CUENTO / junio - julio 2023 / No. 105

Malón


Juana Balcázar


I

Posé lentamente mi oreja en tu pechito inflado, escuché un silbido. Uno, dos, tres. Nuevamente otro. En la existencia muda de la habitación me encontré sola contigo. Y tus pulmones cansados. Me pareció egoísta que ese tórax diminuto guardara tan débil pulsión vital, tan enfermizo órgano heredado de mi sangre. Y gritaras con tanta fuerza el nombre de otra madre. De otra mujer. 

Ya son ocho años mi pequeño. Me dijiste que tenías miedo de subir al negocio que parece danzar en la punta de aquel cerro. Pero aun así subiste, y luego bajaste despavorido con tus patitas rechonchas. Superaste el miedo a salir volando, y estuve contigo.

—Quelita. Va a estar mejor aquí. Déjalo unos días, estai muy estresada.

—Marcela déjame llevarlo, por favor te lo pido—las lágrimas comenzaron a brotar por las mejillas, se aferraron sus uñas a la chaqueta café que llevaba puesta, después a sus cabellos. Luego el afán de arrancarlos.

—Erí una loca de mierda Jaqueline. Que te maldigan pa’ no seguir trayendo hijos al mundo—. Se cerró la puerta.

Una llama negra subió colmándola despacio, luego se tornó color amarillo, después un azul verdoso que salió por la boca gritona de aquella histeria arrodillada fuera de la casa. La presión salió en forma de grito, bilis de rabia fruncida en la vereda.

Del hijo gritando en la ventana por su mamá que se marcha, ahora era la madre rogando por la vuelta del terruño arrancado. 

 
II

Cuando una tía cuida, se convierte en una nodriza. El niño en una especie de tubérculo a la par de un trajín casi perpetuo, y la madre en la sombra que ronda obligada a la locura del trabajo.

—Yo de verdad te quiero mi niño. De verdad que sí—. Se arrodilla, antes de entregarlo.

De aquí para allá. De allá para acá.

—No, mírala, si es tan esforzada ella —dice la vecina Milsa mirando la escena desde una esquina de la calle.

El desapego también es hereditario, lo es también la locura.

Jaqueline llega apresurada a la oficina, se sienta en su escritorio acomodando su traje de secretaria, busca un pañuelo desechable para limpiarse el sudor que le corre por la frente, luego de caminar las cinco cuadras desde donde el bus la deja. Le duelen los pies, esos zapatos de tacón que son parte de la imagen de la institución son un martirio. El dolor del roce entre el cuero con su piel colma toda su atención. Hay sangre, una herida que no puede representar más que el esfuerzo. Ordena los papeles, contesta algunas llamadas, aprieta el lapicero y corre.

Se mira en el espejo del baño, en silencio, sólo están ellas, la madre y ella. Solas.

—Irene. Ahora tengo un niñito. Igual que yo cuando me dejaste en la casa de la abuela, llorón. Mientras yo miraba por la rendija de la puerta cuando sentí levantarte. El peso de la cama yéndose todavía lo recuerdo. Mi presencia diminuta no le hizo peso a tu cuerpo. Cómo me culpé por no haber detenido con mi estampa pequeñita tu huida. 

Tocan la puerta. Una vez.

—¡Jaqueline!

Dos veces.

—¡Jaqueline!

Tres veces.

—¡Jaqueline! Te puedo escuchar hablar sola. Llevas una hora metida ahí.

Los nervios son como una ola de mar, después de sortearlos se te acumulan en la costa. Y su espuma se te mete por los oídos, por los ojos, por la boca. Luego escurre el brazo en un signo de paz, en una marca de sacrificio color rojo. De desesperación divina frente al espejo; y sólo estás tú, yo, las dos mamás.

Eso que escurre, se pasa por debajo de la puerta.

 
III

—¿Cuántas veces?

—¿Cuántas veces qué?

—Trataste de quitarte la vida.



—Tu hijo está con su tía. Se quedará con ella.

—Ella es muy buena. Su mamita es muy buena.

—¿Qué pensamientos llegan cuando estás en una situación de alto estrés?

—Sabe qué. Mi niñito me está esperando y debe estar llorando le tiene miedo a todo es un niño muy llorón él sale a la calle y se ahoga no puede respirar me mira con su carita así y se le aferran las manitos a mi pantalón también le pasa cuando ve hormigas se desespera cuando no estoy y se le suben por los brazos

*****

La luz entró por la ventana, y las gaviotas me dejaron acostada la mañana completa. Las escucho resonar mientras el viento las eleva. Me aferro a las tapas que mantienen mi calor apegado. Mi guatita. No siento moverse nada.

—¿Dónde está? —se apretó cada vez más fuerte el vientre que comenzó a inflarse y a ocupar todo el espacio.

—¡Dónde está! ¡Dónde está! ¡Dónde está!

Una y otra vez el porotito germinado pareció volverse brote, rama, hoja, flor. Rompiendo con sus manitas las capas de su madre. Reventando su piel cansada. Las cejas de Jaqueline se arquearon y una gota de sudor cayó en la criatura inhóspita. Ahí estaba, nuevamente sirviéndose de ella, comiendo sus entrañas para sobrevivir. ¡Un retoño! Un retoño de carne y hueso que necesitaba alimentarse, llorar a destajo, ¡Cagar! Y dormir para gritar nuevamente desde ese cristal a su otra mamá. Porque ella ya servía para amamantar otras vidas.

Despertó.

 
IV

Volver a una casa es reacomodar el largo vestigio de la vida que tuviste, y que ahora parece ajena de tanto divagar en mis propios pensamientos. Y ahí está él, esperándome con su carrito de madera, al lado de la puerta, con su pelo negro y esos pequeños rulos que se le hacen en la frente cuando no le lavan el pelo. Te sostuve mi pequeño, te cargué desde la puerta de la casa y asomé mi nariz a tu cuello, te susurré al oído, te apreté entre mis manos para sentir esa calidez que perdí, que me quitaron las pastillas, los golpes, la rabia.

Puse un manto para cuidar esos pulmones tuyos y, aun así, aunque llevaba tus huesos cortos entre mis brazos, no pude sentir apego alguno nuevamente. No puedo clamar misericordia de liberación si no libero primero lo que me ata. Como quisiera arrancarme este vientre que llevo conmigo, que arrastro como lo hago contigo, como lo hice contigo. 

El vapor empañó las baldosas, tu cuerpecito, tus manitos solapando el agua tibia que sale furiosa por la llave. Y en ti se dibujan los olores del niño, de mi niño que no me pertenece más. Yo no te voy a dejar botado hijo mío, yo te voy a soltar al reboso inmenso de tu existencia. Y seremos libres, porque mi matriz no será nuevamente, se hará marchita. 

Ya no rezo por ti, grito. Suplico al humedecido aire del baño que tus frágiles pulmones se llenen pronto de agua. Hundo, sumerjo ese cuerpito tuyo. No llores corazón, no grites. Que mis gritos son más fuertes, son esbozos de liberación por ti, por todos nosotros. Ya no queda más que esperanza, por una vida sin amos, sin amor, sin madres, sin padres y sin hijos. 

—¿Por qué cree que no habrá nada de eso? 

—Porque todo es un invento. 

— ¿O sea que lo admite?

— ¿Admitir qué? —miró el reloj de la sala, mientras la grabadora hacía el sonido continuo de la fricción motorizada. 

—Que mató a su hijo.

—No tengo que admitir nada. 

—Señora, ésta es la única oportunidad que tiene para poder reducir algo de su pena. 

—Mi pena… Mire, mi mayor pena es no poder matar estas paredes de acá. 

—¿Las paredes?

—A veces lo veo grande sabe. A veces me lo imagino conversando conmigo, llegando a la casa después de un día largo. Entonces entiendo que no lo maté, solo le di su libertad.

—Parece haberle dado la libertad, pero usted sigue aquí.

—Yo soy libre sabe, porque encontré la muerte, y en ella, la transformación eterna.


Juana Balcázar nació en Coquimbo, Chile, en 1997. Junto al taller editorial Me pego un tiro de la ciudad de La Serena, en 2021 publica su primera obra recopilatoria llamada Centinela. En 2022 publica su más reciente libro, titulado Diarios de Siméfira junto a Editorial Camino.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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