CUENTO / octubre-noviembre 2022 / No. 101

Evangelio según Anastasia



Lidise Yaneli Castillo Rivas




Lo observo todo desde la solana, no a través del maravilloso cielo que está en los anhelos de las personas; aquello que en la ficción es tan común y tan escaso en nuestra realidad humana. Los individuos imaginan escenarios mágicos, acompañados de recursos altivos para contar sus historias, sin embargo, yo ahora no tengo siquiera la certeza de dónde va a parar este texto. Lo relataré sólo como forma de desahogo para mi alma y mi mente, aunque con la intención de que sea claro y los lectores puedan entender la totalidad de los hechos. Mi crónica comienza antes de lo que alguien pudiese imaginar con la introducción anterior, cuando apenas me vislumbro como un cúmulo de células, al margen del que será y fue mi contexto.

Me es posible observar con diligencia cada milímetro, el escenario de mi futura vida partiendo con una pareja joven, mis padres, con el anhelo de una familia. En esa atmósfera nací yo, indefensa como sólo una pequeña campesina puede ser, más bendecida con fuerza y resistencia, con las que el universo me dotó para que fuera capaz de subsistir hasta este lapso, el de contar mi historia. Ahora me parece extraño verbalizarlo, pero estoy segura de que, en ese tipo de lugares, la existencia de todos, cada mínimo detalle, parece estar predestinada. Aun sin un progreso notable, la dicha llegaba a ellos igual que el polen a las flores: un destino por cumplirse.

De la misma forma que la existencia, el ritmo era lento, en contraste con los años, como muestra de la trillada frase de los mayores respecto a lo rápido del transcurrir del tiempo. En los meses después de mi nacimiento no hay nada que pueda aportar a la trama, hasta pasados algunos años de ese punto, pues mi infancia fue común, resumida en pensamientos fantásticos que mi instinto creaba para ignorar la gran sensibilidad que nació conmigo y que me alejaba del resto. Respirar aire puro y detenerme en cada detalle del ambiente ayudaba a conocer el mundo, mi universo frágil pero suficiente.

Desde el inicio, el sendero que alguien o algo me trazó fue encaminado hacia las necesidades de otros y a cómo satisfacerlas, pues como mujer estaba destinada a cuidar de los demás. Comenzando en mis vagos recuerdos, ese recurso se usó para que atendiera a mis progenitores, que les obedeciera, a mi padre y en escala mis hermanos varones, quienes por su sexo poseían un estatus mayor al mío, mismo que no debía cuestionar, pues no lo tenía permitido. La crianza era así, desigual, los niños aprendían a jugar, a trabajar y cuando llegó la escuela, a estudiar; no así para las niñas, dedicadas, aun en juegos a las labores domésticas y a la familia, sin la necesidad de educarse en otro aspecto.

Alguna vez escuché a alguien decir que la ignorancia es felicidad, sin embargo, creo que en el pueblo donde crecí no era el caso. Es cierto que tardó un tiempo en llegar la educación institucional a nosotros, pero me atrevo a decir que al menos la mayoría ahí era bastante sabia. Conscientes del planeta, conocían a detalle las estaciones, lo que debía sembrarse en lugares específicos, las propiedades de las plantas para aliviar los males físicos de las personas, el cuidado de los animales, las acciones concretas para el punto en que alguno enfermaba y, cuando no era posible salvarle, convertirlo en alimento, entre algunos conocimientos que no logro comprender.

Ese fue mi medio de desarrollo, mientras mis hermanos aprendían una infinidad de cosas en la escuela, yo pasaba el día en los montes, al cuidado de ovejas, vacas y otros animales, vigilando las parcelas de mi familia y sus cosechas, a la espera de un algo que en ese punto no concretaba del todo: una huida de ese mundo terrible, melancólico y solitario que me habían designado. Finalmente, llegó el supuesto universal del amor, que une a las personas en sagrado matrimonio y era una solución prometedora. He de confesar que en ese punto no sentí aquella fascinación de la que hablan, la falta de conocimientos me ató al piso y creí era lo correcto, y, como si tuviera la facultad de hacerlo, elegí ser parte de una familia, a una edad muy corta, ahora lo entiendo, pero lo que sé ahora lo aprendí después, al igual que los distintos conocimientos que desarrollo.

Al cabo de poco tiempo, un momento específico antes de que cumpliera 16 años, mi madre y las mujeres que me rodeaban me dieron la noticia, tenía una nueva vida gestándose dentro de mí. No lo entendía por completo, luego de un par de meses, aún sin comprender ese mecanismo de energía, comencé a sentirlo como, estoy segura, los síntomas que tiene alguien con lombrices en el estómago, pues sólo eso vinculo a la sensación nauseabunda que permaneció por casi un año en mí. Además de los mareos y los gajes físicos restantes, a intervalos tenía la sensación de que moriría por la invasión de aquella criatura en mis adentros.

Mi esposo, Roberto, parecía estar conforme con lo que teníamos, pues estábamos consolidando la idea de prosperidad que había en el entorno; él al menos tenía trabajo y nuestra familia crecía desde mi vientre hacia la perspectiva de los demás, sin embargo, aún faltaba algo para que yo sintiera esa rebosante dicha de la que me hablaban al referirse al “fruto de mi vientre”, aquello que María en el catolicismo llevó como estandarte. Algo más dentro de mi alma lo impedía, internamente dudaba sobre ello y de manera inconsciente traía a colación los rastrojos de mi niñez, las grietas internas que trasminaban temor al destino, a lo ordinario que prometía mi realidad próxima.

La joven fragmentada era la base en la que edificar los desasosiegos, juicios y maltratos psicológicos, aquello que nadie parecía notar mientras emanaba gentileza y empatía en el trato cotidiano. En mi cabeza revoloteaban preguntas extrañas, tal como pájaros en lo extenso del cielo; aquellas dudas me hacían pensar en lo que era, lo que estaba a punto de comenzar. Todo se disipaba con las obligaciones diarias, ordenar y limpiar la diminuta casa, cocinar y que todo estuviese listo para aguardar la llegada de Roberto, como si ello fuese una acción digna de gala, exaltada a semejanza de un héroe que libera a la humanidad de un monstruo, aunque lo único a temer allí era la pobreza.

El día tan esperado llegó, en medio de una helada noche un sobresalto apareció, estaba empapada de secreciones extrañas en todo mi cuerpo, tenía un dolor que se extendía desde el centro al resto de mis extremidades. Imaginaba me partiría en al menos dos partes; mis entrañas enteras se retorcían con la necesidad de expulsar aquel ser implantado en mí y yo no sabía cómo reaccionar en ese instante, lo único en mi cuerpo que cedía a mis deseos era mi garganta, que emitía gritos de desesperación. El padre de mi bebé fue a traer a mi abuela, la partera del pueblo, tan alejado de otros lugares como para aspirar a un hospital repleto de médicos y enfermeras, todos pendientes de mi salud y la de mi bebé.

La instruida anciana indicó paso a paso lo que debía hacerse, mi madre y hermanas se encargaron de todo, de asistir el nacimiento y de traer las herramientas necesarias: las compresas, el alcohol, los tés y los demás instrumentos. Pasadas un par de horas, que me parecieron siglos enteros, el procedimiento tomó fuerza y la necesidad de mi hijo de conocer el mundo que habitaría se acrecentó. Tuve la posibilidad insólita de sentir y observar cómo de mis adentros nacía una suma de entrañas autónomas, que realmente me necesitaban para en un futuro lejano conseguir la emancipación.

Durante el tiempo de espera le rogaba al universo que el bebé que se desarrollaba en mi vientre fuera varón. Me pesaba y entristecía siquiera imaginar una niña y su destino; verla entrar en ese bucle interminable de subordinación en el que yo vivía, el cual podía empeorar si el hombre con el que compartiera su vida decidía usar la fuerza física contra ella, el caso de algunas mujeres con las que convivía. Si bien no amaba a Roberto, y algunas veces explotaba su necesidad de recordarme, mediante frases al aire, que dependía completamente de él, que estaba obligada a obedecerle, jamás me golpeó ni maltrató en ese sentido.

Por suerte para mí y para aquella criatura, mis suplicas fueron escuchadas, y al término de ese lapso tenía en mis brazos al bultito que era mi hijo, un hombrecito igual de tenaz que yo, pero con mayores ventajas, justamente como deseaba. Me atrevo a asegurar, incluso sabiendo que no es del todo correcto, que después de todo no sentía el apego inmenso, capaz de enloquecer a alguien cuando lo vi, sino hasta después, cuando comprendí lo inocente que era y todo lo que me era posible aportar a su espíritu. A partir de ese período, deposité mi mesura en la coexistencia del pequeño, y aunque no existían lugares próximos que me brindaran todo el conocimiento que necesitaba para la crianza, sí podía investigar con las madres de mi entorno la manera en que lo hacían y experimentarlo por mi parte, lo que contribuyó a que el proceso fuera más que disfrutable; a la par que el chiquillo sondeaba su realidad y creaba un vínculo con ella, yo lo hice también.

Víctor, mi hijo, me regaló, además de la capacidad de ser madre, la oportunidad de vivir mi infancia como debí hacerlo y como deseé siempre; la segunda oportunidad primigenia y concreta que tuve. Lo hice, exploté aquel obsequio como si en ello se fuera la vida, disfruté cada instante de juego con el niño. Me detenía constantemente a que la impronta sensibilidad que él y yo teníamos fuera bien invertida, ambos disfrutamos de la naturaleza y todo lo que nos regalaba. El campo extenso y colorido, rodeando los cimientos de felicidades simplificadas, de un pueblo entusiasmado por el porvenir; los sonidos, texturas, sabores y paisajes se presentaron ante mis ojos y los suyos, como una forma de premisa ante lo que nos esperaba.

A Roberto le daba un poco igual cómo crecía el pequeño Vic. Mientras no le causara algún malestar, estaba bien para él, y el pequeño era amable y todo aquello que alguien podría desear para su hijo. En ese punto mi temor constante aminoró, pues a través del tiempo encontré a partes mi autonomía e identidad y el desinterés de mi esposo desapareció también. A mi familia le llegó una racha de suerte sorpresiva, mis hermanos, que salieron desde temprana edad del pueblo, lograron consolidar su educación y se asociaron con otras personas; como fruto de su trabajo, el patrimonio y negocio familiar crecieron y ya no fue suficiente su presencia, por lo que nos contactaron a mi marido y a mí, para involucrarnos más en ello y así nuestra realidad y la de Víctor mejorara.

Nos mudamos a la ciudad y tras unos años, la situación económica de mi pequeña estirpe mejoró, igual que mi relación con Roberto, mientras que mi hijo crecía en un ambiente de prosperidad, con privilegios notables en comparación con los que tuvo mi esposo, yo e incluso mi lazo sanguíneo anterior; me llenaba de alegría lo prometedores que se tornaron los sucesos, pues tomaron rumbos que ni siquiera mi imaginación tan activa hubiese precisado. La felicidad que faltaba llegó, comencé a relacionarme con mujeres de ideología e inquietudes similares a las mías; tuve la posibilidad de educarme en distintas ramas, desde jardinería, repostería y escritura hasta matemáticas, leyes y economía; la liberación femenina llegó al entorno y fui testigo de cómo las mujeres tomamos voz de poco en poco, con presencia en cada vez más espacios, mismos que tenían apariencia de estarnos vedados.

Hablo desde el presente, uno que el universo me ayudó a reivindicar, a dejar atrás las carencias, no sólo económicas, también las internas, que no pretendo negar ahora. Soy consciente de que el pasado forma parte de mi presencia y que de ninguna manera quisiera borrar o modificar lo acontecido. La necesidad secreta de un cambio, el anhelo furtivo para entonces, se volvió la piel que habito a cada día. Me encuentro tan alejada del camino ya trazado para las mujeres, el destino de ser sólo tierra fértil en medio del inmenso planeta, sin albedrío para cuestionar e incluso de reconocerse.

La escritura sirve como medio a aquella niña agrietada que fui y a la mujer que ahora, en el contexto libertador de los años sesenta, se permite sentir. Abrazo el álgido dolor de la enfermedad terminal, la solana que me separa del mundo en este momento, hasta que decida irse o tenga que hacerlo yo, mas transformada en un mantra artístico, un arpegio ágil. Sé que las vivencias podrían extenderse por años, lo mismo que una enredadera con cuidados necesarios, si la vida me concediera más tiempo aquí; sin embargo, preciso lo apabullante de la sabiduría universal concentrada en mi cuerpo y espíritu. Después de todo, es el fin de los humanos aprender lecciones a partir de las vivencias dolorosas y yo estoy agradecida de la resolución de mis conflictos, pues a partir de ellos obtuve la trayectoria que necesitaba y me hace estar tranquila.






Lidise Yaneli Castillo Rivas (Aguascalientes, Aguascalientes, 1998). Es egresada de la licenciatura en Letras de la Universidad Autónoma de Zacatecas. Ha participado en numerosos encuentros, seminarios y congresos literarios, entre los que destacan el 11° Encuentro Internacional de Estudiantes de Lingüística y Literatura de la UAS, el I Congreso Regional de Estudiantes de Literatura, el XIX Congreso Nacional de Estudiantes de Lingüística y Literatura, el V Encuentro Poético Chile, Argentina y América de la Universidad del Bío-Bío, el XII Café Historiográfico-Literario de la UAZ y el II Congreso Regional de Estudiantes de Literatura. Asimismo participó en la obra de teatro colectiva Epifanía: un día más del laboratorio de escritura por el Espacio Cultural Ciclista Recreativo. Es autora quincenal en Bad Kids Magazine y ha colaborado en medios digitales como Revista Crítica - NTR Zacatecas, Poesía de Morras, Diablo Negro, Enpoli, Revista Trinando, Cósmica Fanzine, así como en la antología Haikus V (2021) del concurso Entre silabas anda el juego, de la editorial Diversidad Literaria. Fue mentora universitaria en áreas referentes a las humanidades, ciencias sociales, lingüística y literatura universal. Escribe cuento y poesía. Sus intereses abarcan la ensayística y literatura contemporánea, narrativa y poesía latinoamericana, literatura gauchesca, escritura de mujeres, realismo fantástico, novela negra y teoría y crítica feminista.
 

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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fecha de la última modificación 10 de abril de 2024.

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