calamaro-3.jpgLa lluvia cedió durante un rato, pero las calles de la colonia Condesa eran ya una sucesión de lagos pasadas las nueve de la noche. Por eso las chicas de tacón alto escaseaban en las puertas del Auditorio Plaza Condesa; tampoco había arremolinados en los pocos puestos de memorabilia que se instalaron en el camellón de Nuevo León.

En realidad reinaba el orden, algo extraño para la antesala de un concierto de rock: los valet parking caminaban con firmeza e impermeables escurridos para atender a los automovilistas que llegaban al lugar, los boleteros cumplían con diligencia su función, hasta en los elementos de seguridad que revisaban a los asistentes se adivinaba un destello de cordialidad ajeno a su estereotipo.

Así de light es la Condesa, el lugar donde lo naco no es naco, es kitsch, donde las fondas se han vuelto bistros, aquí los perros tienen raza, uno no se cita en un café sino en una librería y los departamentos rentados en dólares se decoran con revista en mano.

En la desembocadura de Juan Escutia, el Parque España y Tamaulipas, se yergue una gran caja de concreto. En sus bajos han desfilado decenas de bares, sus pisos superiores son estacionamientos. Esa mole, con la que nadie ha sabido qué hacer, es ahora un centro de espectáculos, luego de ser cine de aquellos en los que cabía la población entera de una vecindad de la Guerrero, el primer lugar con concepto VIP para salas de proyección y un casino.

Y en ese sito, casi para estrenar su reapertura, se anunció el último de los conciertos de Andrés Calamaro de la minigira que dio, aprovechando su aparición en el cartel del adolescente Vive Latino y que, además de este recital casi inesperado, incluyó paradas en Puebla, Querétaro, Guadalajara y Monterrey.  

Hasta ahí llegó una variada concurrencia, digamos variada para no salir del lugar común de los actos multitudinarios aunque en una ciudad con tantos millones de habitantes como la de México, se tendría que replantear el término multitud, porque en realidad la variedad se limitaba a algunas marcas de ropa, zapatos, celulares y perfumes, unos cuantos roqueros de chamarra de cuero se perdían entre la chaviza bien y la colonia argentina que apenas alcanzaba a llenar el galerón.

Sobre el escenario ya no había movimientos técnicos. De pronto algún tramoya atravesaba el proscenio y se escuchaba el clásico grito de expectación, que por cierto tampoco era tan expectante. Cuando se oscureció el foro los gritos subieron de tono, pero no ensordecían como merecía el momento.

Calamaro tocó en su guitarra los primeros acordes de “La parte de adelante”, la promesa de cumplir y retribuir el nada módico ni popular precio del boleto estaba hecha. Otras tres guitarras le hacían comparsa, divirtiéndose en el rock que comenzaban a tocar.

Un bien modulado sistema de sonido casi nulificaba los coros del público, la gran pantalla en que se proyectaba el video de “Carnval de Brasil” no alcanzaba a llamar la atención, tantas guitarras comandadas por un Calamaro bastante holgado eran el centro de las miradas.

calamaro-2.jpgCon su concierto del año pasado en el Auditorio Nacional, Andrés Calamaro comenzó a pagar la deuda con un par de generaciones que, al huir del plástico del rock mexicano, se formaron musicalmente con Los Abuelos de la Nada, Los Rodríguez, Charly García y él mismo, que nunca había tocado en público en el país del tequila. Y ahora continuaba su liquidación ante poco menos de dos mil personas que le retribuían los mismos saltos que a Los Estrambóticos y Shakira.

Al igual que Juan Gabriel, El Salmón Mayor sabe campechanear sus éxitos para no malacopear a los asistentes, para ese fin ya estaba el precio de los tragos verbi gracia, caguamas espumosas y algo tibias a noventa pesos. Así que “Media Verónica” sonó pronto, alegrada después por “Elvis está vivo”, cuya  alteración al verso inicial incitó un gran aplauso de unos y una mentada de madre mía: Jackson está vivo…

Algunos indicios de retroceso se hacían presentes en el desmadre del público: la mariguana, que se ha vuelto un placer caserón, de reunión de cuates, se asomaba en hornazos dispersos; un par de condones volaban cual dirigibles libertarios. Y no, en el público no abundaban los especímenes que vivieron aquellos conciertos ochentenos, entre clandestinos y rebeldes, en los que aquellas prácticas eran uso y costumbre.

La producción, consciente del bajo grado de abstracción de los escuchas, contribuyó a la comprensión de las letras de Calamaro, proyectando en la pantalla imágenes alusivas a éstas. Así, mientras sonaba “El día de la mujer mundial”, aparecían en un PowerPoint bien armadito, como de exposición preparatoril, los retratos de Marilyn Monroe, Frida Kalho y Eva Perón. El colmo llegó con “Los aviones” y la aparición de imágenes de aviones de principios del siglo XX, lo dicho, una presentación escolar con soundtrack de gusto a whiskey.

Una botella de Herradura Reposado en el escenario dio pie a un brindis entre Calamaro y algunos vasos de cerveza que se alzaron para festejar el encuentro, un encuentro en el que el festejado cómo no se divierte, baila, grita y se tira al piso para recordarle al público o, más bien, enseñarle lo que es roquear.

Y para eso están “El salmón”, “Las oportunidades”, “Estadio Azteca”, canción que me recuerda que jamás he pisado el Coloso de Santa Úrsula. Y otra vez los saltitos de concierto de ska y los coros a la Siempre en Domingo. A nadie se le ocurre soltar una lágrima. En los albores del Bicentenario la emoción se expresa marcando el número de la amada en el celular y dedicándole la canción del momento, no llorando ni desmayándose.

En eso estamos cuando Calamaro nos recuerda que es argentino y que, como los mexicanos tenemos nuestras norteñas, ellos tienen sus tangos, y que en las postimetrías del siglo pasado aún se escribió un memorable tango: “Jugar con fuego” y que el autor fue él, por eso se da el lujo de jugar con la letra, quebrar la cadera en cada nota y poner ambas mejillas para recibir los besos que le puedan tirar.

Después, “Los mareados”, casi para dar paso a la tanda final. El escenario lució solo por unos instantes, el trámite del aplauso y el “Oeoeoé, Andrés, Andrés” no duró más que lo que un técnico tardó en afinar una guitarra. Como buen músico, Calamaro sabe la esencia del encore y sólo tocó tres canciones, cumplió con los que esperaban “Flaca” y “Sin documentos” fue la despedida, interrumpiéndola para calmar una gresca, de esas que pasan hasta en las mejores familias y, por supuesto, en la Condesa.

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Fotos:
www.calamaro.com
www.record.com.mx
Víctor Cabrera
 


Luis Téllez-Tejeda (Naucalpan, México, 1983) es poeta, cronista y editor. Estudia Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha publicado poesía en los libros colectivos Crimen confeso (Daga, 2003), Espacio en disidencia (Praxis, 2005), Al frío de los cuatro vientos (Instituto Mexiquense de Cultura, 2006) y Los mejores poemas mexicanos (Joaquín Mortiz; FLM, 2006); en las revistas Viento en vela, Literal Punto de partida; en el suplemento cultural Arena y el periódico Unomásuno. Ha publicado reseñas y artículos en Libros de México, El bibliotecario, Solario y Punto de partida. Es editor del boletín sobre literatura infantil-juvenil y promoción de lectura Puntos y líneas, coordina el área de publicaciones del capítulo México del International Board on Books for Young People. Imparte talleres de creación literaria para niños de poblaciones vulnerables dentro del programa Alas y Raíces del Conaculta. Ha participado en diversos congresos en México, Brasil y Cuba.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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