I. Proyección

Al amanecer del siglo los cerdos seguían en el poder. Eran esos animales a los que nada satisface, que comen hasta acabar con todo, que visten con corbata y tienen el dinero en sus espaldas. Ignoro, de verdad, quién los llamó capitalistas, porque son marranos rosas, gordos e insaciables. Pero vino la primera enfermedad, la muerte verde. Le decían así porque venía con mocos. Había registros históricos de gripas; ésta fue sin duda la más fuerte. Poco a poco los cerdos se murieron.

Entonces llegaron los perros a comer lo que quedaba. No contentos saciaron sus entrañas hasta el vómito de color rojizo. Hicieron un festín. Se lo comieron todo y del exceso los perros se murieron. Caían desesperados por las calles con las vísceras agujeradas y la lengua seca. Su muerte fue feroz, violenta y rápida. Después vinieron las ratas. Ningún cuento reproduce las imágenes: eran olas, mareas de ratas chocando, mordiéndose entre ellas en su lucha por comer los desperdicios. Las ratas dominaron el mundo un tiempo, hasta que se comieron entre ellas y se extinguieron.

Avanza el siglo y es muy difícil encontrar algo de comer que no haga daño. Ya no hay agua, el aire arde en los pulmones y las noches de invierno son tan calurosas como una bocanada del demonio. No hay ojos ni palabras que sean espejos. No queda nada y sin embargo, alguien tiene que empezar a limpiar el tiradero.



II. (Sobre)vivir

No basta con saber que estamos muertos o que la vida es sólo la antesala de una noche eterna que se acerca. Es necesario incendiar el mundo a cada instante, a cada paso del reloj. La carne se fermenta y cuando los laboratorios dicen que su “razón de ser es tu salud”, el mensaje se desnuda: son millones de millones de dólares lo que ganan las farmacéuticas. El cuerpo ahora depende de cápsulas, pastillas y pomadas. Estar sanos refiere a la cantidad diaria de medicinas consumidas. La salud es un negocio internacional centrado en la ganancia de los efectos secundarios.



III. La muerte verde de Poe

La muerte verde había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. Los mocos eran su encarnación y su sello el verde y el horror de las mucosas. Comenzaba con agudos dolores de cabeza, la sensación de cuerpo cortado y un vértigo repentino. Luego emanaba una gelatina verde por la nariz, la boca y las orejas que terminaba por ahogar a la víctima. La palidez del rostro que se asfixia en su fiebre era la firma de la peste, que aislaba de toda ayuda y de toda simpatía. La invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en dos días…



IV. Teo

Teo no entiende el escándalo. Diario hay cientos de muertos por tabaquismo y un número igual por cáncer (esa enfermedad que te produce lo que comes, lo que bebes y el aire que respiras). Día a día dañamos el cuerpo, sobre todo el sistema respiratorio y el cardiovascular, gracias a la vida moderna: tiempos cortos, distancias insalvables, tensión eterna y prisa. Hay muchas muertes por alcohol y la telefonía celular nos quema la cabeza. Pero es aún más oprobioso que muchos niños mueran en todo el mundo, en todo México, por enfermedades curables como diarrea y gripa. ¡Cuál es el escándalo —grita Teo y me ve con sus ojos claros y su mirada indescifrable—, por qué nos matan de todo menos de lo que pronto se vuelve un escándalo mediático y televisivo!



V. La grieta

En medio de la crisis los poderosos chillan con sus agudas voces. Hacer dócil a la población, de eso se trata: gobernar en medio del derrumbe. Que se pague con sangre la insaciable ansiedad de los marranos. Todos lo saben, el gobierno y el narcotráfico son los brazos del mismo hombre. El ejército protege la producción de drogas y reprime a todo aquel que se levanta. El Estado es el negocio de los altos sueldos y la vendimia del territorio a los grandes capitales. Ya se sabe que los cerdos nos matarán con aguas venenosas y aire caliente.

Pero vendrá el día en que los virus se desaten. De las coladeras, los pequeños seres prescindibles que hieden, saldrán con sus manos de machete. Saldrán los animales con dientes de vidrio y aliento alcohólico. Saldrán con la piel excoriada, con llagas en la boca y con el corazón podrido. Todo arderá por muchos años y no hay garantía de que la destrucción nos dé un día nuevo.



VI. Coda

Se levantó por la mañana hambriento y con un profundo deseo de desayunar huevos revueltos preparados como más le gustan. Él disfruta cocinar con la mayor cantidad de ingredientes; una tortilla si sale bien, si sale mal un revoltijo. Aceite, jitomate, jamón, salchicha, champiñones, papa, a veces calabaza, chorizo si hay. Casi cualquier cosa se lleva con los huevos; de los que él sólo utiliza la clara, pues la yema le parece una bolita de grasa, como aquellas que salen de los barros pero de gran tamaño. Algo de asqueroso y dañino se percibe en esa sustancia amarilla, pero jamás se imaginó lo que en ése desayuno le esperaba.

El ritual siempre comienza con la preparación del café. Después lava los ingredientes. Es curioso cuando la sazón se convierte en resultado, pensó hay pasos seguros sin éxito alguno y sólo queda la intuición de un sabor que no se puede degustar. Todo hay que cortarlo en tamaños rigurosos. Después el fuego, una sartén y aceite. El aceite no puede quemarse, pero hay que calentarlo. Una vez listo se pone la cebolla, a la que le siguen en su orden los demás ingredientes. El huevo va al final. Las claras se separan, se baten hasta que hagan cuerpo y se vierten sobre el guiso. Evidentemente las especias son mucho más delicadas; ellas también encuentran sus tiempos en la preparación. Siempre así, siempre el ritual. Pero esa mañana algo iba a suceder.

El desayuno estaba casi listo, sólo faltaban las claras. Puso una, dos, tres y justo en el momento que caía la cuarta dejó salir un grito de horror y asco. Después de romper el cascarón del huevo, lo que salió era color rojo, era sangre en lo que nadaba la yema; un coagulo carmesí se mezclaba entre las demás claras opacándolas. El plato hondo en donde batiría todo de un momento a otro tuvo un líquido color naranja. No olía feo, pero la vista atestiguó la huella de la muerte de esos animales/mercancía que no sienten, que no sufren y que nunca se sublevan. 

 

Pablo King Álvarez (Ciudad de México) es poeta y ensayista. Es licenciado en Antropología Social por la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Estudió la maestría en Cultura y Literatura Latinoamericana en la Universidad Nacional Autónoma de México. En 2008 ganó el segundo premio en Ensayo del Concurso 39 de Punto de Partida, y actualmente es becario de la Fundación para las Letras Mexicanas, en el rubro de ensayo.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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