Heridas y gratitud
Ramón Nakash
Heridas de guerra
Nosotros, los ciclistas, hemos aprendido a vivir en la orilla de la vida. Al borde del camino. Siempre expuestos y propensos a ser arrollados por ella, engullidos por algún automovilista inepto que simplemente no entienda o vaya distraído viendo su celular. Como resultado de esa exposición, también hemos aprendido a ver en nosotros las huellas de los accidentes como heridas de guerra. Portar cicatrices que más que agobio o vergüenza nos provocan orgullo. Huesos rotos, ahora fraguados, que con el frío nos recuerdan que ahí están, curados, más fuertes que nunca. Algunas dolencias crónicas que interpretamos como avisos de que habrá que estirar y fortalecer aquellos músculos que cobijan lesiones que nos permitirán continuar funcionales pues, a pesar de todo, lejos de ser un agravio, son señales del más allá —o tal vez del más acá— de que estamos vivos y hemos de salir a dar más batallas.
Gratitud ciclista
El ciclista desarrolla una forma peculiar de sentirse agradecido. La propensión y fragilidad a la que nos exponemos sobre la bicicleta nos hace conscientes de la consideración de las personas en sus autos: nos abren un espacio, se separan de nosotros, nos regalan un carril, nos permiten dar la vuelta sin querer anticiparse, nos avisan con dos cortos pitidos en señal inequívoca de que nos ofrecen el paso; un ¡ta ta, tata taaa! —bocinazo patrocinio acompañado del pulgar en alto, en señal de apoyo claro a la causa— y, ya llevado a sus últimas consecuencias, hay quien se apiada a grado tal que decide seguirnos para cuidarnos a retaguardia de aquel que osase no respetarnos. Este último exacerba al extremo aquel simple agradecimiento de que no nos atropellen.
Y entonces me surge la duda: ¿será que somos los ciclistas los seres más agradecidos del camino?