Al inicio existía R’sha, el que nombra, y lo ocupaba todo y nada era en él. R’sha era blanco y su voz constante e incomprensible. Pero el silencio aún no existía, así, tampoco el mundo: sólo era la nada, sólo era R’sha, el que nombra. Dentro de la eterna palabra nada se podía reconocer, pero en ella nacieron los sonidos de los hombres, las letras que conformarían el idioma sagrado. En esa palabra existían todos los sonidos. Los dioses, las partes independientes del origen, nacieron de algunos de esos sonidos, los mismos permitieron que R’sha dejara de existir. La primera palabra que se separó de la eterna, lo primero que nombró R’sha fue lo negro, fue la noche, que existía dentro de él a la vez que su blancura: Nïr fue la palabra que le permitió ser. Nïr ahora lo domina todo aunque en ese momento no era más que algo dentro de la absoluta luz de R’sha. Siglos pasaron para que otra palabra pudiera aparecer dentro de la claridad del que nombra: fue ella misma la que apareció, la luz; su cualidad inherente se desprendió desde ese momento de él: Élih fue su nombre. Nïr y Élih, la segunda nacida, eran los dos primeros dioses; la noche, masculina, y la luz, femenina. Los dos primeros seres que existieron en R’sha; fuerzas opuestas destinadas a pelear. Ambos dioses se percibieron en cuanto el nombre de la segunda nacida permitió que apareciera, ya que sólo en presencia del otro la percepción existe; sólo ante Élih, Nïr pudo ver la blancura de R’sha, la luz que quería poseer. Ambas fuerzas se atrajeron desde el primer instante, ambas deseaban poseerse, ambas deseaban destruirse, pero la eterna palabra de R’sha lo cubría todo: impedía el movimiento. Los primeros nacidos permanecían atrapados dentro del sonido. El que nombra carecía de pensamiento, era movido por la necesidad, la necesidad del sonido, así que lo tercero a lo que nombró fue al dios que preexistía a todos, al dios que se esconde: Ámèth, el dios oculto, la necesidad. Pero Nïr y Élih no lo conocieron, porque ya existía dentro de ellos, los gobernaba antes de tener nombre. La voz eterna de R’sha, el que nombra, siguió hasta que le dio ser a los Seis Primeros, cuyos nombres hemos perdido. Entonces llegó el último momento de R’sha, pronunció la última palabra. En su boca se juntaron las seis letras inaudibles, le dio nombre al silencio y desapareció. Con esa palabra los dioses cobraron movilidad y el universo se creó, el mundo se creó.

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El primer recuerdo de Rüftjií Amashde era esa letanía incomprensible que su padre había iniciado ya, para el momento en que despertaba. Abría los ojos a causa de los sonidos de una lengua que no alcanzaba a entender y lo primero que veía era a Ámash, junto a él, repitiéndola. Rüftjií creía recordar que las primeras veces que intentó preguntarle a su padre qué era eso, él había permanecido callado por largo rato, mientras le tapaba la boca para que no saliera otra palabra de ella. "Reflexiona sobre el sentido de estas palabras, eres afortunado al poder escucharlas", le había dicho después de soltarlo. Luego aprenderás lo que significan. Así fue, el mismo día en que cumplió diez años la instrucción en la lengua sagrada comenzó, entonces entendió que esas palabras narraban el inicio de todo, entendió por qué tenía que ser lo primero en que pensara al despertar: el universo se vuelve a crear cada día, esas palabras lo mantienen existiendo. Rüftjií recordaba esto mientras repetía lo mismo que su padre, junto a la cama de su hijo Hëmed Rüftjïde. Él ya conocía la lengua sagrada, tenía quince años, era un adulto. Sin embargo, tendría que repetir las mismas palabras junto a él hasta que tomara su lugar como artífice del vidrio.

Cuando llegó a la última oración de la Primera Historia (“el mundo se creó”), se detuvo, guardó silencio y recordó el nombre de éste. Contempló a su hijo hacer lo mismo. Minutos después, al levantarse, Hëmed le preguntó por qué Ámèth lo gobernaba todo si carecía de cuerpo, si nunca se había manifestado.

Las preguntas de Hëmed siempre se relacionaban con el dios oculto. Sus ancestros, a la vez que Rüftjií, se habían interesado por el nombre del líquido que cubría la boca de los dioses, el líquido que les impedía comunicarse. Al menos, esto era así desde que el silencio había comenzado, desde que los sueños terminaron. Su familia se había dedicado a encontrar el nombre de ese elemento para hacerlo desaparecer, para oír la voz ausente de los dioses, convencidos de que, si el nombre permitía crear, también funcionaba a la inversa. Gracias a Gíneh Kelledde habían encontrado el líquido. Sin embargo, aún no era transparente, aún no era lo que mantenía en silencio a los dioses.

Gíneh había viajado a Fenos unos años después de que la conquistó el pueblo de su padre. Por qué había decidido partir y romper así con la tradición de su familia, era un enigma que inquietó a los artífices del líquido por generaciones. Nada aparecía sobre las razones del viaje en el “Vidrio de Fenos”, el segundo capítulo del Libro del silencio. Uno de los descendientes de Gíneh aventuró la idea de una inspiración divina, algo diferente a un sueño pero con el mismo carácter comunicante. Sin embargo, Rüftjií, al igual que Ámash, no lo creía: "si los dioses hubieran encontrado otra forma de comunicación nos darían el nombre verdadero del líquido, ya que habían asistido a su creación, y el estudio del vidrio sería inútil." Él creía en el carácter coincidencial del acto. Nada había movido a Gíneh a visitar Fenos aparte de su curiosidad hacia la nueva tierra.

Cerca del final del “Vidrio de Fenos”, Gíneh escribe sobre el descubrimiento del líquido. Lo demás, al igual que el resto de los capítulos que conforman el Libro del silencio, no son más que intentos por comprender lo que había descubierto y disertaciones sobre el Edergierï shae, el primer libro, El nombre de los dioses. El capítulo que le correspondía a Rüftjií era lo mismo; un intento por restaurar el orden divino y encontrarle sentido a las palabras que, en sueños, inspiraron el primer texto. Rüftjií regresaba una y otra vez a un pasaje en el capítulo de Gíneh, convencido de que algo se ocultaba en él:

 

Después de recorrer el centro de la ciudad, Gíneh se acercó al puerto, donde una nave mercante cargada con nitro (sosa y potasio) había sido amarrada. Los mercaderes preparaban su comida en la playa y, al habérseles acabado las piedras para apoyar sus ollas, usaron trozos de nitro provenientes de la nave, que se amalgamaron y mezclaron con las arenas de la costa, y de allí fluyeron ríos de un nuevo líquido, ellos lo llamaban vidrio…


El resultado siempre era el mismo: nada. Quería saber por qué la gente de Fenos lo llamaba vidrio, pero Gíneh no hablaba al respecto. Al final sólo le quedaba trabajar sobre el líquido mismo para encontrar su nombre.

“Si Ámèth nunca se ha manifestado, cómo puede gobernarlo todo.”

Ésa había sido la pregunta de Hëmed, pero él olvidaba el papel de Ámèth en el Edergierï shae. “El dios sin cuerpo no lo era del todo. Es cierto, era imposible verlo tal como es. Sin embargo, por las pocas menciones que existen de él en la Guerra de los Seis, es obvio que toma varias formas. Él provocó la guerra y el deseo entre Nïr y Élih, él obligó a los Seis a tomar parte y dividió al día en dos momentos. También fue él quien gobernaba la eterna palabra de R’sha y el que obligó a los Seis a nombrarse hasta desaparecer. Todo se decide por él y todo lo provoca, aunque los hombres nunca lo hayan oído.” Rüftjií aclaró de esta manera el papel de Ámèth y un tiempo después Hëmed usaría las mismas palabras para comenzar el capítulo inicial del tercer libro sagrado: Ámèthieri hada, La voz de Ámèth.

En ese momento lo que significaron esas palabras para Hëmed no estaba claro, su rostro sólo mostraba atención, pero el conocimiento que debía desprendérsele no se manifestaba. La voz de Rüftjií –él lo creía así– se había perdido para siempre. No confiaba en su hijo, que no parecía interesarse por los secretos del vidrio, sólo hacía preguntas sobre Ámèth y al final, ante las respuestas, no mostraba interés alguno. Rüftjií estaba convencido de que sus palabras se perdían en el silencio: le gustaba creer que algún día, cuando alguien descubriera el nombre del vidrio —no su hijo—, el dios que reinara le comunicaría sus palabras al escriba del momento.

Rüftjií y Hëmed hacían el mismo recorrido que todos los días al Templo del Vidrio. Un edificio de treinta metros, con seis columnas en su interior para recordar a los Seis, carente de todo adorno excepto por los vitrales circulares que llenaban las paredes del lugar. Qué representaban. Nadie en el pueblo, cuando veía el lugar desde afuera, sabía exactamente su función. No había otra imagen en ese edificio, como las habría después, aparte de las que decoraban las columnas. No. Los vitrales eran planos y sólo servían para permanecer en contacto con la luz opaca que proyectaban, mientras se estudiaba el comportamiento del vidrio y los textos, para encontrar su nombre.

Un secreto que nadie en la ciudad conocía, más que Rüftjií y su hijo, era la existencia del séptimo pilar, una columna de vidrio de la misma altura que el edificio. El templo había sido construido después de las seis columnas, y la séptima al final de todo. Ésta había sido erigida para medir el tiempo que el líquido tardaría en llegar al piso; si éste lo cubría antes de que los sueños regresaran, todo el Edergierï shae habría sido una pérdida de tiempo, el estudio de un líquido equivocado o la imposibilidad de regresar a los dioses.

Desde la primera vez que Rüftjií entró a ese lugar no había notado cambio alguno en la columna. Permanecía a la mitad, inconclusa. Nada lo habría convencido del fluir del líquido, si no hubiera oído las descripciones de ella al final del libro de Gíneh, o los dibujos hechos por Enïrme Ginehde. Nada, en efecto, mostraba el movimiento de la columna de no ser por la densidad de la base que ahora cubría unas inscripciones en el piso, y el ya mencionado trayecto trunco.

Ese día lo ocuparía en observar el pilar y leer los textos sagrados; Hëmed tendría que responder a las preguntas de los demás. Hëmed tendría que decidir si en el nombre del aceite residía su reutilización o si habría que darle un nuevo nombre al aceite reutilizable o era imposible volverlo a ocupar. Él por su parte intentaría encontrar el nombre del vidrio a partir de la contemplación.

Eran las nueve de la mañana, la vida en la ciudad llevaba ya un tiempo de existir, cuando Rüftjií pasó el umbral de las Puertas de Nïr. Entró en la parte secreta del templo y la contempló como si no fuera un artífice del vidrio, como si fuera la primera vez que, sacrílego, penetrara en ese recinto. Qué fue lo primero que notó. Ciertamente no fue la columna de vidrio, la única construcción real del líquido en la ciudad; tampoco fueron los vitrales que adornaban las paredes, sino las columnas de los Seis, indicios de lo que esos dioses podrían haber significado antes de desaparecer y anteriores a todo lo que había en la ciudad, incluso al templo que las cubría.

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En un edificio dividido en seis naves, cada una contenía una columna. La primera, la que se erguía en frente de la entrada, representaba al tercer nacido. Era una columna de oro que llegaba hasta el techo, en su fuste se encontraba grabado el papel de este dios en la Guerra de los Seis. Su primer encuentro con Säth, el amor, la primera manifestación de Ámèth, y los celos que le produjo contra Nïr y lo obligaron a tomar partido por Élih cuando la guerra comenzó. El nacimiento del hijo que engendró con ella, Jhefte, el sol, y finalmente su desaparición al pronunciar la última palabra del elemento que lo constituía. Rüftjií recorrió con su mirada la historia del Tercero, como haría con todas las demás columnas, hasta llegar al capitel y se detuvo por varios minutos. La imagen representaba a Säth, con la boca abierta, como si devorara el fuste. Rüftjií la observó desde varios ángulos. “Todo en esta columna es sabido, todos han escrito sobre el papel del Tercero en la Guerra de los Seis, aun así me parece una historia incomprensible. No puedo entender que esta columna se levante en el mismo lugar en que el Tercero desapareció y que haya sido su hijo, Jhefte, el que en algún sueño se lo inspirara a uno de mis antepasados, pero uno tan lejano que mi familia ni siquiera era la de los artífices del vidrio, ni se dedicaba a buscar un nombre: era la familia de los intérpretes. En esa época todos podían entrar aquí. No existían las puertas que separaban al mundo real de aquél en que se mantienen los secretos y se busca salvar a los dioses. No; en el que se busca salvarnos del silencio que nos impide oírlos. Pero, ¿es realmente por los dioses –o por nosotros– que estudiamos el virio? ¿O es acaso sólo el conocimiento de la técnica? Si tuviera un sueño, no sabría identificarlo. Hemos pasado tanto tiempo en silencio que la única manera de saber qué eran esos momentos de iluminación es a partir del que describe Kelled, padre de Gíneh, en el primer capítulo del Libro del silencio. Él fue quien tuvo el último sueño, él contempló el nacimiento del vidrio, pero no pudo oír la palabra que le dio origen, él lo vio todo y luego despertó. Nunca volvió a soñar. Nadie ha vuelto a soñar. En esas palabras se nota la desesperación, él no fue un artífice del vidrio, pero tampoco fue un intérprete, ya no había voces qué entender, no había nada. Los dioses habían sido condenados al exterior, por eso se construyó este templo y ya sólo ellos oían sus voces. Kelled estaba desesperado por no poder soñar, pero también por no haber oído la palabra que había acallado a los dioses. Estaba desesperado porque ni siquiera sabía quién la había pronunciado.” Rüftjií dijo la última parte de su discurso en voz alta: En esas palabras se nota la desesperación… no quería que sus pensamientos se quedaran encerrados en él como le ocurría a los dioses. Luego se movió, vio el rostro de Säth mientras devoraba la columna y se dirigió a la siguiente nave.

Las otras columnas no le interesaron tanto, en cada una se veía al dios, al que estaba dedicada, nombrarse hasta desaparecer. Todas terminaban con una de las manifestaciones de Ámèth. Rüftjií las vio de cualquier manera, pero no pensó mucho en ellas, vio a la hija de Nïr, Thos, la luna. Vio como el quinto nacido la secuestraba y le sacaba los ojos, vio como Élih le ponía unos nuevos, condenándola a dirigir su mirada sólo hacia su hijo. Vio a los Seis pelear y derramar su sangre, vio a Nïr llenarse de la sangre de Élih, vio cómo nacían los hijos de todos y vio el final de la guerra, cuando en el sexto pilar, el último de ellos desaparecía. Ahí se detuvo otra vez, en el sexto pilar, no en la historia, lo que le interesaba era Raml, la esperanza. Ésa era la última manifestación de Ámèth, la más despiadada de todas, bajo esa forma había obligado al último de los Seis a desaparecer. Qué era lo último que el Octavo había nombrado. A los hombres, ellos habían nacido del deseo de Raml, por hacerlo desaparecer, era la última parte de la divinidad y su sino más grande, sentirla siempre. La columna terminaba con la última manifestación conocida de Ámèth en el capitel, estaba en cuclillas y sus manos se extendían al fuste, sostenía la cabeza decapitada del Octavo, bajo ella estaban los primeros hombres manchados por la sangre que escurría de la cabeza.

Rüftjií caminó hacía el centro del lugar en el que, si las columnas se comunicaran entre sí, se unirían todas. No llegó hasta el punto medio, ahí se erigía la construcción de vidrio. Alzó su vista y contempló lo que quedaba de la cúpula; al igual que en la columna, el recorrido del líquido había dejado ya sólo rastros de su totalidad. Y allí, en el centro, donde debería cerrarse por completo, observó a Jhefte. Eran las doce del día, el único momento en que Nïr perdía su reino sobre la tierra. Luego bajó la mirada, se alejó un poco y se sentó en el piso. Era tiempo de concentrarse en la columna, de observar el vidrio y de leer el último sueño, que estaba plasmado en su fuste.

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Desde la base hasta lo que quedaba de la columna se podía ver lo siguiente. La corte de Nïr caminaba sobre una playa para encontrarse con la de Élih. Los hijos de los Seis se repartían en ambos bandos y se podía ver a Jhefte y a Thos en puntos opuestos del lugar. De la posición de ambos se asumía que el evento sucedía al anochecer o al amanecer. Entre los dos dioses celestes se encontraba Säth. Otra imagen mostraba a todos los dioses sentados a la mesa, precedida por los primeros nacidos. En el rostro de todos se podía leer cierta incomodidad, sus miradas apuntaban hacia el centro de la mesa en donde se veía claramente a Joh, el hambre, otra imagen de Ámèth, sentado y sonriente. Jhefte estaba sentado a la derecha de Nïr y se podía ver cómo la arena se volvía líquida a sus pies. En este punto Rüftjií se detuvo, cerró los ojos y alzó la cabeza, para que, cuando recuperara la visión, pudiera contemplar la tercera imagen, la última que quedaba de las seis originales. Intentó analizar lo que permanecía en su mente antes de enfocarse en la tercera. Entonces notó una pequeña mancha que le había pasado inadvertida hasta ese momento en uno de los puntos superiores. Abrió los ojos y bajó la mirada. Ahí estaba aquello que le había llamado la atención. Parecía una estrella en el cielo. Lo pensó un momento y decidió que era imposible, las estrellas eran la sangre indeleble de Élih sobre el manto de Nïr. La buscó en la imagen de la cena, traía su manto manchado de estrellas. La primera imagen no mostraba ese punto, rápidamente lo comprobaría; lo único que aparecía en el cielo, aparte de Jhefte y Thos, era Säth. Sólo un error en el vidrio, se dijo y regresó a la tercera imagen. Pero en ella encontró el mismo punto en el cielo. La tercera imagen mostraba a Gï, el hijo de la pareja celeste, jugando con sus padres. Uno de los elementos más extraños de esta representación era que los ojos de Thos no veían a su consorte, sino a la imagen que estaba detrás de él, Lärm, la angustia. En todas las imágenes aparecía una de las seis manifestaciones de Ámèth (en el último caso era Lärm) para representar el estado de ánimo en cada pasaje. Rüftjií se fijó en el cielo buscando el punto que aparecía en la otra representación. Lo encontró. Volvió a analizar la escena y descubrió otro punto pero en la frente de Gï.

En la biblioteca, Rüftjií buscó los retratos que Enïrme había hecho de las imágenes que su padre había mandado construir con base en los trazos de su abuelo. Estos dibujos habían sido hechos copiando el resultado final de la columna. Ninguno de los puntos aparecía en esos dibujos. Regresó al centro del templo, observó los puntos en la segunda y tercera imágenes. Otra vez le parecieron errores. Los volvió a observar. Era imposible que un error se repitiera exactamente en el mismo punto de una imagen. Éste era el caso de la mancha en el cielo. Regresó a la biblioteca y buscó un libro que no había sido consultado desde que los dibujos de Enïrme, hijo de Gíneh, fueran concluidos. Esperaba que permaneciera intacto.

Encontró el libro.

Los dibujos de Kelled tenían las manchas. Pero no sólo aparecían en el segundo y tercer dibujo, sino también en el cuarto, quinto y sexto. En adición a éstas, en los últimos tres dibujos aparecía una nueva mancha cercana al centro de los trazos, un poco desviada a la izquierda. Al final, en los últimos dos dibujos aparecían dos manchas nuevas, una en el quinto y sexto, y otra en el sexto.

Rüftjií maldijo a Enïrme mientras tomaba su libro de copias. Un descuido del copista había desviado los estudios del vidrio por generaciones. Comenzó a colocar las manchas en los lugares en que aparecían en los trazos originales, pero se detuvo antes de colocar la última. Cada una de las manchas aparecía en el lugar en que las diferentes manifestaciones de Ámèth habían estado en los dibujos anteriores. “No eran las emociones de los dioses lo que esas imágenes habían representado, sino la presencia real de todas las manifestaciones del dios oculto”, pensó, antes de colocar la última. Luego pasó la página de los originales y vio los trazos para el capitel, el más angosto de todos. Era, hasta cierto punto, un resumen de ellos, en él estaban representadas las seis manifestaciones de Ámèth.

Regresó a un lado de la columna, ya estaba anocheciendo para ese momento. Entonces pensó en otro elemento del sueño, la razón por la que el último en soñar no había podido oír el nombre del vidrio. Se volvió hacia las Puertas de Nïr, alzó la mirada y se dispuso a salir del templo.

En la parte pública se encontraba Hëmed trabajando el vidrio. Rüftjií le dijo que regresara a su casa, él pasaría la noche en el templo. Lo vio partir y regresó junto a la columna central.

“¿Por qué Kelled no había podido oír la palabra? No era que se le hubiera negado escucharla, sino que existía una relación natural entre el nombre real del vidrio y aquel con el que se había creado el mundo. Ambas palabras estaban hechas con las seis letras inaudibles.” Permaneció mucho tiempo escuchando el silencio nocturno de la ciudad, contemplando el vidrio de la columna y el de la cúpula.

Entonces oyó una palabra formarse en su mente. La dijo. No pudo escucharla. Por unos instantes nada pasó. Luego la quinta imagen del sueño cobró vida. Un ruido sordo quebró el silencio y un polvo gris empezó a caer. Primero, sólo por el espacio ausente de la cúpula, luego por las construcciones de vidrio del templo. El cielo aparentaba desprenderse de su lugar, como si se convirtiera en ese polvo. Rüftjií alzó la mirada y abrió la boca para probar lo que caía. Era hierro. El hierro se estaba desprendiendo de la cúpula celeste y de todas las construcciones de vidrio dentro del templo.

Rüftjií desvió la mirada, quería recordar la última imagen del sueño. El piso se volvía metálico y los dioses quedaban mudos a causa de una ola de vidrio que los cubría. Cuando regresó la mirada, vio a un dios desconocido en el punto en que la cúpula debía cerrarse, parecía hablar al cielo.

Al otro día, el piso de toda la ciudad se había vuelto de hierro, la cúpula del templo estaba completa otra vez, sólo que ahora era transparente, y sobre ella se podía ver la imagen de un dios que nadie había contemplado. Era Ámèth.

Cuando Hëmed entró por las Puertas de Nïr en busca del libro que contenía el capítulo de su padre, sabía ya que la columna estaba completa otra vez y que encontraría a Rüftjií convertido en metal junto a ésta. No era necesario observar lo que había pasado, más tarde habría tiempo para ello. Se dirigió a la biblioteca, tenía que terminar el capítulo y darle el nombre que ahora posee, “Uvtaieri ámagh”, La caída del cielo.

Hëmed escribió lo siguiente:

                                    

 


Víctor Altamirano (Puebla, 1985). Desde hace tres años radica en la Ciudad de México. Estudia la Licenciatura en Lengua y Literaturas Hipánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Es titular de la sección de literatura de la revista Género y traductor.

 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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fecha de la última modificación 10 de abril de 2024.

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