Abro los ojos al sentir en el rostro esa racha de viento frío, la más intensa de la madrugada, la que corta la piel sin abrirla. Miro al frente y alcanzo a distinguir, entre la bruma, el lejano valle del que tantas veces me habló mi padre. Me siento en el suelo helado, sin dejar de cubrirme con las pieles que nos han protegido durante este largo viaje. A mi lado, aún duermen Lidia y nuestros dos hijos.

cuento-volver-foto-baggy.jpgAquí estamos, la estirpe de mi padre Darío y mi abuelo, de vuelta al origen. Detrás nuestro, la larga cadena de montañas donde no pocas ocasiones hemos estado a punto de extraviarnos. El cansancio y el dolor de mi familia, que me pidió abandonar la empresa y volver a las poblaciones de los valles, ésas donde habíamos conseguido prestigio y una modesta fortuna gracias a nuestro sagrado oficio.

De mi padre aprendí a controlar el fuego y el hierro, a forjar con ellos armas y herramientas para provecho o desgracia de los hombres.

El viento trae a mi memoria la voz de mi padre con el mismo vigor de cuando me enseñaba las técnicas de la forja, que guardamos en secreto como el tesoro más preciado de la familia.

Al golpe del martillo sobre el metal al rojo, mi padre recordaba nuestro origen: “Allá, en medio de las altas montañas del sur, está el ombligo de fuego, y alrededor de éste, la ciudad mía y de tus abuelos, a donde volverás en cuanto yo muera para reclamar tus derechos como parte de los guardianes del fuego.”

Alzo la vista: el sol aún no consigue asomarse por encima de las montañas, aunque su luz empieza ya a despejar la bruma. Mi mujer y mis hijos duermen aún.

Lidia se opuso tanto a este viaje. Nuestra vida vagabunda en los valles era cómoda: si bien no disponíamos de una tierra propia, en cada sitio donde llegábamos éramos recibidos como si fuésemos dioses, con ceremonias y banquetes. Nuestro primer día en cualquier aldea era de fiesta: sabían que durante nuestra estancia podrían contar con herramientas nuevas o reparar las deterioradas durante la temporada anterior. El sustento de esas familias y su protección dependían de nosotros, de este oficio misterioso a sus ojos, pues desconocían las propiedades de los metales y sus habilidades para el manejo del fuego se limitaban a las necesarias para cocinar un puchero o encender el hogar.

Mi padre refería siempre tiempos lejanos, cuando los hombres disponían con facilidad del fuego, cuando la comodidad de recurrir a pequeños artificios para encenderlo y manejarlo les hizo olvidar su carácter sagrado, su relación con la tierra y el viento.



*

Aprovecho los rescoldos de la noche anterior para revivir el fuego al lado nuestro. Su calor pronto colorea los rostros de mis hijos. Tienen hambre, dicen. Y frío. Lidia los acomoda junto al fuego mientras me pregunta cuánto falta para llegar. Señalo hacia el fondo del valle. Escéptica, mira los bosques lejanos y las formas geométricas que alcanzan a adivinarse entre ellos. ¿Estás seguro? Hemos vagado semanas por estas montañas sin encontrar más que hielo y arena. Ningún camino ni puesto de guardia, sin escuchar sonidos humanos. Sólo las voces de los animales que alertan sobre nuestra presencia. ¿Por qué debo creerte ahora? De cualquier manera, es demasiado tarde para volver. Mira —me señala el color rojizo del horizonte—, se acerca ya el invierno.

Bajo la vista un instante. Es el lugar, me limito a decirle, sin más explicaciones. ¿Para qué contar que anoche, mientras dormía, mi padre me visitó para confirmarme que nuestro viaje llega a su fin? Ella desconfía de los sueños. Siempre los ha considerado imágenes engañosas de los dioses malignos, empeñados en causar daño a los hombres.

No pocas han sido las ocasiones, durante este trayecto, en que Lidia se lamenta de haberse unido a mí. Alejandro, trajiste la desgracia a nuestras vidas, me reprocha en los momentos de mayor agotamiento, cuando alrededor nuestro no hay más que roca y hielo, sin señales de camino alguno.

cuento-volver-imranfarid.jpgMi padre me insistió en que sólo volveríamos a la ciudad cuando saldara la deuda que pesaba sobre su nombre. Entonces seríamos valiosos nuevamente para ellos, los guardianes del fuego. Durante años, esa deuda fue un misterio para mí. Hablaba de ella sin mayores precisiones. Y cuando lo hacía, su voz y su rostro se cubrían de un cansancio mucho más viejo que todas las generaciones de los hombres.

La mañana del día en que murió, me llevó bajo la sombra del fresno más grande que había en los alrededores de la aldea. Ahí, me habló por vez primera de esa deuda, de la única batalla en que participó mi abuelo, contra un supuesto invasor que resultó ser un grupo de hombres extraviados y hambrientos. De la negativa de mi abuelo a luchar y la culpa que lo atormentó durante años. Supe también que, para expiar sus actos, los guardianes del fuego alojaron a los sobrevivientes y que éstos empezaron a ocupar las casas y palacios, manteniéndose a expensas de sus protectores. Mi padre fue expulsado de la ciudad por matar a uno de esos hombres cuando intentó profanar el templo paterno.

Desde entonces empezamos a vagar. Un poco como expiación y otro como forma de sobrevivencia, mi padre empezó a forjar herramientas para los hombres de cada pueblo que visitaba. Desconocían en absoluto el arte de la forja, por lo que eran incapaces de arrancar piedras de las montañas, producir madera o labrar la tierra. De esa manera empezaron a verlo como un benefactor de los hombres y delegó en mí esa tarea.

cuento-volver-ukapala.jpgAl terminar su historia, cerró sus ojos un momento y después puso ante mí un paquete que yo nunca había visto. Mi padre retiró despacio la delicada tela que cubría una caja de madera ricamente labrada. Me mostró cada uno de los grabados mientras me explicaba que había pertenecido al abuelo, que en cada una de sus caras estaba contenida la historia de la familia y, en su interior, las marcas que nos identificaban como parte de los guardianes del fuego.

Pasé mis dedos por la madera. Al tocar esos signos, vi el fuego ardiendo por siempre dentro de un cráter, rodeado por las columnas de un templo. Y alrededor de éste, los palacios y casas de la ciudad, no en conjunto, sino una a una, con todos sus detalles. Escuché entonces las voces en la lengua que mi padre me había enseñado de pequeño para hablar con él. Y comprendí la historia de nuestra ciudad oculta a los ojos de los hombres desde su origen. Mi cuerpo se llenó de la fuerza del fuego que recorría a cada uno de los habitantes de la ciudad, la misma que tantas veces vi asomarse a los ojos de mi padre mientras preparaba un trozo de metal en la fragua.

Fue en ese momento que mi padre abrió la caja de madera. Dentro había un medallón y una espada. Cuando la desenvainó, produjo el mismo sonido que le he escuchado al viento entre estas montañas. Se había manchado una sola vez, me explicó mi padre, justo aquella en que él protegió el templo familiar. Ni siquiera cuando mi abuelo entró en combate, su filo hirió cuerpo alguno. Mi deber, me dijo, era mantenerla inmaculada, aun cuando me viera obligado a hacer uso de ella para defender a mi familia o a mí.

Pasamos el resto del día bajo aquel árbol. Mi padre, empeñado en hacerme practicar el uso del arma familiar, no dijo una sola palabra más sobre nuestra historia. Se limitó a vigilar mis movimientos y corregirlos, hasta que cayó la tarde y nos quedamos sentados, uno al lado del otro, observando la caída del sol.

Murió esa noche, poco después de haber vuelto a casa. Pasé la madrugada vigilando la hoguera donde depositamos su cuerpo y al amanecer guardé las cenizas en la urna que ahora llevo dentro de la caja de madera, junto con el medallón.



*

Al caer la tarde llegamos al valle, después de un largo y penoso descenso. Lidia y yo llevamos a nuestros hijos a cuestas, junto con nuestro escaso equipaje. Ella se ha mantenido en silencio durante todo el día. Sé que, a pesar de la certeza sobre el final de nuestro viaje, sigue molesta conmigo. Aún no sé cómo nos recibirán. Mi padre me había pedido buscar la casa que perteneció a la familia y reclamarla ante el Consejo después de presentar las señales de nuestro linaje.

Enseñé el oficio a dos hombres justos, como mi padre lo pidió, a fin de que los hombres no perdieran el beneficio de la forja del hierro. Pensó siempre que eso, y nuestro largo exilio, serviría para levantar la sanción que pesa sobre nosotros.

Al acercarnos a la ciudad nos recibió el silencio. La muralla, derruida por tramos, circundaba un conjunto de muros vacíos y fragmentados. Ninguna puerta ni guardia alguno que nos impidiera el paso. Más que el desconcierto, en los ojos de mis hijos y de Lidia vi el miedo. ¿Era ésta la ciudad de la que tanto me habló mi padre, la de las calles y plazas populosas? ¿La de los floridos jardines, llenos de aves y ardillas? Existían restos de jardines, plagados de maleza. Pero por las calles no encontramos ni siquiera un perro. La mayoría de las construcciones estaba destechada y en el aire no se percibía ningún otro olor que el de la tierra y la vegetación. Intenté imaginar el ritmo de la ciudad, sus sonidos cotidianos, pero fue en vano: ni siquiera superponiendo mis recuerdos de las aldeas recorridas conseguí llenar esa desolación que se extendía ante nosotros.

Caía la noche cuando encontramos los restos de la casa de mi padre. El sello en el portal era el mismo del medallón y de la cruz de la espada que me entregó antes de morir. Entramos en silencio: sólo una pequeña habitación conservaba techo y puerta. Mis hijos se soltaron a llorar y Lidia, por fin, soltó la serie de reclamos que había guardado desde que los restos de la ciudad aparecieron ante nuestros ojos. Yo guardé silencio: ¿qué argumentos oponer a su voz airada, a la desesperación de nuestros hijos al saber que pasaríamos la noche en ese sitio inhóspito? Había sido un necio al traerlos aquí, al hacer caso de mis sueños. Lidia tenía razón: eran influjos de los dioses malignos, engaños para destruir a los hombres. En cuanto amaneciera emprenderíamos el camino de regreso.



*

cuento-volver-arminh.jpgCuando cesó el frío desperté. Recordé que mi padre aseguraba que la ciudad se mantenía a salvo del hielo gracias al fuego sagrado. Abrí la puerta de la habitación y vi ese ligero resplandor colándose entre los muros. Caminé hacia esa calle: era el juego de luces y sombras de cualquier hoguera, con la misma sensación cálida y el rumor de las llamas consumiendo su alimento. Entonces corrí en dirección a donde creí que se originaba la luz. Así fue como encontré las ruinas del templo y, en el centro, el fuego que empezó a crecer, a llenar ese espacio que, seguramente, ocupó desde los inicios del mundo.


Más cuentos aquí...


Ilustraciones:
baGGy www.sxc.hu
imranfarid www.sxc.hu
ukapala www.sxc.hu
arminh www.sxc.hu

Gregorio Cervantes Mejía (Puebla, 1970) actualmente es redactor de la revista Crítica, de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Es autor del libro de cuentos Cambios de Estación (Secretaría de Cultura de Puebla, 2001). Fue incluido en las antologías Los mejores cuentos mexicanos, edición 2002 (José de la Colina, ant.; Joaquín Mortiz); Antología de narradores en Puebla, Insólitos y Ufanos (Jorge Arturo Abascal Andrade, ant.; UAP, México, 2003); De claro en claro… Cuentos sobre el Quijote (AA. VV., Ediciones de Educación y Cultura, México, 2005); Fuego cruzado. Jóvenes narradores de la zona centro del país (Fondo Regional para la Cultura y las Artes, Zona Centro/Conaculta, México 2006). Fue jurado del Segundo Concurso de Cuento Joven Alejandro Meneses 2007, convocado por Ediciones de Educación y Cultura. Desde el verano de 2006 imparte un taller de cuento en la Casa del Escritor de la Secretaría de Cultura de Puebla. Fue becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Puebla en el periodo 1994-1995.


 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

Punto en Línea es una publicación bimestral editada por la Universidad Nacional Autónoma de México,
Ciudad Universitaria, delegación Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México, a través de la Dirección de Literatura, Zona Administrativa Exterior, edificio C, 3er piso,
Ciudad Universitaria, Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México, teléfonos (55) 56 22 62 40 y (55) 56 65 04 19,
http://www.puntoenlinea.unam.mx, puntoenlinea@gmail.com

Editora responsable: Carmina Estrada. Reserva de Derechos al uso exclusivo núm. 04-2016-021709580700-203, ISSN: 2007-4514.
Responsable de la última actualización de este número, Dirección de Literatura, Silvia Elisa Aguilar Funes,
Zona Administrativa Exterior, edificio C, 1er piso, Ciudad Universitaria, Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México,
fecha de la última modificación 10 de abril de 2024.

La responsabilidad de los textos publicados en Punto en Línea recae exclusivamente en sus autores y su contenido no refleja necesariamente el criterio de la institución.
Se autoriza la reproducción total o parcial de los textos aquí publicados siempre y cuando se cite la fuente completa y la dirección electrónica de la publicación.