Sin noción del Centro Despertar desnuda y descubrir la mitad de tu cama ocupada por un desconocido igualmente desnudo, es el origen de toda confusión, de toda reflexión inteligente o absurda acerca de la energía que brota de dos cuerpos desnudos en reposo. Un momento de vértigo sólo interrumpido por la insensata prolongación del agónico deseo. Saltar de la cama y caminar hasta el baño, con el único objetivo de embarrar con pasta de dientes ese cepillo que merece ser tragado por el bote de basura. Cepillarte los molares, premolares, colmillos y lengua, hasta maquillar el aliento pesticida del que despierta. Volver a la cama con la sonrisa nueva y acurrucarte junto al bulto desconocido. Fingirte dormida cuando, minutos después, él se levanta para ir al baño a mear, rascarse los huevos y, a su vez, quitarse de encima las telarañas del mal aliento. Aprovechar para estirarte, bostezar y acomodar tu cuerpo coquetamente desparramado en la cama alborotada, hasta convertirlo en una voluptuosa masa que pide un poco más, en una labor semejante a la de un montaje teatral. Escuchar sus pasos sobre el suelo sucio y cerrar los ojos sabiendo que se ha detenido en la puerta para mirar a distancia tu lúbrica desfachatez. Ignorar su presencia, revolcarte y descubrir tu seno izquierdo; “despertar” al sentir la presión de su lengua en tu pezón, en tu cuello, en los labios. Su lengua en tu garganta. Arrojar al suelo las cobijas y ofrecer un espacio en el colchón. Sentir que te estorba la humedad luego de treinta minutos dedicados al prólogo del amor. Pedir, implorar, exigir que te penetre, que te conozca bíblicamente; escucharlo reír con la tonta referencia. Abrir las piernas, sudorosa; aferrarte a la cabecera de la cama, fruncir el ceño al sentir la primera estocada, pujar como una parturienta y cansarte, poco a poco, del roce con la piel de ese desconocido. Sentirte verdaderamente fastidiada por los violentos empujones del sujeto cuyo nombre has olvidado y, aun así, seguir gritando obscenidades; pedirle más y de mil modos, deseando que termine de una vez, que eyacule y te embarre las piernas con un chisguete o dos o tres de semen que huele a humedad. Soportar su cuerpo sobre ti una vez que se ha dado por vencido, y contar cinco segundos mientras miras el techo. Quitártelo tiernamente de encima, mirar el reloj, poner cara de apuración y decir, muy educadamente, “gracias por tu cooperación, luego te llamo porque tengo trabajo”. Lamentar haber quedado nuevamente en el extremo de la periferia, lejos, muy lejos del verdadero conocimiento del Otro. Joder, que penetrar no es conocer ¿cuándo lo vas a entender? Bañarte sin remordimientos y dejar ir por la coladera el sudor ajeno. Planear, bajo el chorro del agua caliente, la estrategia para conocer a otro desconocido que llevarás de la mano a tu colonia, tu calle, tu edificio, tu departamento, tu cama; para revolcarte, ser penetrada, no dormir sola, despertar con aliento pesticida y pensar, otra vez, en la energía que brota de dos cuerpos desnudos y en reposo, listos para un ejercicio de conocimiento condenado a la periferia y sus orillas. Con el centro a perpetuidad negado. Después del cigarro no hay Después Lo conocí después. No sé si a tiempo, no sé si tarde, pero después. Habían pasado ya las mariposas, se gestaban acaso polillas, pero yo, con la menarquía reciente, escogí, antes que entender lo que pasaba en mi estómago, aprender a “dar el golpe” en una nueva versión: sin encontrar mi puño con el hombro ajeno. A los dieciséis años la bocanada inicial no podía ser otra cosa más que lo que fue: un puñado de navajas patinando, tropezando en mi garganta. Pero algo hubo entonces que me hizo quererlo después. Adicción, le dicen los inmunes. Ciertos viciosos, como yo, preferimos materializar esa filia en un degenerado romance con El Luego —otra vez después, la consecuencia, lo posterior— y, a veces, uno que otro revolcón con El Gerundio —hay, en efecto, una acción y simultáneamente, otra; un par al mismo tiempo—, de modo que mi vida cotidiana, con El Antes y El Después, con El Todo mezclado en batidora, fue colonizada por el gusto, el aroma, el color gris y el tacto viscoso del humo del cigarro. Solía encender el primero a mediodía, una vez diluidas en café las telarañas del sueño. La bocanada inicial, sobre todo a los veintiséis años que tengo, era más de lo que yo podía esperar: una tierna infeliz lengua de seda, que abría camino a cigarrillos subsecuentes. Uno era la consecuencia del otro; y el otro, tanto como el uno, enredaba su veneno en mi epiglotis y sellaba las oquedades de mi nariz. Entonces yo era feliz no sólo por la ingenua inconciencia de mi aliento a cenicero, sino, sobre todo, por lo que sabía que debía hacer para llegar al Después, es decir, al cigarro. En mi existencia raquítica de detalles, se hicieron famosas combinaciones como el cigarro después de comer, el cigarro después de una taza de café, el cigarro después de una cerveza, el cigarro después del trabajo, el cigarro después del sexo, el cigarro... Pasado el tiempo, estas relaciones de consecuencia deseada trocaron en relaciones de consecuencia obligada —y hasta lapidaria: El Luego traducido en Por Lo Tanto—, o sea: como, luego, fumo —es decir: como, por lo tanto, fumo— tomo café, luego, fumo; chupo, luego, fumo; trabajo, luego, fumo; y sí: cojo, luego, fumo. El Gerundio es más amable y me prodigó momentos de beber fumando, platicar fumando, leer fumando, llorar fumando, gritar fumando, cantar fumando, escuchar música fumando, escribir fumando. Ad infinitum. La gente normal sabe que uno nunca se arrepiente de dejar un vicio, sabe, incluso, aplaudir para festejar el logro. La loca que esto escribe sabe ahora que entonces, cuando fumaba, al mismo tiempo o como consecuencia, más que hundirse en el amargo catalizador del cáncer, preparaba inconciente y diligente, los tiempos y espacios para extrañar la seda nicotina. Ahora como, tomo café, bebo, trabajo, cojo, sabiendo que no llegará El Después. Que esta vez no habrá Luego. Ahora, mientras platico, leo, lloro, grito, canto, escucho música o escribo, no tengo ya cobijas para acurrucar El Gerundio. Más desolado que el ex fumador urgido de tabaco, inmune a la mordedura de la ansiedad, luce el ex fumador arrepentido, buscando a tientas el camino de regreso, rompiendo la promesa una y otra vez sin encontrar en el tabaco nunca más navajas patinadoras o lenguas de seda, sino, simplemente, la ausencia del Después.
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