Tres poemas dispares
Xochipilli Hernández
Castillo en el aire
¿De qué tamaño será un castillo en el aire?
¿Cuál su luz y sombra,
sus recovecos, su polvo?
Quiero pedirle a cualquier hijo del hombre
que me encuentre en la oficina:
“Constrúyame un castillo en el aire de cien por cien.
Habitaciones color ámbar,
trescientos focos,
cuarenta y dos puertas,
un baño,
cincuenta enanos por aquello de los cuentos,
los sueños de todas las lecheras en un cántaro bien sellado,
dos gigantes más amigos que molinos,
la muralla china para apaciguar mis corderos,
tan rebeldes, tan imaginarios,
la biblioteca de Alejandría
para mil y dos noches de insomnio,
el árbol de la fruta prohibida para los invitados de honor.
Prohibido el oro, prohibida la plata.
Un ordinario castillo en el aire
que combata las hordas de los días de tráfico.
Los días en que se posa la mirada,
en cada letra de cada anuncio,
como una maldición errabunda,
estrella fugaz de pintura vinil.
Un castillo en el aire
con la humildad del lugar común.
Simple, como la palabra fe.
Y por favor,
no olvide una caja de cerillos
para las noches sin luz,
sin sombras,
sin nada,
ni siquiera la esperanza de asir en la tierra
lo que pertenece al reino de los vientos”.
Cátedra
Aprendo de la vida, la vida.
De las hojas, la desfachatez con que apagan su eternidad verde.
La facilidad del árbol al soltar su último fruto.
El estoicismo de las aves frente a la muerte de su primogénito.
Otra primavera será, murmura el mirlo.
El árbol no se resiste a ser talado, pero con su falta el resto muere un poco más.
Hay alegría en el canto de los cuervos.
No dudo del estrés postraumático en las hienas.
Creo en la rudeza de la mariposa al ostentar su gala de colores subversivos.
En la humildad del sapo al entonar su canto gregoriano.
En la apatía de la hormiga hacia la música de las esferas.
En el pudor de las flores.
Aprendo de la vida, la vida.
No quiero saber de tratados, de milagros, ni del precio de los nombres.
Prefiero el minutero de los peces.
La idea que del cielo tiene la lombriz.
El canon estético del murciélago.
Debe ser difícil para el perezoso cumplir con las condiciones de su reino.
Para el pavorreal, la premisa de igualdad en su comuna.
Entiendo que la filosofía del avestruz también redime al león de su matanza.
Y aprecio la seriedad del tucán, el optimismo del tiburón, la ternura de la araña.
Sé que el pato se esfuerza, con sus muy buenas razones.
Y la luciérnaga no está para espectáculos.
Todo en orden envidiable.
Todo legítimo, sin acuerdos de paz pudriéndose a la sombra.
Aprendo de la vida, la vida.
Nada mejor que la vida como escuela de la muerte.
Traición
Quisiera pensar que la poesía
estuvo anclada a tu tiempo.
A los días soleados
en que cada palabra se nutrió
al calor de nuestro lenguaje cotidiano.
Ya ves,
que hasta la poesía olvida
sus más fervientes causas,
su origen de confidencia,
de mensaje esparcido en el aire
como polen infecundo,
como aquella otra poesía de gestos
que se van desgastando en la memoria,
y ya no recuerdo de qué penas
estaban hechos esos versos,
su simiente,
cuáles angustias y cuáles alegrías,
y sólo queda una certeza solitaria:
la poesía sigue escribiéndose.
Seguirá escribiéndose,
aunque me haya callado tanto.
Aunque aquí nadie tenga el mismo nombre
y estos versos sean un testimonio ya caduco
de una vieja historia contada muchas veces.
Persistirá en su marcha,
feroz como la vida,
que se muda
y llena de papeles nuevas mesas.
Y aunque no quiero,
te lo juro,
aunque no quiero,
nuevos versos
me siguen acechando.
Seguirá siendo
esa molesta y divertida hazaña,
esta exposición lacerante,
de lo que debería ser
silenciado,
roto.
Ah, la poesía,
no se detendrá
siquiera ante la muerte.
Inmanejable,
que no entiende de razones,
por las que no debería escribirse más,
después de ciertas piras del lenguaje
(estas líneas no son
sino las cenizas de un fénix).
Ya ves,
aunque quisiera callar
no he podido.
Te he traicionado.