CUENTO / junio-julio 2022 / No. 99

El pasar de las sirenas: dos cuentos sobre la atención prehospitalaria



Mariana Sierra




El dolor de los extraños

 

Entro a una casa que no es la mía. Mis botas opacas están llenas de lodo, y quisiera regresar a la ambulancia para limpiarlas y así no ensuciar la alfombra, pero no hay tiempo: nos esperan. Los platos se enfrían en el comedor desierto. La grasa que se acumula sobre el caldo ha empezado a cuajar, y nadie me invita a tomar asiento. Su comida fue interrumpida por un dolor que no siento y que tampoco entiendo; los obligó a levantarse y a tomar el teléfono, para después dirigirnos con manos temblorosas a la habitación principal. Mientras caminamos por el pasillo, los retratos nos observan desde las paredes. Unos niños sonríen incómodos mientras posan con el uniforme de una escuela, pero no veo juguetes tirados en la sala. Ya deben de haber crecido. Una pareja sonríe afuera de una iglesia. El rostro sepia de una mujer del pasado increpa mi marcha de intrusa. Y en verdad es así, porque cruzo las puertas sin siquiera haberles dicho mi nombre, como si los guantes de látex me dieran permiso de hurgar en las alacenas y en los gabinetes en el baño.

El esposo y la hermana nos ponen al tanto. 69 años. Cáncer de colon en fase IV con metástasis al hígado y al pulmón. No tropiezan al pronunciar esas palabras; se han vuelto cotidianas para ellos, como el color de los sillones en la sala o los dibujos de las aves que adornan la vajilla. Sin embargo, hay algo distinto entre el sonido de ángulo esplénico, folfox 6, laparoscopía o endocarditis cuando sale de sus labios y el de la terminología especializada cuando la escucho en los hospitales. Es el ritmo. El movimiento de las manos. El gesto de incertidumbre y esperanza. El cuidado con el que pronuncian cada sílaba.

El dolor de la paciente se ha vuelto insoportable, nos dicen, y ellos ya no pueden hacer nada; necesitan que la llevemos al hospital para que reciba analgesia con morfina. La paciente tiene los ojos cerrados. Me acerco en silencio a ella, que no voltea a verme. Lentamente, abro las solapas de su pijama. Puedo ver el volumen de cada una de sus costillas, una hendidura en el esternón; su pecho parece el relieve de una cordillera. Cuando coloco el estetoscopio sobre su piel, ella gime, la paciente, esta desconocida que está acostada frente a mí. “Hemos hecho todo, pero ya no aguanta ni que la tomemos de la mano”, me dice el esposo. Mi compañero voltea a verme, piensa que el traslado va a ser complicado. Yo pienso en cómo hablar en plural también nos ayuda a nosotros a hacerlo todo más llevadero.

En la mesa de noche hay un pastillero con etiquetas de colores y una jarra de agua. Sobre el tocador, junto a la puerta, se extiende una colección de pañoletas de colores. Detrás, en el espejo, hay una postal atorada con la imagen de una playa desierta. Pero ¿quién soy yo para hablar de todo esto? Decidimos hacer una cuna con la sábana de flores moradas y rosas sobre la que está recostada y pasarla a la camilla, para evitar encender las hebras de sus nervios al tocarla. Aun así, sé por sus quejidos que la estamos lastimando.

Cuando llegamos al hospital, las enfermeras le cortan la pijama y se la cambian por una bata blanca que se ata por la espalda. Luego, llegan los camilleros a moverla a la cama asignada. Intentan pasar un brazo por debajo de su espalda y ella saca fuerzas de un lugar lejano para retirarlo. Lo mismo con las piernas; no deja que la toquen. Los camilleros nos miran. Entiendo que están irritados. Entiendo que llevan horas sin comer, sin dormir. Yo he sentido eso mismo. Finalmente, repetimos la maniobra que hicimos un rato antes en su casa, y la movemos con todo y sábana. Entonces, se queda dormida. Su esposo pone la mano cerca de la suya, sin tocarla, y con la otra sostiene un fólder con radiografías. Nos agradece con una inclinación de cabeza.

Antes de irnos, miro la cara tranquila de la paciente y, de nuevo, el patrón floreado de la sábana que la rodea. Es una imagen nueva para mí, que estoy acostumbrada a ver un montón de cuerpos desnudos en mi memoria, que desde que entré a estudiar, paso las hojas de los libros y encuentro fotografías de gente anónima, siempre sobre un fondo metálico e iluminado, desprovisto de contexto, imágenes de venas y tejidos, de sangre y huesos. Es nuevo para mí, que escucho laparoscopía y folfox 6 entre clases o entre turnos, con la mano en la barbilla. Quizás los libros eran un entrenamiento para el vértigo de los servicios, cinco, ocho, diez por guardia, cada semana durante años. O al menos así se siente ahora. Me reconforta saber que siempre hay algo que nos acompaña, algo además de todo esto. Por eso imagino el juego incompleto sobre la cama que alguien tendió para ella, y repaso la escena para buscar los bordados en la esquina de los manteles, porque me recuerdan que a mí también me esperan al volver a casa.

 
 

Nerón                                                           

El sudor había dejado una impresión terrosa en mi frente. Samuel acompañaba sus movimientos con exhalaciones pesadas. Estábamos trabajando bajo el sol implacable de mediodía, arrodillados en el asfalto junto a un desconocido. Zúñiga, el operador veterano que nos asignaron ese día, nos estudiaba desde el asiento del piloto. Toda la guardia había sido duro con nosotros: “baja los pies; ni se les ocurra comer en la cabina; guarden ese pinche estetoscopio”. Estábamos ansiosos por impresionar a uno de los más experimentados porque eso nos aseguraría el respeto de los demás compañeros, que no nos bajaban de novatos carga-botiquines. Yo aún era alumna y ese día Sam se estrenaba como jefe de tripulación. Entre nosotros, no juntábamos ni dos años de servicio, pero creíamos estar seguros de haberlo visto todo, si no en la ambulancia, por lo menos en las simulaciones de práctica.

Y este caso no era la excepción. Paciente masculino de aproximadamente 40 años, en situación de calle, con pérdida del estado de alerta y la cabeza del húmero fuera de su sitio. Al llegar, dos policías apáticos nos informaron que un conductor había reportado al hombre tirado a media calle porque impedía el flujo vehicular. Los encargados de los puestos de garnachas no sabían qué había pasado. “Ya lleva rato tirado. Chance lo atropellaron”, nos dijeron. Zúñiga echó un vistazo desde lejos —ya nos habían dicho que él nunca se bajaba de la unidad—, y tras unos segundos de ver al paciente, nos dirigió una risa burlona.

—Van —ordenó, mientras encendía el estéreo.

Sam y yo nos abalanzamos sobre el cuerpo de aquel hombre, como un par de bestias hambrientas en la noche. No respondió al estímulo doloroso que generamos al enterrar los nudillos en su esternón; se mantuvo con los ojos cerrados y los músculos distendidos sobre el piso. ¿Estaban desiguales las pupilas? El resplandor del sol sobre el pavimento me obligaba a entrecerrar los ojos. ¿Por qué no reaccionaba? Pasamos nuestras manos por el torso y las piernas correosas, buscando algo, además del hombro dislocado, fuera de sitio, pero nada explicaba su condición. El sonido de los cláxones en el fondo era insoportable. El tiempo pasaba.

Los policías anotaban en sus libretas, nos hacían preguntas que respondíamos con monosílabas. No queríamos ser interrumpidos, pero tampoco sabíamos qué contestar. Además me molestaba su indiferencia. ¿Qué importaba mi nombre o el número de la ambulancia? El desconocido seguía inconsciente a la mitad de la calle; era obvio que estaba grave.

—Vámonos al hospital —me dijo Sam.

—Mmmm… Mejor hay que terminar de revisarlo bien. ¿Qué vamos a decir en el hospital? No nos lo van a recibir.

—Pues que está inconsciente. ¿Tú qué crees que a los indigentes no les pasa nada? ¿O lo quieres dejar aquí tirado?

—No es eso, es que…

—Güey, vámonos ya al hospital. ¡Ahorita!

Bajé la mirada. Estúpida. Sam ya me había contado que llevaba tiempo sin ver a su hermano, que cada vez que atendía una persona en situación de calle, pensaba que bien podría ser él, que siempre los atendía como si fueran él. Pero aun así, yo había dudado. Reparé en cómo le temblaba la mano, en cómo había fruncido el ceño desde que llegamos, en cómo le explicaba con voz tranquila todo lo que hacíamos, aunque no obtuviera respuesta. Corrí a la ambulancia para bajar el equipo. Zúñiga volteó a verme desde la cabina con la ceja levantada.

—¿Qué? ¿Se lo quieren llevar?

Pretendí no haberlo escuchado y regresé a la calle. Con trabajos, pasamos al paciente a la camilla. Casi se nos resbala dos veces. Zúñiga meneaba la cabeza entre risas.

—Yo no voy a limpiar su desastre, eh. Me van a apestar la unidad —nos gritó desde lejos.

Los policías se habían resguardado bajo la sombra de un puesto y veían su celular. Alcancé a escuchar la melodía de un juego que provenía de uno de ellos. Aun así, cuando pasamos delante de los peatones, sacamos un poco el pecho y elevamos la barbilla, porque habíamos notado las cámaras de los curiosos y las miradas de los niños y era difícil resistirse a ese impulso de vanidad oscura.

—¿Sabes qué? —le dije a mi compañero una vez dentro—. Voy a cortar la ropa para hacer la exploración detallada. Y tengo que checar otra vez si hay anisocoria.

Había un orgullo excepcional en pronunciar esas palabras complicadas que hasta hace poco escribíamos sólo en los exámenes.

Sam tomó el teléfono para dar aviso al hospital, pero el celular se le resbalaba entre los guantes. Yo empecé a cortar la playera acartonada del paciente. Después, los pantalones de mezclilla orinados. Cuando el último retazo de tela cayó al piso, unos dedos ennegrecidos estrujaron mi muñeca. El hombre había despertado y me miraba con los ojos casi fuera de sus órbitas.

—¿Qué pedo, qué me están haciendo? —preguntó mientras sacudía las piernas.

En seguida me llegó el tufo a alcohol fermentado de su aliento. Gustavo bajó el brazo y se acercó a mí.

—Estás lastimado —le dijo— y queremos ayudarte. ¿Qué te pasó en el hombro?

Con la mano que no tenía inmovilizada, comenzó a arrancarse los velcros. Aventó la férula, las cintas y el collarín al piso. Se levantó y golpeó la gaveta de las vendas con el puño cerrado. Nos hicimos para atrás, con miedo de que la ira se volcara hacia nosotros. Pero Zúñiga ni siquiera volteó a vernos, sólo subió el volumen de la música en el estéreo y soltó una carcajada.

—¿Quieren ver un truco? —nos dijo el paciente. Se tocó el hombro dislocado; luego, tomó su muñeca y, de un solo jalón, volvió a acomodar el húmero. A pesar de la música, escuchamos el chasquido de su cuerpo. Ni la sangre ni los muertos me hacían encogerme de hombros como ese sonido. Nos quedamos sentados, viéndolo, era todo lo que podíamos hacer.

—¿Qué? ¿Me van a arrestar por andar chupando?

—Señor, somos paramédicos. Necesito que regrese a la camilla para que podamos ayudarlo —contesté.

—Necesito… —me imitó.

Tronó la lengua y sin dirigirnos otra mirada, abrió la puerta lateral de la ambulancia. El viento refrescó la cabina. Zúñiga quitó la música al ver que el paciente se paraba en el estribo. Una vez ahí, el desconocido abrió el pecho y trazó unos círculos imaginarios con el codo. Desde mi asiento, pude ver las crestas de sus omóplatos juntarse. Examinó sus pectorales desnudos y sus calzones manchados; luego, elevó el rostro, quizás para que el sol calentara sus pómulos antes de mirar hacia los peatones desconcertados en la banqueta. Yo seguía sosteniendo las tijeras porque no sabía qué hacer, dónde esconder la mirada. Sam sí: bajó la cabeza cuando escuchó que Zúñiga nos comenzaba a aplaudir.

—Muy bien, eh. A ver cuándo aprenden a hacer bien las cosas.

El hombre, por su parte, apretó los puños y los elevó hacia el cielo.

—Arrodíllense, culeros, que ya llegó su emperador —exclamó mientras tomaba impulso.

Antes de que pudiéramos reaccionar, bajó de un brinco hacia la calle, puso una sonrisa y se echó a correr entre los coches que estaban detenidos en el tráfico de la Calzada de Guadalupe.

—¡A huevo que soy invencible! —lo escuchamos gritar—. ¡A huevo!

A través de la ventana, vimos alejarse a ese extraño semidesnudo, que empujaba la tierra con cada zancada, como si estuviera pisoteando las ruinas de nuestro propio imperio destruido.

—Por eso no traslado borrachos —nos dijo Zúñiga mientras extendía la mano para tomar su celular del tablero—. Tengo que contarle a todos. No me lo van a creer.

 





Mariana Sierra (Ciudad de México, 1994). Es licenciada en Letras Inglesas por la UNAM, editora y traductora. En 2019 fue acreedora a la Beca de formación literaria para jóvenes de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de Narrativa. Ha publicado en diversos medios electrónicos.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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fecha de la última modificación 10 de abril de 2024.

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