Matizada en tonos brillantes. Así es la vida cuando se le ve con gusto. Un vaivén de trazos nacarados sobre un lienzo de color indefinido: un día  se notan más, como lunares en la piel, las zonas lúgubres e indeseables pero siempre necesarias. Otros días, en cambio, y a condición de los primeros, la vida se muestra implacable, indiferente a los desengaños y gravemente atiborrada de ilusiones.

Los días en que se confabula todo a nuestro favor de verdad se recuerdan con placer. Son el resultado de las más afables sorpresas que, sin cobro y a veces sin merecerlo, nos  otorga de manera irreversible la mejor cara de la vida. Días que deben su suerte a una unión afortunada de momentos; acontecimientos que, por inexplicables e impredecibles, son recibidos con estupor y alta carga de entusiasmo. Días que adeudan sus justos motivos a situaciones que, confesándome incapaz e inexperta en el tema, no me atrevo a describir. 

Es simple. No me imagino la vida sin las satisfacciones que saben a éxito, sin el consuelo que brindan los reencuentros con amigos, con la familia, con las mascotas o con el pasado; y por supuesto, mucho menos logro imaginarla sin las grandes bondades esporádicas, casi estratégicas, del amor. Todas estas razones que dibujan, sobre telas puestas al azar, las causas que abren paso a días incomprensiblemente felices. Los anteriores son los motivos de los buenos días, pero sólo son algunos, porque hay otros que mi imaginación no alcanza exhibir. Y debó ser franca, hay días verdaderamente apabullantes de tan alegres, que parecen no servir a ningún motivo. Lo defiendo: sé vale ser feliz sin tener una razón.

Vulnerables todos, merced a la contingencia en los colores con los que se ha dibujado la vida, los días parecen no ceder a la suerte adivinatoria, por eso las personas andan por las calles buscando certeza en la esperanza de poder conquistar los sueños. Hay días, empero, que parecen logrados, que los anhelos han sucumbido a la suerte y reivindicado su camino hacia la realidad. Pecamos de incrédulos, desconfiados e inseguros, hasta que entre júbilo y alborozo, por cierto, protagonistas siempre de estos días, hacemos justicia y damos a bien llamarlos: “El mejor día de nuestra vida”. Ingenuos, los nombramos así por creerlos insuperables.

Yo diría que no hay un mejor día sino muchos buenos días. Hay mucho de relativo en este asunto: estoy segura de que existen días que pudeo designar como los mejores de mi infancia; o los hay también de mi juventud; los habrá, cuando sea adulto, y ojalá los tenga en mi vejez. Hay mejores días con la familia, mejores días en la escuela y mejores días con los amigos, pero son incomparables entre sí.

Los buenos días son fáciles de reconocer. Todo es cuestión de, justo antes de dormir, poner atención a la manera en que las comisuras de la boca se expanden y los labios se entreabren al recordar lo acontecido durante aquella jornada. Es un reflejo corporal incontrolable. Es importante que no se busque reprimirlo, pues estos días llegan a escasear por lapsos. Lo mejor es disfrutarlos sin resquicios ni reproches, sin desconfianzas ni arrepentimientos. Al día siguiente se debe despertar sin parecer perturbados, pero revelando que hemos sido parte de una transformación. Llevemos el día anterior tan sólo en la memoria y esperemos ver el próximo llegar.

Debemos poner atención al significado de cada momento. Es posible descubrir en el lienzo de la vida su lado más brillante. Todo es cuestión de enfoque porque, siempre azaroso, el destino exhibe colores inimaginables; más bellos e indescriptibles unos que otros, pero todos reveladores. Los buenos días, los mejores, van más allá de lo contemplativo; algunos alientan las mañanas que le siguen; a otros se les atribuyen grandes lecciones, pero todos siempre resultan inspiradores.


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Angélica Jocelyn Soto Espinosa (Ciudad de México, 1989) cursa la carrera de Ciencias de la Comunicación en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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