ENSAYO / junio - julio 2023 / No. 105

El libro vacío: escribir contra todo


Rodrigo López Romero


Opuestos a los autores fructíferos están los sufridos, atormentados por el sentido de su oficio, por más que su círculo vicioso desespere a muchos (Kafka contrasta el «Rompo todos los obstáculos» del bastón de Balzac versus el suyo: «todos los obstáculos me rompen»). Esto no nos resulta ajeno, la nuestra es una literatura visitada por silencios metódicos y definitivos. Miembro de aquella secta peculiar, Josefina Vicens registra en El libro vacío los temblores propios del oficio; con un idioma nítido y desencantado registra el «susurro íntimo» de un oficinista marginado cuyas noches consume la redacción de un cuaderno, preámbulo de otro —aludido en el título— que imagina perfecto.

Hija de una maestra tabasqueña y de un comerciante balear, Josefina Vicens fue cronista de toros bajo el seudónimo de Pepe Faroles y columnista política tras el de Diógenes García, escribiendo también decenas de guiones cinematográficos —recibió en dos ocasiones el Ariel—. Editado en 1958, El libro vacío le valió el premio Villaurrutia y la atención del medio literario (Octavio Paz le envió una carta que se usó como prefacio), si bien a semejanza de su dubitativo personaje solo publicaría otra novela, Los años falsos, en 1982, veinticuatro años después. Lectora voraz y en gran parte autodidacta, confiesa sobre su primer libro: «No es una invención, es una cosa sentida por mí y que he padecido y sigo padeciendo».

«Nuestro Libro del desasosiego», me dice un conocido, fundando la similitud en su compartida angustia respecto a la creación, en el perfil contable de ambos narradores, en su amarga renuncia a las ilusiones. Escindido de sus semejantes, sus esfuerzos no le reportan sino agobio al protagonista. ¿Qué persuade a un individuo para dedicar sus energías a una labor como la escritura? Ricardo Piglia comentaba: «Yo siempre digo en broma que esta sociedad no inventaría la literatura si no la hubiera encontrado hecha. No se le hubiera ocurrido a la sociedad capitalista inventar una práctica tan privada, tan improductiva desde el punto de vista social, tan difícil de valorar desde el punto de vista económico».

Disminuido por su fracaso, el narrador de El libro vacío imagina en otros una exagerada facilidad con el lenguaje: «¿Cómo harán los que escriben? ¿Cómo lograrán que sus palabras los obedezcan?» En la persecución de su libro inalcanzable, el personaje describe la vergüenza por su voz narrativa —que ridiculiza—, el miedo a no poder continuar, la ambición de convertir una sensibilidad en sistema. Sus párrafos trastabillantes recopilan el deterioro doméstico, las ternuras veladas, las falsas indiferencias. No por nada trabaja con libros de cuentas; en vano se enfurece contra la deformación que la sintaxis opera sobre lo vivido, o bien encumbra el rescate de su «tenue vida sin fulgores» mediante las palabras.

Aparentemente resignado a su medianía, José García recorre las razones, los procesos y remordimientos de consignar su vida por escrito, actividad convertida en tentación irresistible, resumida en una frase viciosa: «no puedo dejar de escribir». En algún punto, piensa que podría rescatar el libro deseado de aquel cúmulo de notas, pero le aterra revisar su trabajo —querríamos leer nuestra obra sin recordar haberla escrito, como Emerson—. Más interesante que el cuaderno vacío, nos adentramos en las notas que conforman un cuerpo más vivo, adherido al narrador, quien al final del texto confiesa requerir solamente un comienzo, para de ahí seguir redactando —de una vez por todas— aquel libro deseado.

Colocado en un medio ajeno a los libros, el personaje rompe continuamente sus promesas de ejercitar la memoria o pausar su labor. El magnetismo de su libreta deriva de las tensiones que confluyen sobre el acto de llenarla. José García vislumbra una escritura que existe buscándose y solamente crece al mortificarse. Su quebranto no solo proviene de una incomodidad con el lenguaje o de una escasa formación académica, sino que abarca la reducida órbita de sus experiencias —según considera él—, su indeleble mediocridad, el cansancio de entregar sus energías a otros empeños. La novela de Vicens esboza que acaso en la imposibilidad de la creación se halle su mayor poder. Y sin embargo se escribe.

Octavio Paz definirá la novela como: «Simple y concentrada, a un tiempo llena de secreta piedad e inflexible y rigurosa». En su afectuosa carta a Vicens, pregunta: «Rescatar el sentido de la historia (personal o social, vida íntima o colectiva), enfrentar la creación a la muerte, la ruina, el parloteo y la violencia: ¿no es una de las misiones del artista?» Conmovido respecto al tema del libro, no ahorra la confesión fraterna: «Y ahora quiero confiarte algo personal: la imposibilidad de escribir y la necesidad de escribir, el saber que nada se dice aunque se diga todo y la conciencia de que sólo diciendo nada podemos vencer a la nada y afirmar el sentido de la vida, yo también, a mi manera, lo he sentido […]»

¿Qué fragua la literatura con las vidas tenidas por insignificantes? El narrador no aspira a embellecer su existencia, si bien quiere redimirse. Ejercicio imposible, la escritura es negarse tanto a hablar como a guardar silencio. Pese a su «nada que decir», una vez comenzada su labor parece extenderse sin contención. Todo el que escribe ha escrito demasiado, por ello la literatura roza el mutismo, herida por la autocrítica su perfeccionamiento amenaza con desaparecerla. El soliloquio del protagonista sugiere que el texto solamente espera a ser descubierto, así como Georges Braque decía que la blancura del lienzo debía limpiarse con la escobilla del pincel hasta despejar el cuadro.


Rodrigo López Romero (México, 1992). Ha colaborado con las revistas La palabra y el hombre, Luvina, Primera página, El coloquio de los perros y Pliego suelto.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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