y luego yo, tan mirón,
tan melodramático

Ricardo Castillo

 

El pasado 23 de abril se llevó a cabo una lectura de poesía en el vestíbulo de la sala Miguel Covarrubias del Centro Cultural Universitario, en el marco de la Feria del Libro y la Rosa. Sobra decir que el sitio estaba rebosante, que las distintas actividades que se desarrollaban lograban que llegara más y más gente.  Durante la lectura saludé a muchas personas, abracé a un par de amigos que no veía desde hace tiempo, compartimos un par de cigarrillos… sin imaginar lo que se avecinaba.

Horas después, en la comodidad de mi hogar, mientras preparaba una frugal cena, el secretario de salud, José Ángel Córdoba, anunciaba, a través de un comunicado televisivo que cortó abruptamente la programación, que la nación mexicana se encontraba bajo el peligro de un virus de influenza que amenazaba la salud de la población. Después de anunciar las medidas de todos conocidas, se hizo público el cierre de aquellos sitios de reunión propensos a la propagación del virus: bares, restaurantes, cines, teatros, escuelas, etcétera.

Las nefastas cifras que seguían cual sombra el avance de la influenza variaban según los medios de información, los días y los horarios. La contingencia subía de tono y comenzaba a propagarse por el orbe el tan temido mal. Mas era otro el contagio que avanzaba con mayor fuerza y rapidez, según los noticieros televisivos, el de la discriminación. Se informó, en múltiples y variadas ocasiones, que algunos de los países que otrora México les abriera las puertas y apoyara de diversas maneras ahora estaban dándole la espalda. Argentina, Cuba, Ecuador, Perú y China cancelaron todos los vuelos provenientes de nuestro país. Incluso el llamado Gigante asiático llegó al punto de aislar a los mexicanos que transitaban por sus territorios.

La UNAM, al ser una institución educativa, se vio en la necesidad de cerrar sus colegios. No así sus dependencias: éstas se mantenían activas por medio de un sistema de “guardias” implementadas para seguir con sus actividades “normales”, si es que podría haber normalidad en ese clima. Al llegar a la oficina (tan orondo y campechano como siempre; lejos, muy lejos de la paranoia colectiva), me encontré con Carmina Estrada, editora de Punto de partida, y Víctor Cabrera, jefe de Publicaciones. Nosotros tres componíamos la guardia de nuestro piso. Cuando yo arribé a la Dirección de Literatura, ellos ya se encontraban ahí. Carmina, con tapabocas, al verme llegar, me pidió que la saludara de lehitos. Víctor, previa desinfección de toda su oficina y con las manos y rostro tras asépticas protecciones, me preguntó “¿ya te lavaste las manos, güey?” Yo no presentaba el mínimo síntoma de influenza, sin embargo, los que antes me saludaran siempre efusivamente, hoy lo hacían a distancia, manteniéndome a raya. ¿Me estaban discriminando? Creo que no. Estaban, desde su terror, siguiendo las medidas necesarias para prevenir el contagio, la propagación del virus. Nadie se atrevería a criticar a mis amigos por tomar esas prevenciones. Entonces, ¿por qué tanto escándalo ante la cancelación de vuelos provenientes de México? ¿Es, de veras, una medida discriminatoria, como nos dicen las televisoras? No desde mi apreciación personal. No me sentí discriminado por mis compañeros de trabajo como no me siento discriminado por esos países. Me da la impresión de que se exagera al considerar esas medidas como discriminatorias. ¿Qué no estaban, también ellos, aislándose de los lugares “concurridos” para evitar contagios?, ¿no es lo mismo que toda la gente estaba haciendo acá en México?

Como mucha gente, estos días me pasé gran parte del la jornada conectado a internet. Ahí tuve oportunidad de conversar con amigos de esos países (salvo China), y en ningún momento, y de ningún modo, me sentí discriminado. Hablamos, claro está, de la situación, pero ellos, desde su lejanía geográfica, reconocían que veían escasa la posibilidad de contagio (algunos, incluso, creían en la teoría del complot, de la cortina de humo), mas veían, como yo, las medidas como preventivas, en ningún caso discriminatorias.

En realidad, si es que se trata de sentirse discriminado, podría haberme sentido así, pero aquí, en la ciudad, en el metro, ya que la gente te miraba mal si no traías tapabocas (que, digámoslo tal cual, no servían de mucho), ya no se diga si estornudabas. Discriminado por aquellos tapabocas tan deficientes que se repartían por las calles, inferiores en calidad a los usados por los secretarios o los jefes de estado. Discriminado por estar más propenso al virus viajando en transporte público, a diferencia de los secretarios, encapsulados en sus lujosos coches. Si es que hay que sentirse discriminado, yo me sentiría más por eso que por unos vuelos cancelados.

 

Luis Paniagua Hernández (San Pablo Pejo, Guanajuato, 1979) es poeta y ensayista. Estudió Literatura en la UNAM. En el año 2000 obtuvo el primer lugar de poesía en el concurso José Emilio Pacheco, en 2004 el premio en el mismo rubro en el concurso de Punto de partida y en 2008 el primer lugar en el certamen Décima Muerte. Ha sido incluido en las antologías Crimen confeso (2003), Un orbe más ancho. Cuarenta poetas jóvenes de México (2005), Los mejores poemas mexicanos (2006), Anuario de poesía mexicana (2007 y 2008) y La luz que va dando nombre. Veinte años de la poesía última en México: 1965-1985 (2007). Es coautor de los libros colectivos Espacio en disidencia (2005) y Al frío de los cuatro vientos (2006). Ediciones de Punto de partida publicó su primer poemario: Los pasos del visitante (2006).

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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