CUENTO / agosto-septiembre 2022 / No. 100

Cumpleaños de un reloj



María Cantero García



Una de mis alumnas fue a estudiar y discutir sus vagas (como ella lo refirió) impresiones de arte bizantino, aunque yo sólo veía sus labios al pronunciar con meticulosidad detalles como el tipo de vestimenta de los personajes, la arquitectura a veces desproporcionada y la paleta de colores empleada. Éstos se desplazaban en un movimiento del pliegue de un vestido acartonado de una fina y sueve tela movida por un viento delicado. Mis pensamientos durante la tarde de ese día iban de un beso a otro, aunque no me atreví ni siquiera a terminar su conversación, ese monólogo nutrido al que ya me acostumbraba. Aguardaba un momento fugaz de una palabra mal enunciada para intervenir. Estaba cansado de hablar con tecnicismos. No tenía la intención de explicar cada elemento de esta forma de arte.

Estando a punto de finalizar, como preámbulo a la despedida, tomé mi taza de café negro y me levanté a caminar alrededor de la sala. Al encontrarme ensimismado por el deseo, me acercaba a los libros del armario tocando sólo su canto dorado. Ella me seguía girando su cuello a cada paso que diera.

Sin percatarme, ella interrumpió un letargo de mi mente flotando sobre un segundo:

—Se hace tarde y el viento me corre. Ya hasta el sol se fue también.

Las ventanas aun estando cerradas movían las cortinas levemente, dejando entrever algún rayo de sol.

—¿Me prestará su libro de miniaturas medievales?

—Mejor estudia paleografía, te va a servir más —respondí en tono juguetón al sentarme nuevamente sobre mi escritorio, colocando los codos sobre un diccionario ilustrado que me había encontrado tirado, cerca de una bolsa de basura fuera de una casa de portón gris.

—Da lo mismo: me han dicho que cualquiera que estudie no va a servir más que como distracción —quise preguntar quién le había dicho eso. No me ofendió. Estaba acostumbrado a escuchar constantemente esa clase de frases.

—Si tú lo prefieres así, tómalo.

Le di el libro de pasta dura con un separador de tela rosa. La edición era vieja y no lo prestaba con regularidad por miedo a perderlo o a que un pesado lo destruyera.

La acompañé hasta la puerta aguardando nada. Dejé que se fuera sin algún remordimiento pueril. Me sonrió al salir a la calle. La seguí hasta perderse entre la multitud de autos que andaban cerca. La calle estaba atestada de rumores de carbón acompañados de la sinfonía de gritos y conversaciones. A uno de los semáforos le faltaba poco para caerse, pues se movía cada vez que pasaban a tropel todos los neumáticos. Por las coladeras había peces en estampas de comida para gato.

Al cerrar la puerta me estiré hasta escuchar un quejido en mis huesos. ¡Trac! Hacía meses había perdido la noción de las horas. Sólo me guiaba con la diáfana escena del día y la umbría imagen de la noche. Un reloj Yudha sobre la pared de la sala dejó de dar la hora. Se quedó quieto justamente a las 7:25 de la tarde. Trataba de recordar qué había sucedido en aquel momento, preguntándome si el reloj fue testigo de lo que pasó. Probablemente pensaba en los cabellos rizados de la joven, o al menos eso creí.

Aguardé un segundo (¿sí conté bien?) rascándome el cabello cuando recordé el anticuario elegante que mi abuelo me heredó antes de nacer, porque murió de un dolor crónico en el estómago. Era un reloj de bolsillo antiguo bañado en chapa de oro. Revisé en tres cajones. Lo tenía guardado en el tercer cajón de arriba hacia abajo del escritorio de mi estudio. Entre la montaña de hojas por archivar en una esquina, ese artilugio aguardaba a ver el sol, la tibia luz de la luna: estaba ahí quieto, paciente, esperándome.

Cuando crecí, mi padre me lo dio para que con buen juicio hiciera un uso correcto del tiempo; esa fue su pícara advertencia.

Cuando lo tomé en mis manos lo dejé caer sobre la alfombra. Me vi dentro de él como un aljibe en medio de una pradera. Vi mi reflejo y me sentí envejecer 30 segundos en su interior.

La joven volvió a mi casa excusándose de haber olvidado un cuaderno. La dejé pasar para que lo buscara en mi estudio.

Al entrar se dirigió hacia el objeto brillante que acababa de tirar.

—Supongo que no es especial para ti.

—Ciertamente no, pero era de alguno de mis parientes. No recuerdo su nombre por el momento —sus ojos de color ámbar se tornaron dos amatistas cuando lo tocó con sus tersas manos. Me volví un reloj de arena que caía lentamente grano a grano dentro de sí.

—¿Y cuándo es su cumpleaños?

La hora que marcaba eran las ocho de la noche.

—21 de agosto. Lo he dejado de celebrar. Las fiestas últimamente huyen de mí o escapo de ellas. Tengo que confesarte que cuando llega el día ni siquiera lo percibo.

—No me refería a usted, le preguntaba por el reloj.

—¡Ah!

—Supongo que cada segundo —respondí avergonzado.

—Yo diría en todo caso que es el 31 de diciembre —ya no sabía qué contestar. Me imaginé una serpentina de miradas acompañada de unas trompetas de voces en un día cualquiera.

—¿Y cómo se festeja a un reloj?

—Le das un regalo, supongo. Una reparación o dáselo a alguien más.

Cuando dijo la última oración abotoné mi camisa, la fajé detrás de mi trasero hasta dejarla bien ajustada. Sin darme cuenta dejé las manos ahí detrás, sujetando con mis manos el cinto, y balanceándome. Balbuceé una segunda e innecesaria despedida porque ella no me devolvió el saludo, solamente agachó su cabeza diciendo:

—Ya sé el camino. Mañana nos vemos.

Una extraña fascinación llenó de encanto con sabor a azúcar mi boca porque hice una mueca. El reloj andaba y yo me detenía al verlo. El tiempo estaba atrapado en una cueva de metal y yo en una cueva de concreto bien diseñado. Subí a mi habitación para mirarme frente a un espejo largo. Al verme pintado por la luz de la lámpara, vi que las pinceladas de los días me habían hecho un retrato tosco en el rostro.

Sí, ciertamente ya no encontraba nada especial en ese viejo reloj. Al tentar mis bolsillos consideré la posibilidad de empeñarlo o venderlo a un precio considerable.

Me tumbé en la cama, pero mi desesperación porque amaneciera no me dejó ni siquiera tener el delicado placer de bostezar como augurio de un descanso satisfactorio. Incorporé mi cuerpo de golpe estirando cada uno de mis brazos y piernas sin sentir una pizca de agotamiento.

Necesitaba que fuera de día porque quería deshacerme de aquel reloj. No teníamos nada en común más que la cotidianeidad fantasiosa de las caprichosas horas de los meridianos andantes. Jugué a que no tomaría en serio el tiempo, a lo mejor así me pasaría algo extraño como una epifanía, convirtiéndose en una página más de mi diario. Sólo pensaba en la desdicha del cumpleaños de mi reloj.

El anuncio de un auto vendiendo fierro viejo me recordó que ya era hora de ir a vender o empeñar mi reloj. Arrastré los pies hasta una tienda de empeño, donde un hombre sacó un lente pequeño, alejando y acercándolo a su ojo, desdeñando el reloj. Con su voz ronca me dijo:

—Esto no vale más que el yo llevo puesto, señor. Si acaso le doy unos seiscientos pesos, y ya es mucho —negocios eran negocios, y no estaba dispuesto a perder.

—Gracias, vendré más tarde.

Lo tomé cuidadosamente y lo llevé otra vez conmigo. Luego de pensar si lo conservaría o lo vendería, preferí lanzarlo a una alcantarilla, como quiera tendría más dignidad perderlo. Elegí una alcantarilla abierta como una perfecta puerta que daba la bienvenida a cualquier objeto de más de tres centímetros de diámetro. Lo lancé hasta que desapareció en una corriente parda de otros desechos.

Volví a casa en el autobús de las 4 de la tarde. Esperé hasta cinco estaciones escuchando a una mujer que me hablaba de la vida de sus tres nietos adolescentes. Por la ventana, en la penúltima estación vi a mi alumna tomada de la mano de un joven más alto y delgado que yo hojeando el libro de miniaturas. Giré mi rostro hacia el chofer que iba fumando con la mano izquierda. Pagué dejándole el cambio que sobraba (no era mucho). El chofer se persignó y arrancó cuando quedé sobre la acera.

Sabía que de alguna manera prefería que mi reloj celebrara su cumpleaños en el estómago de una ballena o en el baile agitado del piélago en las costas del océano Pacífico. Todos los regalos últimamente terminaban en el agua.





María Cantero García (Salvatierra, Guanajuato, 2000). Es mediadora de lectura.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

Punto en Línea es una publicación bimestral editada por la Universidad Nacional Autónoma de México,
Ciudad Universitaria, delegación Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México, a través de la Dirección de Literatura, Zona Administrativa Exterior, edificio C, 3er piso,
Ciudad Universitaria, Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México, teléfonos (55) 56 22 62 40 y (55) 56 65 04 19,
http://www.puntoenlinea.unam.mx, puntoenlinea@gmail.com

Editora responsable: Carmina Estrada. Reserva de Derechos al uso exclusivo núm. 04-2016-021709580700-203, ISSN: 2007-4514.
Responsable de la última actualización de este número, Dirección de Literatura, Silvia Elisa Aguilar Funes,
Zona Administrativa Exterior, edificio C, 1er piso, Ciudad Universitaria, Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México,
fecha de la última modificación 10 de abril de 2024.

La responsabilidad de los textos publicados en Punto en Línea recae exclusivamente en sus autores y su contenido no refleja necesariamente el criterio de la institución.
Se autoriza la reproducción total o parcial de los textos aquí publicados siempre y cuando se cite la fuente completa y la dirección electrónica de la publicación.