ENSAYO / octubre-noviembre 2022 / No. 102


Sobre el hábito de picarse la nariz



Ámbar Michel de la Selva




Siempre me ha causado curiosidad el hábito de picarnos la nariz. Éste, que seguramente sería para Carreño una muestra de carencia total de “urbanidad y buenas maneras”, es observable en lo público y lo privado, es decir, en una variedad de lugares y personas: en la casa y en la escuela, en el infante y en la maestra. ¿Por qué es desagradable a los ojos de los otros, pero delicioso para quien lo realiza?

De antaño, en tanto “hombres de las cavernas” hurgarnos la nariz era una actividad vital, casi ritual. Después de pasar largas jornadas en el vasto exterior intentando hacernos de alimento, regresábamos a nuestra morada con la nariz llena de polvo. Era menester adentrarnos en dicha cavidad para no morir de insuficiencia respiratoria.

Transcurrieron miles de años y a su paso cambió el mundo y nosotros con él. Nuestro horizonte ya no se limitaba a la cueva. Como especie perdimos, poco a poco, nuestra apariencia homínida. Nos volvimos sedentarios y establecimos las primeras civilizaciones, pero el repugnante hábito de picarnos la nariz permaneció como rasgo distintivo. Ante la imposibilidad de no ser lo que somos, los egipcios no tuvieron más opción que inventar el pañuelo, cuya finalidad no fue otra que crear la ilusión de privacidad y limpieza. La sola posibilidad de imaginar a la mismísima Cleopatra manoseándose la nariz es inaudita. No obstante, fue hasta el siglo XVIII, en la época de Luis XVI, que hurgarse la nariz resultó un mal necesario ante la escalada del pañuelo como el accesorio de etiqueta por excelencia. La historia, empero, no termina allí. Después de la Primera Guerra Mundial, apareció la celulosa que daría nacimiento al famosísimo pañuelo desechable.

¿Por qué hoy día, casi cien años después de la aparición de los kleenex, como les decimos de cariño, aún nos picamos la nariz en espacios públicos? Simple y llanamente porque la razón no logró colarse en algunos recovecos del cuerpo. Y allí donde el ímpetu cartesiano de controlar las pasiones del alma fracasó, el reino del placer triunfó. Nos hurgamos tan profundamente la nariz que perturbamos el proceso del conocimiento. La fruición que sentimos al introducir nuestro dedo predilecto en la fosa nasal obstruida es extremadamente gozosa. El mundo exterior se suspende y sólo existimos nosotros mismos en tanto cavadores. Nuestro único telos es llegar hasta el tesoro, no importando si será dorado, verdoso, rojizo, blanquecino, suave, viscoso o duro.

De igual manera, esta experiencia deviene en un problema por resolver. Entre más se adhiera la mucosidad a los cilios, más numerosas son las posibilidades que el ingenio cogita para sustraerla. Allí estamos, sentados con el cuerpo distendido, sometiéndolo a posiciones que en otro estado de conciencia no serían concebibles. Perdemos el pudor, la civilidad y el decoro y, culminado el clímax, el mundo vuelve a aparecer. Estamos en el metro, son las dos de la tarde. El moco pegado al tabique se desprende con un casi imperceptible “clac”. Lo sostenemos firmemente entre el pulgar y el índice. Lo hacemos bolita. Durante algunos segundos tratamos de recordar si en el fondo de nuestra mochila aún queda un kleenex. Nuestra cavilación se interrumpe abruptamente. Cae sobre nosotros el peso de la cosificación. El prójimo del asiento de enfrente nos observa. Sus ojos, pegajosos por el calor, expresan repulsión. Yo, libre de prejuicios y regocijándome de satisfacción, reconozco el placer de picarme la nariz como instrumento de supervivencia.  





Ámbar Michel de la Selva (Ciudad de México). Estudió Filosofía en la UNAM, pero se lastimó la rodilla y abandonó la academia para formarse como traductora del francés al español. Participó en el Taller ViceVersa español-francés en octubre de 2022 en Arlés, Francia, con el proyecto  de traducción de una obra de teatro del dramaturgo burkinabé Aristide Tarnagda. Le apasionan la novela gráfica y los videojuegos. 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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