(Desde 1957, el mercado de La Merced, en el centro de la Ciudad de México, es un lugar de interacción entre las clases populares. El ambiente ruidoso y ajetreado es una fuente de historias de vida. Verduleros, polleros, carniceros, dulceros, taqueros y comerciantes ambulantes ofrecen sus productos al marchante).

El diablo persigue a todos. A eso se deben las caras preocupadas y el caminar apresurado. Ya no le temen, lo respetan. Cuando lo sienten cerca se mueven a la orilla para prevenir el dolor y el sufrimiento.

—¡Ai les va el golpe! —advierte.

—¡Órale, güey, no mames! Fíjate por dónde andas —reclama el despistado al sentir el golpe de los bultos que lleva a cuestas un hombre de baja estatura, moreno, con brazos fuertes y espalda sudada por el esfuerzo.

cronica-vaporai-neon.jpgEn el interior del mercado todo huele a verde, a ensalada de berros, cilantro, aguacate y nopalitos. El olfato comienza a degustar lo que los ojos visualizan, ríos de saliva se acumulan en la boca y amenazan con desbordarse.

—¿A cómo está la flor de calabaza? —pregunta una señora con bolsa de costal bajo el brazo y delantal a cuadros de color azul celeste.
—Barata, mi jefa; cinco pesos el manojo —le responde el comerciante, quien extiende su mano y alcanza siete tiernas estrellas amarillas, que pronto serán saboreadas con quesillo y epazote.

Es su primera venta del día y el hombre de bigote oscuro y poblado se dibuja la señal de la cruz en la frente, la boca y el pecho. Una cadena plateada pende de su cuello y sostiene un dije con la figura de la Santa Muerte; después de persignarse, deposita las monedas en la bolsa delantera de su mandil de mezclilla ennegrecida.

El recorrido continúa. El pasillo es angosto, un metro y medio es casi insuficiente, asfixia el andar cuando las multitudes se acercan a los puestos donde están apilados cuidadosamente los cuerpos multiformes. El colorido llenaría la paleta del pintor más aguerrido.

Las propuestas viajan por el aire en todas direcciones y se impactan contra el marchante:

—¿Qué le damos, güerita? —proviene del costado derecho.
—¿Bolsa? ¿Para cuántos? —ataca por el izquierdo.
—¡Bara, bara! ¡Bara, baraaa! —convence el rítmico gritoneo.

Una mujer se acerca a tentar los jitomates, alza la cabeza de cabellera blanca y observa el precio. Abre los ojos, sumidos y vidriosos, ante la sorpresa. Saca el monedero de su mandil y termina preguntando por el costo de los ejemplares más pequeños y arrugados, como su piel e indumentaria. Para esos sí le alcanzan las monedas.

—Abuelita —le dice su acompañante—, ya me cansé, ¿me cargas?
—No, m’ijo, ya estoy muy vieja, tú deberías cargarme a mí.

cronica-vaporai-flo_loca25.jpgEn una esquina hay un monumento de sandías sobrepuestas. La frescura de su jugo carmesí invita a que se las pruebe con limón y chile en polvo, para saciar la sed incandescente producida por la carrera. Las pencas rubias de plátano cuelgan en cascada del techo, mientras la dependiente escucha música grupera y se adorna la boca con un labial rosa mexicano.

—¿Qué se le ofrece? Aquí toda las pesas están correctas —le afirma al cliente que se acerca.

Una madre camina con su hijo entre frutas y verduras, relajados y campantes. La hora de la comida aún no se aproxima y tienen tiempo suficiente para buscar buenos precios. Los atrae un montón de tomates de tamaño diminuto, de esos que hacen que la salsa tenga consistencia y su sabor no sea tan ácido.

—¿A cómo? —pregunta la señora.
—El tomatito a 17 y el normal a 12, reinita —contesta un joven que deja la lectura del Libro Vaquero a un lado.
—Déme del chiquito —exclama la conocedora.

El asombro los alcanza al dar unos cuantos pasos: las mismas esferas verdes costaban cuatro pesos menos en el puesto contiguo, se perdieron la oferta.

—¡Ahora sí que nos la hicieron! —piensan los andantes—. Los delata el gesto que hacen al mismo tiempo.

El cojeo y la espalda encorvada de un anciano abordan a los compradores. La marcha, lenta y agobiada, se le dificulta. Un sombrero de palma sucio cubre su rostro rugoso y moreno. Su mano suplicante acompaña los ojos casi llorosos. La voz quebrada ruega por un peso.

—¿Me regala para un taco? —se le nota el acento provinciano.
—No, jefe, no traemos cambio —decide hacerle caso un hombre que choca de frente contra él.

cronica-vaporai-pmcannata.jpgAl otro lado, se ve la muerte en los aparadores. Las vísceras gotean sangre y líquidos funestos. Los pollos gordos sin cabeza, las trompas rosadas del marrano y las pesadas piernas de res se tienden a la vista del carnívoro. Su aspecto y aroma son vomitivos, pero eso no importa cuando se les imagina bien cocinados sobre la mesa.

—¿Qué va a llevar? —pregunta el carnicero con su cuchillo afilado en mano, cubierto por un delantal que dejó de ser blanco para volverse amarillento, lleno de evidencias sanguinolentas.

Enfrente, un metal pesado aplana con ímpetu la carne, al tiempo que unos trozos son triturados y otros salen tiesos del refrigerador. Las aves ya no aletean, los cerdos ya no gruñen, las reses ya no mugen; las ollas los esperan.

Un tapón en la coladera impide que un charco de agua ensangrentada fluya hacia el drenaje. Las moscas vuelan sobre el líquido y siguen su trayectoria hasta posarse en el chambarete, la costilla y el chorizo. Un perro huesudo bebe el líquido y se rasca con ímpetu el cuerpo hasta que una patada lo ahuyenta.

—¡Sácate, pinche perro! Nomás vienes a echar tus pulgas.
—No le pegue, ¿no ve que está malito? —se compadece un infante.
—¡Ándale, David! No te hagas el tonto. Camina hacia delante, siempre hacia delante —lo toma de la mano una señora y lo conduce a regañadientes.

También se sirve ahí el desayuno y la comida en un corredor donde se consuman los antojos y se acaba con el hambre. Las cazuelas gigantes burbujean, el fuego hace hervir el caldo rojo del menudo y del pozole.

cronica-vaporai-chesnutt.jpgSobre una estufa calcinante, un letrero anuncia: “Antojitos Mexicanos Doña Berta”. Una docena de bancos rodean una mesa improvisada con tablas viejas. Aunque no se conocen, los vecinos comparten los alimentos. Nadie se fija si los cubiertos sobran y el plato se empina para dejar caer los manjares a bocanadas.

—¿Cuántos le ponemos? —pregunta don Beto, al mercar sus caldos de gallina.
—Sí hay, ¿cuántos quería? —divulga Fernando a quien se fija en sus tacos de guisado.

Más adelante, arrodillada en el piso, hay una mujer de trenzas largas adornadas con listones verdes. Amasa tortillas, sopes y tlacoyos rellenos de frijoles. Frente a ella, un bracero arde con carbón para que el comal cocine las garnachas. Atrás, una joven saca su seno y amamanta a un recién nacido.

Sus ropas son de textura brillante. Visten unas faldas azules, ajustadas a la cintura con un pedazo de tela roja. Las blusas amarillas con holanes enmarcados por encaje blanco cubren sus torsos acompañadas por un rebozo oscuro. Hablan entre ellas en una lengua extraña. Una compradora les pregunta el precio de sus productos.

—¿Cuánto cuesta la masa de maíz azul?
—A seis el kilo, marchantita —responden en un español accidentado.

La mujer decide comprar un par de kilogramos y paga con un billete de doscientos pesos. Las vendedoras cuentan el dinero que han recolectado para dar el cambio: un billete de cien, uno de cincuenta, dos de veinte y cuatro monedas de un peso.

—Me está dando de más, señora, cóbrese lo que falta.
—Híjole, sí’cierto! Gracias, no me di cuenta —contesta la vendedora con las mejillas sonrojadas.

Un carro de supermercado pasa repleto de pescado. En la parte inferior tiene una barra de hielo que sostiene, entre ramas de perejil, las mojarras olorosas a tierra de laguna. También hay camarones y almejas embolsados.

cronica-vaporai-dia35.jpg—Cómprame un pescadito, papá —le dice una niña despeinada a su acompañante, mientras aspira para no derramar el líquido viscoso que se le asoma por la nariz.
—Ya no traigo nada de lana; eso ha de estar muy caro. Sólo venimos por el mandado y las verduras —replica un muchacho espigado de rostro adolescente y saca las manos vacías de los bolsillos del pantalón.

—Franelas, trapos, ajos y cerillos —repite por el camino una joven de frente sudorosa, a quien el cansancio y el bostezo se le asoman en el tono con el que modula la voz y pregona su mercancía.

Al costado derecho, las moscas tienen un festín bajo la sombra de los tráileres estacionados en la orilla de la calle, donde se apila un cúmulo de basura vegetal. Dos ancianas pepenan lo que otros han tirado. Un trío de perros las acompaña en su fervorosa búsqueda.

La Virgen de la Merced los ampara; las láminas del techo y las paredes del mercado los cobijan. Su labor le ha dado de comer a muchos, ha llenado los refrigeradores y las alacenas de incontables hogares. La vendimia sigue en marcha, desde hace más de 50 años.

—¡Va por ai, joven! ¡Va por ai! —se abre camino el diablo.



Ilustraciones:
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Silverio Orduña Cruz (Estado de México, 1987) es estudiante de la licenciatura en Ciencias de la Comunicación, en el área terminal de Periodismo en los Medios, de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Fungió como locutor de “La Cucaracha”, programa de la estación digital Comunica Radio, de septiembre de 2007 a mayo de 2008. Ha publicado su trabajo periodístico en la Agencia Universitaria de Noticias (Aunam), la revista Danza, pasión y movimiento y en Danzanet.com. Es uno de los autores de Recreación periodística. Del entorno universitario y sus protagonistas, compilación de la profesora Carmen Avilés Solís, editada por la Aunam.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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fecha de la última modificación 10 de abril de 2024.

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