Mis yeguas-mecánicas
Alexsa Bathory
Miro hacia arriba. La pendiente espera mientras mis pies se amarran a los pedales. Me vuelvo una con mi yegua negra de dos ruedas. Siento el sudor correr bajo el casco y el corazón latiendo con fuerza. Si tuviera una bicicleta con velocidades, no estaría padeciendo esto. Avanzo. Zigzagueo. Subo. Respiro. Gira la rueda.
Hace cuatro años que mi cleta y yo rodamos la ciudad. No es mi primera cómplice.
Tiene freno a contrapedal por capricho. Hubo otra, una vagabundo que fue mi primera creación. Conseguir el cuadro viejo y oxidado, comprar los rines, llantas, asiento, cadena. Pintar, arreglar, hacerla mía. Le hicimos honor a su nombre. Rodamos sin destino. Fue la primera en acompañarme desde Tlalnepantla de Baz hasta el Centro Histórico. Pero la traicioné. Era joven, necesitaba dinero. No volví a saber de ella.
Aprender a domar una bicicleta nunca fue lo más sencillo.
Caer. Había una cleta blanca, profesional. No era mía, la tomé prestada. Subirse a un nuevo modelo, probar los cambios de velocidad, notar lo distinto del manubrio y el asiento. Apenas alcanzaba los pedales, tenía alrededor de 13 años. Tras dar la vuelta a la cuadra, imaginé que nunca tendría que detenerme. Pero algo se atravesó en el camino. ¿Fue alguien más? No lo recuerdo. Pero sí la convicción de apretar ambos frenos. La llanta de adelante frenó en seco. De reojo, alcancé a ver la llanta trasera volar sobre mí.
Soltar. Que la máquina cargue con los golpes, ya habrá manera de sanarla. Mejor cuidar mi vida. Por eso me aventé de lado y con el mismo impulso la empujé para que no me cayera encima. Muchos años después volví a vivir el soltar y caer, esta vez en la ciudad. La yegua negra: perdió sus luces, se rompió la estrella delantera, un rin salió herido y tuvimos que cambiar las vendas de sus brazos. Yo: salí ilesa.
Dolor. De niña me acompañó una cleta roja por muchos años. Siempre fue más grande que yo. Por eso me gustaba llevarla a caminos complicados. Muchas veces terminamos en el suelo. Me quedaron marcas en las rodillas. Conocí el dolor. Aún más, conocí la voluntad de levantarse con las manos sangrando y la ropa llena de tierra.
Por eso vuelvo a subirme. Aunque nos enfrentemos a distintas bestias urbanas y caminos rugosos.
Respirar. Andar. Caer. Retomar el equilibrio. Hoy somos, mi yegua negra y yo.