Cualquier viaje
Fernando García
Mi único sueño al hacer un viaje es volver siendo diferente.
Recuerdo ese cielo oscuro que enmarcaba unas cuantas estrellas y que lentamente se iba tornando en un azul claro y sin nubes. Los primeros rayos del sol que se asomaban entre las persianas anunciaban también que la jornada iba a inciar: ya todo estaba listo. En el ciclismo, las grandes hazañas están reservadas sólo para aquellos que alcanzan una unión tan íntima con su bicicleta que bien podrían compararse con dos amantes recorriendo el cuerpo del otro en pleno clímax.
La jornada comenzó revisando la presión de llantas, el sillín, la cadena y transmisión, el velocímetro, los sensores y demás detalles. ¡Todo estaba en orden! Nos detuvimos en la cafetería que está a dos cuadras para pedir y beber rápidamente un espresso doble. El horario estaba muy justo y no daba tiempo para algo más. Partimos casi inmediatamente y a toda prisa, como si ya hubiera empezado la competencia. La adrenalina aumentaba y todo sucedió tan rápido que no recuerdo cómo.
El tiempo transcurría a un ritmo diferente. Hubo momentos en que por unos instantes recobraba la conciencia y alcanzaba a observar la carretera, pero no iba rodando, todo continuaba de manera confusa. Seguramente alguien me subió a la barredora para no quedarme a la mitad de la calle. Me dolía todo, pero el dolor más profundo yacía en mi orgullo, ese sentimiento de frustración recorría cada centímetro de mi ser por no poder estar en la competencia como lo había planeado.
Parecía que había pasado toda una vida cuando el grito de un niño me despertó. Aún un poco confundido, observé el lugar: paredes pintadas de cal, tabiques expuestos, el piso de tierra, una mesa de madera vieja y corroída; encima había unas latas, un par de paquetes de papel de baño, jabón y unas bolsas abiertas con algunos dulces en ellas. El niño se asomaba detrás de una cortina colgada con clavos que hacía las veces de puerta para ese cuarto oscuro. Se me acercó corriendo con una gran sonrisa, se detuvo como a un metro y comenzó a observarme detenidamente de arriba a abajo y de un lado a otro. Me quedé inmóvil tratando de entender qué estaba sucediendo y dónde me encontraba.
Han pasado varios meses desde aquella mañana que cambió mi vida. No he vuelto a competir desde entonces. Ahora estos caminos que recorro son muy diferentes, reparto artículos a la gente que compra en esa improvisada tienda con sus paredes pintadas de cal y su piso de tierra. La tierra suelta de los caminos le ha quitado el brillo a mi cadena, platos y piñones. El cuadro comienza a mostrar signos de oxidación: a cada pedaleada rechina algo más y mis llantas tiemblan como si estuvieran cediendo al rudo camino. Tengo miedo de que pueda partirme a la mitad y quedar tirada junto a la orilla del río abandonada a las inclemencias del sol y la lluvia, pero sobre todo al olvido.
Ya nadie me llama por mi nombre, ahora todos me dicen “La burra”.