ENSAYO / febrero-marzo 2023 / No. 103


Masiosare un recuerdo tramposo



Ana de Anda



Para cualquiera que haya cursado la primaria en territorio nacional, es un hecho bien sabido que la educación básica endilga a sus educandos tareas que, vistas con cierto ojo crítico, son, por decir lo menos, una soberana pérdida de tiempo. Muchos recuerdos infantiles transcurren entre maquetas del sistema solar, máscaras de Pancho Villa y relojes de arena construidos con botellas de plástico, cuyo destino inmediato después del salón de clases es casi con toda seguridad la basura.

En 4º de primaria una de mis tareas fue llevar completa la letra del Himno Nacional Mexicano. Con mis nueve años a cuestas y unos padres que con disciplina marcial supervisaban que recortara derechas las monografías, rebelarme y mandar la tarea al demonio era una opción improbable. Y aunque actualmente el concepto de símbolo patrio resulta una entelequia insulsa, “no amo a mi patria, su fulgor abstracto...”, conocer íntegramente lo que cantaba de manera mecánica todos los lunes estaba en el límite de lo sensato y medianamente útil. Al menos para en un futuro llenar los silencios incómodos con un dato curioso.

La relativa accesibilidad que ofrece actualmente el Internet era un asunto que en mi casa aún no ocurría. Por lo que mi éxito o fracaso académico dependían de una infructuosa búsqueda bibliográfica o bien, de una serie de llamadas telefónicas con la esperanza de que algún incauto hubiera cumplido con la misma encomienda antes que yo. Una de estas llamadas fue a la tía Socorrito, legendaria por su compulsión acumuladora y por construir un cuestionable árbol genealógico que se remontaba hasta dos decimonónicos piratas holandeses que inclementes azotaron las costas campechanas.

Dentro de su inmenso archivo, la tía tenía un patriótico legajo que su nieto, hábil usuario de las nuevas tecnologías, se había encargado de buscar e imprimir. Varias hojas que contenían la versión completa y sin enmendar de los versos que en 1853 escribió Francisco González Bocanegra.

Qué recordamos cuando recordamos es una de las grandes interrogantes sobre el comportamiento cerebral. Una de las teorías más difundidas afirma que lo que recordamos no es el suceso original sino su última evocación; algo similar a la copia de la copia del recuerdo o a un teléfono descompuesto. Debido a la naturaleza reconstructiva de la memoria, algunos recuerdos son susceptibles de deformarse bajo la influencia de nueva información.

Cuando hace algunos años conté la historia de la tarea, recordé que, junto con masiosare y el sonoro rugir del cañón, una estrofa estaba dedicada al abrazo de Acatempan. Una rápida búsqueda en Google bastó para saber que aunque una adenda a la Constitución y los caprichos de algún caudillo revolucionario censuraron varios versos, como aquellos que incluían a Agustín Iturbide, ninguna parte ensalzaba el momento en que realista e independentista se estrecharon mutuamente. Y mientras que el bravo adalid no pasó a las letras de la historia nacional, yo quedé como la farsante que inventó una estrofa apócrifa del símbolo patrio.

Se conoce como efecto Mandela a los falsos recuerdos colectivos, detalles o momentos históricos que un conjunto de gente afirma recordar, aunque en realidad nunca ocurrieron. El nombre proviene de la supuesta muerte del líder sudafricano, que muchas personas sitúan en la década 1980 durante la estancia de Mandela en la cárcel, pero que ocurrió varios años después, a finales del 2013.

La historia de mi tarea claramente dista de pertenecer a una colectividad, a lo mucho dos o tres desavisados por amabilidad o despiste me aseguraron que también recordaban dicha estrofa. No obstante, el resultado, además de una historia vergonzosa, es similar a la paradoja del efecto Mandela, cuya principal característica es el contraste entre lo que sí pasó y una realidad edulcorada que parece estar dentro de los límites de lo posible y por ello parece cierta.

¿Qué tan lejos es capaz de llegar un falso recuerdo? Existen casos clínicos en los que un tratamiento psicológico mal llevado indujo falsos recuerdos en los pacientes; frente a este fenómeno se creó la Fundación del Síndrome de la Falsa Memoria. Es fácil intuir que el objetivo de esta institución no es rastrear recuerdos fraudulentos sobre viejas tareas escolares, sino comprobar y, dado el caso, desmentir acusaciones graves, como casos de abuso infantil que nunca ocurrieron. Pero lejos del terreno de la imputación legal, imaginar una fundación encargada de distinguir entre recuerdos reales y ficticios, aunque estos resulten intrascendentes en la vida de quien los piensa, me produce una mezcla de fascinación y tristeza.

Diferenciar un recuerdo verdadero de uno que no lo es parece, en teoría, bastante fácil. No es así comprobar que el parque en el que paseabas de niño es en realidad un pedazo de tierra con dos columpios. O que los osos polares disecados que custodiaban la entrada al Museo de Historia Natural y te impresionaban a los cuatro años lucen menos imponentes y bastante más escuálidos ahora. Entre los recuerdos fidedignos y la imaginación desbocada está sin duda el paso del tiempo, cuya embestida es probablemente lo que diluye con más fuerza la realidad.

Las mentiras que nos contamos y las historias que otros nos cuentan y adoptamos como nuestras forman parte de nuestra falsa memoria. Muchas de mis mejores historias son sobre situaciones que no presencié, pero su esencia reside en narrarlas con gracia y quienes las han escuchado suelen otorgar poca importancia a la versión original. Aparentemente lo valioso no es lo que ocurrió sino lo que pudo haber ocurrido. Muchas de las grandes obras de la literatura no parten de verdades a rajatabla ni del terreno de los hechos, sino de las conjeturas.

En Batallas en el desierto José Emilio Pacheco cuenta la historia de una ciudad que ya no existe, cuyos vestigios reales e imaginarios construyen el pasado del protagonista. Aquí la memoria, como la geografía, es asociativa: nuestra relación con los espacios se erige sobre la prehistoria emotiva de alguien más con esos mismos lugares. Construcciones que llegan y desaparecen de acuerdo con las necesidades del tiempo que las creó.

Los grafitis que tapizan los muros exteriores de un establecimiento son el síntoma más evidente de que el negocio en el interior llegó a su fin; pinturas rupestres de la época contemporánea y modernas cuevas de Altamira con letreros de “prohibido el paso”. Cuando capas de grafiti de diferentes épocas se superponen es fácil adivinar que la administración de ese lugar ha caído en la desgracia.

Las marquesinas de los cines en ruinas son las reliquias arquitectónicas que exhiben con más fuerza un pasado cada vez más remoto. Los gigantescos cines que no resistieron los embates de los cines en cadena, los rollos de nitrato, el formato tecnicolor y la permanencia voluntaria son momentos de la historia cinematográfica que no viví, pero me provocan una artificiosa nostalgia salida no sé de dónde.

El reverso de la frase “recordar es volver a vivir” es que pasamos gran parte de nuestra vida recordando. Le pregunto al hombre a mi lado si siente nostalgia por algo y me contesta que últimamente siente nostalgia por todo. Una añoranza blandengue que lo ha llevado a abandonar los conciertos a la mitad para recordarlos antes de que acaben y a repetir las canciones antes de que suene el último estribillo.

Después de los pulgares oponibles, si algo nos distingue como especie es la tendencia a ponderar situaciones por encima de otras, elegir momentos que por algún motivo fueron más significativos que otra serie de momentos. En el cuento de Borges “Funes el Memorioso”, Funes le otorga el mismo grado de importancia a cada momento, por lo que tardaría todo un día en hacer el recuento de ese mismo día, y toda una vida en rememorar su vida. Para Funes, ningún momento resultaba más significativo que otro y los años no alteraban las imágenes en su memoria. El resto de nosotros, en cambio, más que copias fieles almacenamos impresiones parciales y apreciaciones fragmentarias de los sucesos a lo largo de nuestras vidas. Acaso encontramos un placer sádico en la añoranza y en saber que lo que alguna vez fue cotidiano pertenece a una realidad extinta.

Mientras termino de escribir, llego a un artículo sobre versiones poco afortunadas que antecedieron la letra actual del Himno Nacional. Y me pregunto si el abrazo de Acatempan rondará entre las páginas de alguna de ellas.



Ana de Anda (Ciudad de México, 1992). Es licenciada en Lengua y Literaturas Hispánicas y maestra en Letras Mexicanas, ambas por la UNAM. Ha sido becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas y del programa Jóvenes Creadores del SACPC-Fonca. Ha colaborado en Nexos, Revista de la Universidad de México, Tierra Adentro y Río Grande Magazine.  

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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