CUENTO / febrero - marzo 2023 / No. 103

La soledad de Whisky


Iván Arriaga Vázquez




¿Qué tanto me dirá el gato? A veces hay mañanas en las que aún no me levanto de la cama y él ya está ahí, sentado al otro lado de la puerta, llenando cada rincón de mi habitación con la sonoridad de sus maullidos.

Es bueno contar con alguien así en la vida, alguien con quien puedas ahogar en un pozo el silencio que a veces se adueña de los hogares, sobre todo de aquellos en los que todos se han ido, como ocurrió con el mío. Mi marido murió joven, y el único hijo que con él tuve se marchó de casa en cuanto pudo, cosa que no le reprocho. Pero ciertamente ya no había nadie a mi lado.

No es difícil vivir sola, o al menos no cuando cuentas con un trabajo donde puedas distraerte. Desgraciadamente, hacía mucho tiempo que yo ya no trabajaba, por lo que me resultó muy arduo adaptarme a mi nuevo estilo de vida. Fue entonces cuando comencé a valorar la rutina, a añorarla como la tierra firme sobre la cual caminaba sin dificultad alguna, y que al faltarme me dejó suspendida en el aire igual que un péndulo.  

Durante mucho tiempo, el único ruido que se escuchó en los pasillos de la casa fue el de mis pasos solitarios. Al principio busqué refugió en los quehaceres domésticos, pero cuando una se aferra a caminos como éste no tarda en darse de frente contra un muro infranqueable: al final no había pisos que encerar ni ventanas por fregar. Así que, cuando me quería dar tristeza –cosa que ocurría a menudo–, encendía el televisor y veía los programas matutinos. No sé si la soledad me estaba volviendo loca, pero hasta llegué a encariñarme con los conductores de los noticieros, cosa que, bien vista, no tiene nada de extraño, pues en su compañía desayunaba todos los días.

Por las tardes, solía sentarme junto a la ventana de mi habitación para ver a la gente que caminaba en la acera de enfrente. Escrutaba sus rostros, sus ademanes, intuía aspectos de su vida a través de la ropa con la que iban vestidos, les atribuía un carácter específico, una forma de entender el mundo que los rodeaba, algunas veces simple, en otras compleja. Al final siempre lograba armar un cuadro bien detallado de la totalidad de su existencia, a cuya contemplación solía entregarme durante horas.

De noche prefería cenar en silencio, sin televisión ni radio. Desconectaba todos los aparatos al terminar y me iba directamente a la cama, a través de un pasillo sumergido en la penumbra, hendiendo un silencio que me parecía eterno.

Al menos así era mi vida antes de que el gato llegara a ella. Pobre: le costó trabajo ganarse su lugar en la casa, pues yo al principio no quería verlo ni en pintura. Y es que a mí nunca me han gustado los gatos; de hecho siguen sin gustarme: detesto la visión de los pelos que dejan sobre la ropa y el ruido desgarrador de sus ronroneos. Sin embargo, con el mío hice una excepción. Me fue ganando la voluntad poco a poco, hasta que un buen día terminó por hacerme suya para siempre.  

¿Yo, a mi edad, encariñarme tanto con una mascota? La verdad a mí también me cuesta creerlo, pero así pasó. Llegó junto con una manada de gatos callejeros, todo sucio y mal nutrido, armando escándalo en las noches. Hasta daba pena verlos, pero no por eso se me pasaba por la cabeza la idea de adoptar a alguno. Yo sólo los quería a él y a sus amigotes fuera de mi azotea, a ver si así me dejaban dormir en paz.

Salía a correrlos a la una, a las dos, incluso a las tres de la madrugada, pero ellos siempre volvían, no sé por qué. Les lanzaba de todo: zapatos viejos, periódicos de días pasados, ese tipo de cosas. Aunque nunca tuve la intención de lastimar a alguno. No, yo no soy mala con los animales, simplemente no me gustan y ya, pero jamás sería capaz de herir a alguno; no podría vivir con eso en mi conciencia.

A mi vecina tampoco la dejaban dormir. “Échales aceite hirviendo y verás cómo no te vuelven a molestar”, me dijo en una ocasión. Y yo le respondí: “¡No! Cómo cree… si usted se siente capaz, pues hágalo, pero a mí no me ande pidiendo esas cosas”. Nunca debí decirle eso, todavía hoy me arrepiento. Sin embargo, también sé que de no ser por ello jamás habría conocido a mi gato.

Creí que no hablaba en serio. Pero una noche, en cuanto los gatos comenzaron con su bullicio, ella puso a hervir aceite en una cazuela, subió con ella hasta la azotea de su casa y vertió todo el contenido de su trasto sobre los pobres animales. Yo subí corriendo por la escalera tras escuchar el alboroto que se armó, y en cuanto llegué al techo vi cómo los gatos huían en todas direcciones, lamentándose sin parar. No pude evitar lanzar sobre mi vecina una terrible caterva de ofensas, todas salidas del lado más oscuro de mi alma envejecida.

Me imagino que la vecina no esperaba tal reacción de mi parte, nadie se la habría esperado. Así de amable suelo ser. Pero ese día me desconoció por completo, porque yo también tengo mi carácter, de verdad, y cuando me enojo no hay quien pueda conmigo. “Perdón, perdón”, me decía la señora mientras bajaba corriendo por las escaleras de su casa, cubriéndose la cabeza con ambas manos, no le fuera yo a hacer lo mismo.

Efectivamente, ningún gato volvió, todos se habían ido… todos menos él. Al otro día, cuando terminé de desayunar y me fui a lavar los trastes, lo encontré debajo del lavadero, bien acurrucadito en una esquina, con una quemadura fresca en la espalda, roja y palpitante. Me incliné para verlo más de cerca y entonces me di cuenta de que estaba despierto del todo, mirándome fijamente con sus enormes ojos verdes, como aceitunados. Tenía miedo el pobre, pero no se atrevía a hacer ningún ruido.

No me atreví a tocarlo, pues podía estar enfermo. Pero fui de inmediato a la tienda, le compre una bolsa de alimento para gato, se lo llevé hasta el lavadero y se lo serví en un platito desechable. Él se acercó a olfatearlo, con desconfianza, probó un poco y no pareció gustarle, pero era tanta su hambre que aun así se lo comió todo. Luego le arrimé un poco de leche tibia y esa sí que se la zampó sin dudarlo un segundo.

“Puedes quedarte aquí por unos días, hasta que te sientas mejor. Luego te me vas directito a la calle, ¿oíste?”. Pero yo ya sabía que nunca lo dejaría ir. No por lástima. Llevaba ya varios años viviendo sola, desde que mi hijo, lleno de rencor, se marchó, y en el gato vi una oportunidad para dejar de sentirme abandonada.

Observé al gato durante una semana entera. Cuando estuve segura de que, salvo por la herida en su espalda, no padecía ninguna enfermedad, me animé a darle una caricia. Él pareció advertir mis intenciones, pues en cuanto mi mano estuvo cerca de su cabecita, decidió avanzar él mismo el corto tramo que aún nos separaba y comenzó a restregar sus pequeñas orejas entre mis dedos, con una avidez de cariño tan grande que me dio un vuelco el corazón.

Cuando era niña tuve un perro llamado Brandy, así que lo más consecuente fue ponerle al gato un nombre parecido. “Te llamaré Whisky”, le dije.

Pasaron los días, las semanas. La cicatriz de su espalda fue sanando poco a poco, e incluso, para mi sorpresa, comenzó a crecerle el pelaje en la zona afectada. Unos meses después ya se había restablecido del todo. También subió de peso. No tardé en descubrir que no le gustaba el alimento para gatos, así que probé con otra marca, pero el resultado fue el mismo. “Bueno, ¿tú quién te crees, eh? Llegaste a mi casa pepenando amor y comida y ahora te comportas como si fueras el rey. ¡Bájate del sillón! Que no es para animales”.

Él se bajaba del sillón de un solo salto y corría hacia la puerta de la sala, fingiendo huir, pero en cuanto yo le daba la espalda y me ocupaba en otra cosa, él regresaba al sillón para seguir durmiendo la siesta. “Entiende, Whisky, tú eres un simple gato, no mi hijo, bájate ya de ahí o te bajo a manazos”. Al final ya ni se tomaba en serio mis amenazas, simplemente me miraba con esos ojazos suyos, capaces de convencerme de cualquier cosa. “Bueno, ¿qué quiere el señorito? No te gusta la comida para gato, vamos a ver si te gusta la de perro”.

Fui a la tienda y en cuanto vi las croquetas para perro adulto me di cuenta de que eran demasiado grandes para mi gato. Al final le compré una bolsita de alimento para cachorros, a ver qué pasaba. Pero más tardé yo en ir a comprar su comida que él en acabársela, tras lo cual todavía se acercó a mí y me pidió más.

Primero le compré un kilo, luego dos y así hasta que le compre todo un bulto. No sólo eso, como vi que no paraba de pedirme comida en todo el día, comencé a dejar el bulto a su alcance, completamente abierto, para que se agasajara cuanto quisiera. “¿Ya te viste en un espejo? ¡Eres un gordo!”.

Entonces dejé de estar sola, aquella sensación de naufragio que me invadió cuando mi hijo se marchó se disipó casi por completo, y bajo mis pies volví a sentir la cálida sensación de la tierra firme. Tal vez otras personas contaban con una familia, una pareja o con el amor de sus hijos, pero yo tenía a mí gato: con eso debía bastarme, ¿no?

Pero una vez Whisky se fue. Así, sin más, y no parecía que fuera a volver. Así son los gatos. A diferencia del de un perro, el amor de un gato por su amo no es incondicional, hay que irlo construyendo todos los días, a riesgo de que tu esfuerzo sea insuficiente. El hombre nunca los ha logrado domesticar del todo, se creen nuestros semejantes, no nuestros subordinados. En eso se parecen a nosotras las personas.

Yo lo esperaba todas las noches con la puerta de mi casa abierta. A veces me subía a la azotea y gritaba en todas direcciones: “¡Whisky! ¡Whisky!”, pero nada. Volvía a la casa con desgano, cerraba la puerta tras de mí, miraba su costal rebosante de croquetas y me entraban ganas de llorar… No pensé que lo llegaría a querer tanto. De hecho, no descubrí cuánto lo amaba hasta que se fue de mi vida.

Algo parecido sentí cuando mi hijo me abandonó, aunque, claro, él lo hizo bajo distintas circunstancias. Tal vez influida por la sugestión de mis recuerdos, un par de noches después de la desaparición del gato, en un momento de fatal debilidad, tomé el teléfono y marqué el número de Alberto, mi hijo.

—Bueno —dijo al otro lado de la línea.

Colgué en ese mismo instante. Era la primera vez que escuchaba su voz en años, y probablemente pase mucho tiempo más antes de volverla a escuchar. El teléfono comenzó a sonar después de unos segundos, y dejé que siguiera así durante un buen rato, hasta que, finalmente, se quedó en silencio.

Me fui a dormir, sintiendo cómo me quebraba por dentro.

Whisky, no obstante, volvió una semana después, cuando yo ya lo daba por muerto, todo atolondrado y con los ojos completamente hinchados. Entró sin decirme nada, ¿qué podía decirme, si sólo era un animal? Comió unas cuantas croquetas y luego se fue a echar al sillón, con la cabeza envuelta entre sus patitas delanteras. Durante todo ese tiempo yo lo seguía con la mirada, llena de indignación, pero muerta de alegría por dentro.

“¡Eres un vago!”, le dije cuando despertó al cabo de nueve horas, “¿no te da vergüenza? Mira que no volver en toda una semana, a ver, ¿dónde te metiste, eh? Seguramente te fuiste con tus amigotes”. Y el gato me miraba con los ojos entornados, cayéndose de sueño, seguramente sin entender nada de lo que le decía.

He de reconocer que nada ha vuelto a ser lo mismo: tal vez al principio creí que la compañía de Whisky era algo imperecedero, pero ahora supongo que más vale no aferrarme a nada. Al igual que cualquier persona, el gato se puede largar sin previo aviso, y esta vez para no volver nunca. Pero tampoco puedo negar el fuerte sentimiento de empatía que despertó en mí desde que lo conocí, errando en su propia miseria: en cierto sentido ambos somos unos solitarios, así que más nos vale seguir juntos durante mucho tiempo.

Sé que un día faltará alguno de los dos. Sé que si llega a ser él, yo volveré a estar sola, como lo estaba antes de su llegada. Si soy yo, en cambio, quien se va antes, estoy segura de que nadie cuidara de él como yo lo hago. Son cosas en las que duele pensar, pero más vale estar preparada.






Iván Arriaga Vázquez (Ciudad de México, 1997). Estudiante de la licenciatura en Letras Clásicas de la UNAM. En 2022 obtuvo el primer lugar del Premio Nacional al Estudiante Universitario Luis Arturo Ramos, por su relato “La soledad de Whisky”.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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