Migajas
Saraí Pérez Rubio
Desde este encierro que soy yo misma y contenida mi mirada en ese punto que aún no sé si se mueve o si soy yo la que lo hace, escucho en mi garganta otra vez el crujir del pan entre tus dientes. Una, tres, ocho, diez migajas salen de tu boca y descansan en tu barba. Abruptamente sacudes tu rostro con la mano, pero aún hay mendrugos en tu cara. Es increíble en cuántas partes puede fragmentarse un pan y, sin embargo, cada una de ellas se transforma en un todo. ¿Así pasa con lo que siento? De todo lo que viví, crecí, entendí, exploré, habité contigo, lo reduje a migajas y no me di cuenta que nacían entonces pequeños todos de un todo que quería olvidar.
Desde este encierro que soy yo misma y contenida mi mirada en ese punto que aún no sé si se mueve o si soy yo la que lo hace, me doy cuenta de que soy cobarde e invento huidas que sanen la vergüenza de aún seguir aquí inmóvil viéndote morder de nuevo el pan que dejas a la mitad del plato azul en la mesa. ¿Recuerdas aquella ventana que filtraba el sol y hacía hipnotizantes tus ojos? ¿Recuerdas las veces que jugamos a ser otros y a amarnos en distintos lenguajes? Quiero recordarlo yo también. Necesito entender cómo es que terminé aquí con historias enredadas en mi cabeza sin poder distinguir entre lo que permití que pasara y lo que imaginé que ocurrió.
Desde este encierro que soy yo misma y contenida mi mirada en ese punto que aún no sé si se mueve o si soy yo la que lo hace, entiendo mientras jalas mis brazos y sacudes mis sueños, que eso que se aleja es el futuro. “¡Vuelve! —le grito—. ¡Vuelve!”, le suplico, pero el que aparece eres tú. De nuevo tú y contigo la magia. Miro ante mí el arte de la transformación: un plato azul se convierte en mariposas. Al menos eso parecen cuando revolotean cerca de mi rostro. La misma mano que rompe el pan aterriza en mi garganta y me invita a levitar. De nuevo el crujir de tus dientes contra el pan. ¿Eso que truena es el pan?
Desde este encierro que soy yo misma y contenida mi mirada en ese punto que aún no sé si se mueve o si soy yo la que lo hace, siento un terremoto en mis entrañas mientras veo al resto del pan ser mi acompañante en las baldosas. “Lárgate —escucho a lo lejos—. Lárgate”, insiste la voz. Escucho profundamente dentro de mi cabeza esa palabra incesantemente. “Lárgate, lárgate, lárgate”. La oyen mis huesos rotos y mis intestinos perforados. “¿Quién habla? —pienso. ¿Quién eres? ¡Dime!—. ¿Quién eres?”, susurro. “Ya lo sabes”, responde. “Ya lo sabes”, respondo.
Desde este lugar que soy yo misma y contenida mi mirada en ese punto que se aleja mientras corro, entiendo que el viento que recorre mis brazos me tiñe de libertad. Mis pies dirigen de nuevo el rumbo y, aunque no sepa a dónde voy, sé a dónde no quiero regresar. Recojo mi pelo y envuelvo entre él las ganas que quedaron de mejorar. Limpio mis ojos, lamo mi sangre y sacudo mi terquedad. Cuido mis heridas y prometo nunca volver a tropezar, con plena conciencia de que seguramente en la siguiente esquina volverá a pasar. Equivocarme una, tres, ocho, diez veces, y así como las migajas, aun rota saberme un total.