ensayo / diciembre 2023 - enero 2024 / No. 108


Dance me to the end of love


Olympia Ramírez Olivárez


Me preguntan por las características de mi pareja ideal. Pienso en las listas que decía de pequeña: un hombre alto, fortachón, inteligentísimo, amable con todos, con carro del año y padre ejemplar. Los requisitos ya no son los mismos: una persona que me haga reír, que le guste platicar de cualquier cosa en cualquier lugar, que no tema a la espontaneidad, que no rechace caminar en vez de tomar el metro, que baile (conmigo) en las fiestas aunque no sepa(mos).

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Aprecio mucho que alguien decida, sin ser en contra de su voluntad, renunciar a la compostura, la convención social, la pena, para dejar al cuerpo bien portado poseerse por el ritmo de la música. No cualquiera se permite perder el control tan pronto el beat desmorona las leyes de la física para someterlo a sus caprichos carnales. Quienes a esto se aventuran públicamente, pronto sufren las consecuencias de haberse abstraído de la realidad estática. La vergüenza de ser visto bailando puede variar en su duración y, en los casos más extremos, podría cosquillear las inseguridades dejando terribles secuelas de por vida. En tiempos pasados, además, se limitaban a simples risas y protagonismo en anécdotas de desconocidos. Ahora, las cosas son diferentes. De atreverse, alguien podría tener la malicia de capturar el momento con su teléfono y hacernos estrellas del próximo video viral. Bailar no cualquiera en cualquier lugar.

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La fiesta, el antro y el salón de baile —palabras que muchas veces nombran ambientes y contextos en vez de lugares— son oasis donde mover el bote forma parte de la norma. Ahí, pocas veces las personas logran resistir las ondas de una buena cumbia, el retumbar del reguetón, la energía de un nostálgico pop o la cámara lenta de las canciones románticas. Estos santuarios permiten que la conexión mente-cuerpo cambie su funcionamiento sin que uno subordine al otro; ambos funcionan juntos como consecuencia de nuestra disposición genética por el movimiento. Para bailar entre luces fosforescentes y sudores desconocidos, mover la cabeza de lado a lado y arriba-abajo, zapatear bajo la mesa, o bien, apenas levantar uno o dos dedos, mente y cuerpo trabajan como uno. Pareciera que el baile, en mayor o menor medida, responde al instinto de sincronizarse con la música cuando la escuchamos. Para probar esto, la Universidad de York se sirvió de 120 bebés de entre cinco meses y dos años de edad para hacerles oír música mientras los científicos registraban su comportamiento. Para descartar que acaso su reacción fuera producto de la socialización, usaron conversaciones casuales, sin ritmo, para el grupo de control. Así, dejaron constancia de que, en efecto, sus cuerpecitos imitaban el ritmo de la música con sus brazos, sus cabezas o piernas mientras ignoraban la arbitrariedad del habla convencional.

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De pequeña bailaba cada que escuchaba música sin importar el lugar ni la situación en la que me encontraba. No importaba la opinión pública. Paraba cuando se me pedía, pero en muchas ocasiones no advertía cuando empezaba a perder el control. Pasaba por la calle y sin darme cuenta el Top 100 éxitos musicales del año anterior me poseía toda. Retorciéndonme cual gusano con sal, diría mi mamá, mientras me pellizcaba discretamente por las costillas o cerca de los sobacos para deternerme. Así aprendí a bailar sólo en los festivales del 10 de mayo o del Día de la Independencia. Pero a veces sin quererlo, algo muy dentro de mí me hacía mover más de un dedo o un pie al mismo tiempo que una botarga al otro lado de la calle. Irresistible. Involuntario. Inconsciente. Incontrolable.

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Era Estrasburgo de inicios del siglo XVI cuando Frau Troffea comenzó un ataque masivo de histeria haciendo a casi 400 personas bailar hasta morir. La gente cayó una a una ya fuese por sed, fatiga o ataques del corazón. Un día esta señora pasó por la calle sacando sus mejores pasos y poco a poco la gente se le unió sin poder detenerse. Las explicaciones a este fenómeno son varias en la actualidad, pero entonces se pensaban cosas más interesantes: enfermedad, castigos divinos, maldiciones, posesiones, pues los cronistas de este mal describen a las víctimas con muecas de dolor rogando detenerse. Nadie sabe nada significativamente concreto acerca de este suceso. Las causas de esta epidemia son inciertas hasta la fecha, pero la magnitud y frecuencia de estos brotes en la época de Troffea ha dado pie a especulaciones sobrenaturales acerca de su origen. Varios culparon a San Vito, por lo que, tras su debut en las calles de Estrasburgo, llevaron a Troffea y compañía al pueblo de este santo para curarse. En el templo colocaron a los enfermos debajo de una figura de San Vito. Después, les pusieron zapatos rojos y agua bendita en los pies como remedio divino.

Otros dieron por responsable al desequilibrio de los humores del cuerpo: los desdichados con exceso de sangre caliente respondían con agitaciones para bajar su temperatura. Como solución al mal, los gobiernos incitaron a los danzantes a continuar con su coreografía hasta desplomarse en medio de la calle. Aunque la hazaña de Troffea es la más famosa, no se trata del primer ni del único caso de coreomanía registrado. Sea cual sea el verdadero origen de este evento, la gran mayoría de teorías apuntan al baile como un mal, algo negativo que irrumpe lo normal.

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Así como mi mamá, que pensaba mis episodios de desenfreno como una enfermedad que la madurez curaría; confiaba que el tiempo domaría ese impulso febril. Al ver que los años pasaban y que los pellizcos eran inútiles, buscó una solución y me inscribió a innumerables clases de baile.

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Como con muchos otros saberes, la institucionalización del baile puede llegar a romper los sueños, goce e instinto de hacerlo. Las estrictas reglas de vestuario, compostura, sincronización y apariencia física terminaron por hacer de la danza una actividad que ya no era placentera, sino estresante. Era inevitable no compararse con las alumnas estrellas, con las bailarinas profesionales, con la profesora y hasta con la compañera que tampoco tenía ni idea de por qué estaba en esa clase. No había amigos, había competidores. Los errores de cualquier tipo eran motivo suficiente para dar lugar a las risas, al regaño, a los castigos. Entonces regresa la vergüenza, una se quiebra y renuncia; y allá en el olvido quedaron las clases de ballet, de jazz, de polinesio, de regional mexicano, de comedia musical, de baile moderno, de hawaiano, de tango. Ya no había ataques en la calle ni en el súper ni afuera de las Farmacias Similares.

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El único propósito biológico de los seres vivos, por más pequeños que sean, es reproducirse, decía un profesor en la escuela. Para ello se necesita encontrar una pareja con la cual combinar información genética, al menos para la mayoría de los organismos pluricelulares. En el reino animal existen diversas estrategias para conquistar a un potencial candidato. Hay especies que hacen figuras en el fondo del mar, otras construyen suntuosos nidos, algunos se dejan llevar por la vista y eligen al más bello y ostentoso de los pretendientes. También están los prospectos que comunican esa necesidad con los movimientos de su cuerpo.

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Algunas aves, arañas y los caballitos de mar hacen de la danza una habilidad sexual y social. El baile es algo innato que, según las teorías darwinianas, se originó gracias al movimiento de las olas. Éstas originaron un sentido de la vibración en los organismos unicelulares que a la fecha permanece como un instinto fantasma en diversas acciones humanas como el arrullo, la respiración y los movimientos coitales. Las contracciones del músculo pubococcígeo, tanto de hombres como de mujeres, suceden a un ritmo promedio de 0.8 segundos, al igual que en la música, lo que sugiere que el acto sexual es la base del baile.

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La danza humana ha adquirido diferentes funciones a lo largo de los años; sin embargo, entre ellas figura la de ser un abrazo sexual públicamente permitido, permaneciendo como una reminiscencia de nuestros diminutos antepasados.

Pienso entonces, de nuevo, en los antros.

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Recuerdo el olor a alcohol, el olor a sudor. Las luces, la música, los empujones. Hablar es inútil; aquí todo lo rige la vista. El ruido no permite que la voz viaje hasta nuestro oído como debería, haciendo de los ojos nuestros guías; adivinamos sonidos: piropos, propuestas, cumplidos, provocaciones, en medio del bullicio. El coqueteo se adapta a su nuevo hábitat.

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Al inicio de una de mis películas favoritas los protagonistas se odian, pero conforme avanza la historia se dan cuenta de que sus sentimientos son más grandes que sus prejuicios. En una escena ambos asisten a un baile de gala. La música suena, entonces él le pide la siguiente pieza y ella acepta. Toman sus posiciones. Sus movimientos fluyen con naturalidad al mismo tiempo que advierten lo que su orgullo quiere esconder. La canción continúa mientras la cámara se enfoca en ambos haciendo desaparecer a todos los demás invitados: solos los dos bailando. En ese momento, sus cuerpos hablan la verdad.

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El baile, hoy, es explícitamente sexual. Las tías santurronas se aterran viendo a las señoritas mover sus caderas en movimientos circulares, sacando el trasero como babuinos. Pretendientes, parejas y amantes nictémeros bailan para cortejarse. Antes, la provocación se limitaba a las manos, la cintura, los hombros y la mirada; era un abrazo sexual insinuado y mustio. Ahora, el coito se hace explícito al bailar; el cuerpo ya no se censura, y hasta las canciones incitan. La invitación coital se hace explícita en escenarios como esa sauna oscura. Los movimientos de cadera, el rebotar de las nalgas, el jugueteo de las manos y de la boca al moverse son más una carta de presentación: Como baila, coje.

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La música ya no es la de antes, todas las canciones son vulgares. No es algo nuevo, siempre han habido formas para decir las cosas eufemísticamente. Segurísima estoy que Willie Colón y Rubén Blades no buscaban una guayaba guayaba, ni que Ceaese tiene a las chicas cabalgando en un equino toda la noche. El baile ha permitido —pero sobre todo, incitado— el contacto con partes del cuerpo que normalmente no haríamos por considerárseles impropias. Conforme las normas sociales se transforman, los movimientos y estilos de esta actividad también cambian, ahora dando más libertad al cuerpo. Las nuevas generaciones no tienen pelos en la lengua y comunican sus deseos más carnales a través del baile. El reggaetón ha sido considerado como un género obsceno porque incita al perreo, que no es más que una mímesis rítmica de las contracciones pubococcígeas.

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Sin embargo, algo más se vislumbra entre las lujuriosas letras de Ozuna, Tomasa del Real o Karol G. Algo que pasa desapercibido entre tanta grosería, albur y eufemismo. Algo inesperado: el baile también puede ser una muestra de amor, algo único que sucede entre dos personas que se desean.

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Si hay alcohol, hay sexo/si es contigo, mejor. Bad Bunny asoma en varias de sus canciones la premisa de que el sexo y el amor son dos esferas separadas que pueden disfrutarse prescindiendo de la otra. No obstante, si se cuenta con ambas en la misma persona, se obtiene una satisfacción inefable. Sabemos que el amor no lleva al sexo, pero el (buen) sexo sí es necesario para el (buen) amor.

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En varias canciones de Lana del Rey, Bad Gyal, Café Tacvba, por mencionar algunos, es posible percibir que el baile constituye una parafernalia que consolida el amor entre dos personas. Esta actividad marca un giro de tuerca en la relación, pues el baile —también un acto de intimidad— se realiza solamente con la persona indicada, con la correcta, con la que se sienta la magia aunque no haya destreza ni coordinación.

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La magia de los musicales radica justamente en los actos de canto y baile. He escuchado a muchas personas decir que no les gustan las películas de este género porque esas cosas no suceden en la vida real. Más allá del enojo, o de la contrariedad, no puedo más que sentir lástima por quienes no han vivido su momento de musical, pues el número responde muchas veces a esa suspensión o pérdida del tiempo en la diégesis de la obra. ¿A quién no se le ha detenido el mundo cuando recibe una terrible noticia? ¿A quién no le ha robado los días, las semanas, una obsesión que le consume totalmente?

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Recuerdo a Ryan Gosling y Emma Stone bailar entre las estrellas dentro del Observatorio Griffith, a Babi y H bailando en un antro madrileño a escondidas de sus padres, a Patrick Swayze levantando a Jennifer Grey sobre su cabeza, a Patrizio y Tiffany de Los juegos del destino. Todos ellos confesaron (y consolidaron) su amor bailando.

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Al mismo tiempo, bailar sin tropezar o pisar a tu pareja es como cualquier otro lenguaje en una relación: se va creando con el tiempo y la confianza; además de ser único e irrepetible. Hay que esperar, observar y vivir cada uno de los movimientos, reconocer las señales para dar vuelta, para cambiar de dirección; qué canciones sí bailamos y cuáles no.

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Algún instinto inexplicable dentro de mí me ha hecho pensar que nunca me voy a casar. Quizá es la educación que tuve desde pequeña: se me cinceló el mantra de Orson Welles: Nacemos solos, vivimos solos y morimos solos. Sin embargo, en mis pensamientos —quizá deseos— más secretos, ya tengo montada la película de mi boda. ¿Con quién? Es lo de menos.

Tras la ceremonia, la fiesta. Comida por doquier. Mole verde, arroz rojo. Mucho alcohol, pocos invitados. Ya pasada la comedera, anunciarán el primer baile del matrimonio. Los metales de “Idilio” señalarán el inicio de nuestra danza al centro de la pista, iluminados por un reflector que deja al resto inundados en la oscuridad. La celebración continúa con las canciones que siempre ponen en las bodas.

Al final, cuando ya todos se hayan ido, quedará el lugar vacío. Entonces el piano y la voz ronca de Nick Cave arrullarán nuestros movimientos. Mi cabeza en su hombro con “Into my arms” de fondo para reafirmarnos entre nosotrxs que nos elegiríamos siempre que tuviéramos la oportunidad.

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Schopenhauer menciona que la música es la más perfecta de las artes porque su lenguaje no puede como tal transmitir conceptos, especialmente la música instrumental, sin letras, al no estar sesgada por la palabra. Para mí el baile se entiende de la misma manera, pues obedece a una experiencia mística en la que el cuerpo crea un lenguaje incomunicable. Cuando realmente conectas con el ritmo de una canción, los movimientos salen casi como un instinto y las palabras sobran. Nos conectamos con el entorno sonoro que nos rodea para ser uno. Sentimos la música entrar en nosotros y el tiempo pierde sentido. Cuando se baila en pareja, una corriente eléctrica nos recorre el cuerpo como si matarnos quisiera. Como si fuéramos un circuito cerrado.

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Estoy echada en la cama mirando al techo mientras escucho música con mis audífonos. Tú haces lo que siempre haces los sábados al anochecer. Ahora suena una cumbia; hace rato una bachata. Te juro no me importaría que bailaras esta canción como si fuera una salsa. No me quejaría si decidieras irte antes de la medianoche ni si prefirieras ir a uno de esos lugares donde todo está caro y la música es una playlist cualquiera. Trato de imaginar cómo bailaríamos esto sin importarnos nada más que seguir el ritmo de la música sincronizados. Pero frente a mí no estás tú ni nadie; sólo una sombra casi transparente. Me concentro en el rostro esperando que, de tanto apretar los párpados, aparezca un rasgo. Termina la canción y suena la voz de Ángel Meléndez: En ti yo tengo alegría/en ti tengo sufrimientos…  De nuevo aprieto toda la cara mientras me quedo bailando sola con esa mancha. Intento ponerle tu cara como si se tratara de un recorte, pero la silueta desaparece. Abro de nuevo los ojos y levanto un poco mi cabeza para corroborar que el cielo ya es más azul que anaranjado y que han salido las primeras estrellas. Tengo un mal sabor de boca, o más bien de pensamiento. Presiento que la sombra significa algo, otra cosa, pero no sé qué.

Un giro repentino en la banda sonora: Leonard Cohen canta Let me feel you moving like they do in Babylon… como si también fuera una señal.




Olympia Ramírez Olivárez (Ciudad de México, 1998). Escribe poesía y ensayo, además tiene experiencia como periodista cultural, traductora y editora. Ha escrito desde 2018 en diversos medios físicos y digitales como Sopitas.com, Punto de partida, Punto en Línea, Ruleta Rusa, Armas y Letras, y Página Salmón. Con esta última revista y editorial publicó su primer libro de poemas, Radiografía de cuerpo completo en 2023.


 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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fecha de la última modificación 10 de abril de 2024.

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