RESEÑA / agosto-septiembre 2022 / No. 100

El adversario, de Emmanuel Carrère



El adversario
Emmanuel Carrère
Barcelona, Anagrama, 2000.

 


Se preguntaba si habría en la tierra una verdad más inconfesable,
si otros hombres se sentían avergonzados hasta aquel punto de sí mismos.

Emmanuel Carrère


La mañana del sábado 9 de enero de 1993, Jean-Claude Romand (1954) asesinó a sus hijos Caroline y Antoine, de siete y cinco años respectivamente, después de haber asesinado a palos a su esposa Florence. A sus padres los asesinó por la tarde. Su amante se salvó, horas después, de ser la sexta víctima. La madrugada del lunes 11 ingirió barbitúricos caducos y prendió fuego a su casa, pero los bomberos llegaron a tiempo para rescatarlo.

Emmanuel Carrère se plantea la hipótesis de que tal horror es producido por un hombre, no malvado o enfermo, sino poseído por fuerzas superiores a las suyas; se pregunta si, tal como el mismo Romand escribió en su nota de adiós, su locura es producto de “un accidente banal, una injusticia”. Durante el juicio que siguió a la recuperación del criminal y sobreviviente, Carrère intenta reconstruir la biografía del acusado, pues tras el incendio, los cimientos sobre los que éste construyó su vida son expuestos a plena luz. La profesión médica que ejercía, su puesto en la OMS, la fuente de sus ingresos, sus viajes de trabajo, y el tiempo y espacio que aquello requería eran mentiras.

Mentimos a otros o a nosotros mismos. Las mentiras piadosas, como “estoy bien” o “no me siento bien”, tienen una referencia inmediata, fácilmente reconocible: “no quise preocuparte”, “pensé que te enojarías”, “quise evitar una discusión”, “no le di importancia”… Al emplearlas hay una realidad que esperamos ocultar temporalmente, porque aunque existen las palabras para decir amablemente y con cautela nuestra posición a favor o en contra de algún asunto, en ese momento nos faltan. Mentimos con la ilusión de ser perdonados si nos descubren, pues entonces habrá pasado el tiempo suficiente durante el cual practicamos frente al espejo, en la regadera o en la almohada, aquellas palabras con las que recuperaremos la confianza perdida. Pero quien carga esa ilusión se debilita, se acostumbra a su peso y regresa a un estado de normalidad, dispuesto a mentir de nuevo.

Para Jean-Claude Romand este mecanismo resulta extraño y en cada oportunidad que tuvo para pedir perdón decidió encadenar una mentira tras otra y soportar todo el eslabón hasta que aquella ilusión de redimirse se transformó en la idea del suicidio. Después de traicionar su confianza, quienes lo quisieron no tuvieron otra alternativa que darlo por muerto aunque seguía vivo. La mentira que tanto despreciaron fue una alternativa para dejar de sufrir por los cuerpos carbonizados de los niños en sacos. La línea argumental más simple sería insistir en la mente de un criminal, en la familia y los amigos estafados, perseguir el horror hasta el amarillismo. Pero no es así como Emmanuel Carrère aborda la historia. Sin acusar ni defender (de eso se encargaron en el juicio las autoridades competentes), y sin ignorar que se trata de un criminal, encontramos la soledad, el aislamiento y la incomprensión de una persona que llegada al momento de quiebre, dejó ver tras las grietas de su coraza “una realidad demasiado singular y personal”. ¿Qué sabemos del mundo interno propio o de otros? ¿Cuánto nos esforzamos por conciliarlo con el mundo normal, exterior, real?

Leemos el choque de un mundo interno, incomprensible, cuyo dueño no puede articular expresiones propias y dirigirlas hacia el mundo externo e insertarse plenamente en él, así que más de la mitad de su vida la inventa, y con esa mentira se conduce en el mundo con más confianza que la que siente por su realidad: estudiante de Medicina prometedor, un médico investigador en la OMS, un padre amoroso y un esposo perfecto. Oímos mentiras de este tipo todo el tiempo y no estamos dispuestos a escuchar el anverso.

No sabemos cómo vivir, mucho menos si “buena parte del mundo exige el confrontamiento”, el ataque, la defensa y el contraataque. La violencia. Por eso soñamos con nuestros anhelos más íntimos y desesperados siendo comprendidos con el mínimo esfuerzo, despojados por los ojos de otros del aura de tabú que los envuelve en nuestro interior. Decir lo que pensamos, compartir un poco de lo que llevamos dentro, es atreverse a correr esos riesgos.

Al leer la historia de Jean-Claude Romand contada por Carrère nos preguntamos “¿quién soy?”, no en relación con el carácter, personalidad, gustos o afinidades, sino en relación con nuestro perfil subrepticio. Quién soy desde aquellas perspectivas que me encargo de ocultar, desde las cuales cualquiera (empezando por uno mismo) me acusaría de ser una persona repulsiva, y cuya verdad es tan incierta como las palabras de Romand: “es posible que no hubiese dicho nada en absoluto, sino solamente pensado en decir, soñado que decía, lamentado no haber dicho, y para acabar, imaginando que había dicho”.




Cecilia Sangabriel (Xalapa, Veracruz, 1998). Estudiante de licenciatura en la Facultad de Letras Españolas de la Universidad Veracruzana.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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