CUENTO / agosto — septiembre 2023 / No. 106

El perro

Sofía Morfín



Después de años, horas infernales, deseos suicidas que ya no podían formularse con palabras. Después de que me mató de hambre pero sin dejarme morir, dándome el sustento suficiente para seguir respirando pero muy por debajo de lo necesario para ser satisfecho. Después de vapulearme como a un perro, de amenazarme con la castración química, de electrocutarme los huevos. Luego de negarme la luz del sol durante lo que para mí fueron meses y de jurarme su más férreo odio, un día dejó la puerta abierta.

Para ese entonces me había olvidado de pensar, pero de recordar cómo se hacía, ¿qué podía concluirse de un acto así de deliberado? Ella era meticulosa en su tortura… no se trataba de un accidente. Era quizás una tregua previa al dolor definitivo de sus planes. Oí la madera crujir y la perilla girando. Mis oídos ya entrenados para distinguir incluso los cambios más sutiles en el ambiente. Sabía cuándo tocaría la picana, cuándo un cubetazo de agua helada o sucia o ambas. Incluso podía predecir las ocasiones raras en que sólo venía a mirarme en silencio y aprendí a hacerme el dormido porque eso apaciguaba el tumulto en su interior. Llegué a familiarizarme con los sonidos de su estómago deshaciendo comida, con el borboteo de su indigestión y el brevísimo calambre que le anunciaba la hora de comer. Nada de eso escuché en esa ocasión. La puerta se emparejó apenas dejando entrar una oscuridad de otro tono, más suave, menos absoluta. La oscuridad de fuera tan distinta a la que ya consideraba mía.

Por desgracia, mis ganas de hacer planes se habían evaporado. No sabía ya ni pensar, aunque creo que eso ya lo dije antes, pero entonces volvieron algunas palabras: cerrojo, viento, piel, libertad. Esperando que fuera un error y, temeroso de caer en una trampa, no me moví. ¿Qué más podía hacer? Fijé la vista en esos cinco centímetros de novedad y esperé.

Nada. No pasó nada.

La franja fue clareando poquito a poquísimo y vi unos dedos largos, unas manos gigantescas hechas de bruma blanca atravesar el rectángulo y recargarse sobre la madera de la puerta con la palma entera, a punto de jalar, a punto, a punto y entonces ¡fum! Desvanecerse. Tal vez me dormí con los ojos abiertos o me visitó un fantasma de navidades pasadas. Sólo sé que esas garras me dieron el empujón que me faltaba. Me paré con dificultad sobre mis piernas de goma, de hule espuma, de algodón y empujé con suavidad, con respeto casi, a la guardiana de mi cautiverio, a la que pateé con coraje hacía ya quién sabe cuánto, y a la que le rogué volviera a cerrarse para protegerme cuando la crueldad de mi captora parecía no tener freno.

Saqué un pie, luego el otro y mi cuerpo los siguió obediente. Estaba afuera. Afuerafuerafuera. Afuera descubrí un comedor amplio en el centro de una construcción de piedra. Pensé las palabras mazmorra, calabozo, cueva, castillo. Ella estaba sentada frente a la mesa, de madera con una taza humeante en la mano, sonreía, usaba lentes fotosensibles —que en ese momento estaban casi transparentes— y un vestido holgado de lino. Se parecía a una joven Joan Didion y ese pensamiento vago me llenó el paladar de sabor a progreso. Me alegré con mi perdida capacidad de hilar conceptos y unir referencias de cuando fui inteligente, cuando fui profesor de lecturas comparadas y alguien me amó.

–¿Quiere un cafecito? –dijo con toda naturalidad.


–Ghe –asentí con la misma, sin que mi garganta pudiera generar el sonido deseado.

–Siéntese por favor.

El movimiento esperado era arrancarle la taza de la mano y reventársela en el cráneo, pero el movimiento natural era jalar una silla y sentarme frente a ella. Su cara me resultó vagamente familiar, tal vez de mirarla todas esas veces a contraluz. Una silueta enfurecida en mi calabozo y en mis pesadillas. Me extrañó no sentir lo que se siente al mirar una cara odiada. Era más chaparra, más menuda de lo que imaginé y me llené de una sensación de familiaridad. A pesar de lo deshecho que estaba, y a pesar de la rabia que llevaba meses solidificándose en mi sangre, mis músculos aún guardaban los impulsos de la cortesía y se movieron por sí solos. Hay costumbres inamovibles y no son aquellas loables que nos gusta creer que nos hacen "humanos". No son la honestidad ni la virtud, no somos, en realidad, mucho más que bestias con buenos modales para comer.

–Creo que no hace falta presentarnos… ya nos conocemos lo bastante.

Y un atisbo de alegría apareció en sus labios finos, ¿estaba acaso bromeando? ¿Haciendo un chistín sobre la tortura que me infligía incluso en ese momento? Nos miramos. Me puso el café al alcance y, si estaba envenenado o no, poco me importó. Su calor familiar en la barriga y el aroma de mi infancia le dieron un último toque a la textura inusual que nos envolvía: mística como un deja vu y, a la vez, infecta de dolores físicos.

–Dígame entonces, ¿qué piensa?

Una vecina en mi suburbio queretano preguntándome por el color de sus cortinas no hubiera sido más cordial. Los misterios que me habían atormentado tanto: ¿por qué yo? ¿Hasta cuándo? ¿Con qué fin? ¿Quién era ella? Una estudiante a la que reprobé con injusticia, la madre de esa chica que me acusó —falsamente— de abuso, una paciente psiquiátrica que me confundió con su exmarido, una cazafortunas tras mis escasas riquezas. ¿Por qué? ¿QUIÉN? ¿POR QUÉ YO? A la luz cálida de la chimenea, dentro de aquel galerón gris supe que ninguna de mis preguntas venía al caso. Me entró un enorme sentido del ridículo de empezar a hacer reclamos y chillar como un mocoso en un ambiente tan cotidiano, a pesar de la amenaza que electrizaba el aire. Tenía el corazón acelerado e intentaba regularlo con mis respiraciones: no quería hacer patente mi terror. Aunque, siendo honestos, debía ser obvio para ella, a fin de cuentas me había visto mearme encima, llorar aullando por mi madre, rezar como un condenado y tanto más. La adrenalina me escocía la garganta y mis palmas sudaban humedeciendo mis torpes dedos que por poco vuelcan la taza de café, por suerte la capturé a tiempo y mi mano dejó unas gotas escurriendo sobre la porcelana.

–No va a decirme nada. Venga, ¿en qué piensa ahora?

"En que no sé qué vas a hacerme, maldita bruja de mierda". Inflé los cachetes para despegarlos de mis dientes antes de hablar. Las palabras eran harina empastándome la boca, entorpeciendo mi lengua y no fue al primer intento que logre decir:

–En que este es el café más delicioso que he probado en mucho tiempo.

Otra vez esa sonrisa, aunque percibí una sombra de ¿asombro? ¿Podía ser posible que le estuviera ganando en ese juego al adoptar un comportamiento inesperado, más exótico de lo que ella previó? ¿Pretendía que estuviera aterrado, moqueando, rogándole por mi vida? No. Ese gusto no iba a dárselo esta vez.

–Es de Veracruz. A mí, personalmente, me gusta más el de Oaxaca, pero hay algunos necios que dicen que el de Chiapas es superior en todos los sentidos.

–Sí… yo… Con el que sea estoy bien.

–Supongo que querrá hablar de algún tema más interesante, digo, un estudioso de su talla... Veamos, qué podrá ser. No sé si recuerde un librito que sacó Milan Kundera en los ochentas, El arte de la novela se llamaba, en él había un párrafo muy interesante que no memoricé palabra por palabra pero que decía, o al menos eso entendí, que llegó el momento en que la Verdad se dividió en cientos de verdades relativas y eso dio como fruto la novela, modelo e imagen de una sociedad dispersa. Me llama la atención, y usted estará de acuerdo, que el autor checo fuera tan iluso en 1985 para pensar que la novela seguía cumpliendo esa función y que no había sido ya usurpada por la televisión…

En ese momento me atacó un dolor agudo en la boca del estómago y sentí mi cara deformarse en una mueca. Igual, no me perdía ni una de sus palabras, mi atención agudizada por la adrenalina. Podría contestarle cualquier pregunta sin dejar de fijarme en que sus manos debajo de la mesa parecían acariciar algo. No me atreví a asomarme, sólo a mover la boca sin producir sonido, pronunciando: gato, gatillo, cuchillo, cuerpo, muerto. Las palabras renaciendo en mí.

—Nos alimentaban anuncios sin que nos diéramos cuenta de que nos estaban convirtiendo en consumistas. Luego, cuando ya fue parte de nuestra programación, creamos o nos dieron una herramienta más autogestiva, la cárcel de barrotes transparentes que nos da la ilusión de libertad: internet y el streaming, ¿lo ve?

No es necesario, supongo, que explique la confusión y el horror que me causaba esta conversación tan descontextualizada con la responsable de mi tormento. No saber qué se esperaba de mí. Su plática amena contrastando con, bueno pues con todo lo anterior, y esta conversación de un pasado ya lejano, mi pasado: una charla entusiasta entre colegas en el comedor de la universidad. Esto casi da forma a una idea, pero la olvidé al ver que sus manos definitivamente agarraban algo fuera de mi rango visual.

–La televisión es una caja de resonancia, las ideas se reflejan y exponencían y uno ya no sabe dónde está el huevo y quién es la gallina. Por ejemplo, ¿las adolescentes son malhumoradas y se irritan con sus madres por las hormonas o porque eso hacen las chicas en la televisión? ¿las jóvenes aztecas o renacentistas eran así de insufribles? Nadie se lo cuestiona. Entonces se sientan los escritores a crear un personaje femenino de diecisiete años y lo primero que piensan es que para que sea verosímil debe detestar a su madre.

Me reí. No sé de dónde vino, podían ser mis nervios o las neuronas espejo leyendo, decodificando la situación y adaptándose para mi supervivencia, quién sabe. Tal vez era una mujer tan simpática como monstruosa. Contra mis deseos, me llené de gratitud por la cercanía; algo de cariño se esconde en la risa compartida, ¿no?

–Bueno, ¿y no va a deleitarme con uno de sus famosos ejemplos?

No me tuvo que insistir. Ahí, frente a Joan, era una marioneta. Si en ese momento me hubiera ordenado regresar a mi jaula como un perro le hubiera obedecido. Por eso, hablé sin hacerla esperar:

–Las balaceras en las secundarias estadounidenses. Supongo que si dejaran de ser un tema recurrente en las series televisivas los chicos, por más degenerados que sean, regresarían a quemarse con cigarros y desollar conejos como psicópatas normales.

Ahora fue su turno de reír. Rebotamos otros ejemplos, ella hablaba con la seguridad de quien conoce sus temas a fondo. Mi cuerpo, ya moldeado a sus deseos, percibía la mínima incomodidad suya cuando mi discurso empezaba a desviarse del tema central. Sospeché hacia dónde nos dirigíamos y, para evitarlo, quise despistarla con asuntos terrenales, pues en cuanto empecé a relajarme mis necesidades descuidadas reclamaron mi atención. Tenía sed, hambre, dolor muscular, estreñimiento y ganas de orinar.
Arranqué con lo esencial:

–Discúlpeme el atrevimiento, ¿podría pedirle un vaso de agu…

No te atrevas, pinche asno, pedazo de basura hedionda.

Ahí estaba ella, tan tierna como la recordaba. Me callé y su cara aún roja por el altercado ya mutaba a una expresión que rozaba la dulzura. Una nueva lista: demente, posesión, exorcismo, agua bendita. Ese era el juego entonces: yo tenía que ir captando las reglas cambiantes, lo que debía decir o pedir, cuando era correcto interrumpirla y, lo más importante, no romper la apariencia de un encuentro casual entre dos amigos.  

Seguimos intercambiando perspectivas sobre las nuevas formas de la literatura y su influencia en el comportamiento social, supe que el diálogo se dirigía implacable hacia el tema del secuestro, pero ambos estábamos empecinados en que fuera el otro quien lo sacara a relucir. Lo supe, no sé cómo. Otra idea empezó a tomar forma: quizás ella había encontrado la manera de leer mis pensamientos o, tal vez, en mi delirio, yo los pronunciaba a gritos cuando juré que estaban bien guardaditos en mi cabeza.

Mucho había elucubrado en las primeras horas de mi encierro sobre la diferencia entre el secuestro y la tortura reales versus las representadas en la ficción, en particular en el medio audiovisual. Andy en Shawshank Redemption, Jodie Foster en Cuarto de pánico, Edmundo Dantes, John Paul Getty III. Hasta Bosco Gutiérrez Cortina utilizó técnicas para no perder la razón: ejercitarse, meditar, contar las comidas para llevar la cuenta de los días pasados, anhelar el regreso, soñar con casa e hijos y, la más grande farsa: pelear, planear la huida, oponer resistencia. Mentira. Es tal el estado de la víctima que no puede conspirar ni deducir. El ser se reduce a sus instintos más corporales en su afán de sobrevivir incluso contra los deseos de su consciencia. Durante mi aislamiento mi mente calló para aguzar la vista, afinar el oído, desarrollar sobre la piel una intuición despierta que los años rodeado de construcciones de concreto, ropa de franela, bocinas y pantallas me adormecieron. Víctor Frankl debió estar delirante, en un brote de demencia temporal para pensar que el hombre es dueño de algo aún en dichas circunstancias. Yo, en cuanto me noqueó la primera descarga eléctrica, dejé de pensar en el futuro. Modo avión; ahorrar palabras, emociones, evadir trenes de pensamiento, sobrevivir. Sobrevivirsobrevivirsobrevivir.  

–Ahora vuelvo. No se mueva de aquí.

Ni loco lo hubiera intentado. Lo que sí hice, una vez la asumí lo suficientemente lejos, fue asomarme bajo la mesa y nada vi. Ni armas ni botones ni herramientas de tortura. Me quedé quieto, sentado muy derecho sobre la silla de madera a la espera de su regreso. La oscuridad volvió a envolverme en mi sitio. Ella regresó cuando el cielo clareaba otra vez y retomó la conversación como si no la hubiésemos pausado. Así seguimos, tocando principalmente temas ideológicos y abstractos, intercambiando citas y referencias de ensayos, mi mente recuperando su antigua elasticidad. Mi tortura cambió de rostro, ahora atrapado en una amabilidad sin pausa, destinado a obedecer sin recibir órdenes, a sonreír y disentir con corrección. Una idea empezó a tomar primacía sobre las demás o más bien, como ya se volvía mi costumbre, un bonche de palabras: antropología, estudios, doctorado, muestra control. ¿Podía ser posible? ¿El secuestro era parte de un estudio con fines académicos? ¿Podía alguien estar tan absolutamente enloquecido para someter a un inocente a tales horrores con tal de cumplir sus ambiciones intelectuales?

Y así nos pasamos varios días, entre pláticas y argumentos, risas esporádicas, ambos parecíamos estar a la espera de algo. Yo, siempre sentado en la silla, inmóvil durante sus ausencias en las que asumo ella dormía, se bañaba, disfrutaba de una vida plena que yo desconocía.

Una mañana, cuando ya no podía más con los dolores de espalda ni con la escasa alimentación, cuando la confianza entre mi anfitriona y yo había incrementado gracias a las largas charlas que sostuvimos, decidí tomarla por sorpresa:

–Bueno, he de felicitarla, ha llevado a cabo minuciosamente sus análisis, ¿cuándo piensa dar por terminado el estudio?

–No lo sé, eso depende de usted–. Sonrió. –Debe estar muy orgulloso con los resultados.

–¿Yo? – Y aquí me arriesgué un poco más. – Querrá decir usted.

–¿Yo? – Me arremedó. –Si todo esto lo hice como un gran favor hacia su persona, aunque no puedo negar que lo haya disfrutado. ¿Ya no lo recuerda?

En vista de mi silencio, continuó:

–La parte práctica de sus estudios doctorales… ¿no? ¿No le suena? No me vea con esa cara. Acuérdese, no encontró ninguna universidad que le aprobara reclutar voluntarios para el experimento y decidió hacerlo usted mismo. Decidimos. ¿No? ¿No recuerda el "Condicionamiento del ser humano a la obediencia a través de la tortura, el encierro y la agresión verbal"? Queríamos probar si era posible quebrantar la voluntad humana de una manera imperceptible para la víctima a base de estímulos, como se hace con los animales. Y que usted tomara el cafecito... bueno, pues nos comprobó que fue un éxito.

–Pero… pero. Pero, si yo, ¿no era profesor? Tenía una casa y hasta un perro... me parece. 

Y puedo asegurarlo, nada me pareció más aterrador ni siniestro que la carcajada que soltó al escucharme decir eso.  


Sofía Morfín Jean (Ciudad de México, 1992). Su primer compendio de cuentos Big Bang Bermellón ganó el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 2023. Ha publicado cuentos y textos de opinión en Tierra Adentro, C de Cultura y Mi Valedor. En 2021 se graduó del diplomado de Escritura Creativa por la SOGEM y actualmente trabaja como guionista de cine y televisión.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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