que las acciones, siempre nos conducen a un fin, sea físico o etéreo.

Con seguridad existirá más de una calle que despierta nuestros sentidos y que nos hace volar a través de nuestros pensamientos, sentimientos y la asociación de múltiples sensaciones y recuerdos que de ella se desprenden. Cada proporción de espacio nos hará tejer, cual madeja del más fino estambre, esta argamasa de todo lo que nosotros somos y representamos; será en ocasiones ligera y fácil de desenvolver y otras tantas imposible cual estructura dendrítica que no percibe el final ni el principio.

Puedo suponer, entonces, que no tengo una calle favorita en la medida en que cada una de ellas me representa algo, en su momento será favorita y en otro instante será desplazada por aquella otra que evoque un sentimiento quizá más humano. Sin embargo, conozco una calle que siempre despierta en mí ciertas emociones, mismas  que algunas veces se contraponen a todo lo que soy, no soy ni quisiera ser. Ésta es una calle extensa cuyo nombre ni siquiera he fijado en mi memoria, puesto que no considero importante denominar una calle, ya que la misma puede nombrarse de cualquier forma y seguro se llegaría a ella a través de las referencias de todo lo que alberga; incluso despertaría nuestros sentidos y haría notar eso que a veces los ojos ven pero no perciben, lo que los oídos oyen mas no escuchan. Entonces, ¿cómo denominar este espacio?, ¿cómo describírselos para que ustedes sepan a cuál rincón de tierra hago referencia? Quizá no será difícil de identificar, pero es posible confundirnos, pues con certeza habrá más de un sitio con estas características.

Yo descubrí esta calle por casualidad, buscando todos los caminos posibles para llegar al lugar donde puedo prestar un servicio que me permite sentirme útil a “la sociedad” hoy conozco más de un camino, pero es éste en particular el que siempre sigo, no porque sea el más accesible o el más cómodo, sino por todo lo que en mí despierta.

No conozco el nombre de esta calle, pero sé hacia dónde se extiende y, sobre todo, lo que comunica. La calle se extiende desde Bosques de Reforma hasta el Olivo; sendero que conduce a un lugar que parece ser parte de otro país; quien lo conoce y en él se sumerge pensaría −sin saber cómo− que ha llegado a otro mundo.

No es que esta calle me guste en sí, sino que me llama la atención la brevedad de espacio y tiempo en que uno puede penetrar dos mundos paralelos, aquellos que por muy largos o cortos que sean,  jamás se tocan. Surge entonces la pregunta: ¿es que acaso puede existir uno sin el otro? Con sinceridad no lo sé, quizá ambos mundos se corresponden, quizá cada uno ocupa su lugar determinado, quizá de manera ingenua pienso que algún día estos mundos se fundirán en uno solo.

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Al entrar por Bosques de Reforma, pareciera que este país no es este país, y quién podría hablar de pobreza si ésta no existe aquí. No vemos puestos ambulantes ni indigentes que puedan hacernos pensar que las cosas en este país no funcionan, que las cosas van de la inmoralidad e ilicitud hasta la injusticia ofensiva, ni el mínimo dejo de sospecha, sencillamente no podría concebirlo, y menos cuando mi mente se ve obnubilada por cientos de espectaculares que me dicen de qué manera debo lucir, cómo sonreír, qué comer y cómo saber cuál es mi mejor ángulo; en este espacio todo a su alrededor luce bien, las casas son hermosas, con techos altos y grandes jardines, donde todo niño quisiera crecer para poder correr, tener un perro y mojarse cuando llueve. Los autos no peligran, nada aquí dañaría la suspensión o los amortiguadores y esto es igual para todos los autos, aquí sí no hay distinciones, no hay vibradores que te obliguen a bajar la velocidad y no porque sea permitido conducir con celeridad, sino sencillamente porque el ruido que éstos producen es impertinente, según dicen las señoras que viven en la zona, quienes por el intenso ruido no pueden concentrarse en sus pláticas sobre las compras o los viajes de la temporada pasada, o el cómo la moda viene a suplir sus necesidades afectivas más profundas (esto último seguramente no lo piensan); éstas se ven aturdidas a causa del estrépito, los vibradores devinieron en topes que constantemente están en reparación cual piedra de mármol que va moldeándose para la satisfacción humana.

Todo esto, claro está, es para mantener la vida apacible de los que ahí habitan, seguramente más de uno creerá que sus oídos son más finos y no querrá que el bullicio de afuera le ocasione disturbios que puedan arruinar su forma de vida y probablemente lo lleve a verter sus malos humores sobre sus empleados, que por cierto ya bastante deben tener.  Me llama la atención que el Estado crea que ellos sí merecen y tienen derecho a vivir una vida tranquila, una vida “en paz”, muy a tono con la retórica de nuestros días. Aquí las obras de reparación se hacen de manera ágil, aquí no hay lugar para la burocracia.

Al pasar este tramo se entra al Olivo, a partir de entonces percibo otro mundo: quizá sea irreal y sólo mis ojos lo notan. Éste es un mundo aparte, un mundo que, digamos, no es tan importante. Entonces aquí sí puedes apreciar topes en todo su esplendor, baches que a fin de cuentas lo mismo dañan a un VW que a un BMW. Reitero, para los autos no existe la discriminación. Aquí, al parejo, ¡todos se joden! Aquí algunos pensarán que será mejor tomar otra ruta, pero ésta no existe. Seguramente, si por ellos fuese, construirían un camino de cuota, donde sólo el que pueda pagar pase. Los beneficios serían sólo para aquellos que puedan subsidiarlo. Pero la cosa no es tan grave, si uno no es solvente pues sólo hace fila, avanza lento y serpentea tratando de esquivar los defectos del asfalto.

A diferencia del primer tramo, en donde no hay gente que camine por las calles y donde pareciera que nadie vive, en el Olivo la cosa es diferente: ahí la gente cruza la calle como puede y a veces transcurre mucho tiempo para que alguien les ceda el paso; en ocasiones, hay almas bondadosas que dejan que la gente siga su curso y en otras tantas un tráfico torpe que permite que un auto se detenga el tiempo suficiente para que alguien atraviese la calle. Ahí sí hay vida, hay gente, hay puestos ambulantes; huele a una vida común, un olor entremezclado de flores y de comida; aquí puedes apreciar puestos de carnitas y garnachas, pero si por razón alguna eres de paladar exigente, no hay razón para preocuparse pues tan sólo a diez minutos está Interlomas. Puedes ver también pintas en la calle, perros callejeros y personas volanteando para ofrecer un producto; algunas veces son risueñas, otras tantas lucen hastiadas. ¿Será acaso la fatiga del sol? ¿O de la vida misma?

Pero nada de melancolía. Más adelante el mundo se abre nuevamente y entonces entramos a un país como de sueños. Desde las grandes alturas de los rascacielos puedes ver cómo todo fuera de ahí es tan pequeño. Apenas hormigas, las cosas se distinguen a lo lejos y producen la impresión de grandeza si no de espíritu, por lo menos sí de estatura. Aquí no hay perros en la calle, quizá presintiendo que ese no es lugar para ellos pues en este lugar se sacrifica a los perros en estado inconveniente —la soledad y la vida de perro son estados inconvenientes—.
Por este camino tampoco hay vibradores; la calle está cubierta por adoquín rojo, hay fuentes y hasta un obelisco, pero normalmente aquí tampoco hay gente, sólo casas, sólo casas y autos, autos y árboles; aquí los autos son grandes, grandes y caros, aunque también los hay pequeños pero que cumplen con el principal requisito: ser ostentosos, dar status. Curiosamente yo pensaba que los dueños de estos autos serían más corteses, que te cederían el paso cuando nadie más lo hiciera, pero se trata de meras conjeturas. Incluso creo ahora que si por ellos fuera pondrían un muro para evitar que su territorio sea invadido. Esa impresión me dan cuando los observo y reconozco en su mirada lacerante el rencor contenido hacia el género humano, aunque no a todos, sólo hacia aquellos que no pertenecen a su concepción de persona; entones las miran de soslayo mientras hablan por el celular, veo sus caras de furia preguntándose quizá por qué tantos queremos o debemos penetrar en su territorio.

Pero a fin de cuentas cuando salgo de ahí me quedo pensando que existen dos posibilidades. La primera es que estos dos extremos puedan sumergir en su mundo al Olivo y que esta unión consiga fundir las necesidades de los unos con las riquezas de los otros; o, una segunda, consiste en que cada vez la situación sea más precaria hasta terminar absorbiendo este mundo de lujo excesivo e innecesario y que aquel lugar ideal no quede más que en el recuerdo.


Karla Lenia de Alba Vázquez ha participado en diversos talleres de literatura. Actualmente cursa la carrera de Letras Modernas (Francesas) en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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