RESEÑA / febrero-marzo 2022 / No. 97
Una nueva historia de la lengua desde América



Nuestra lengua. Ensayo sobre la historia del español.
David Noria
México, Academia Mexicana de la lengua/UNAM, 2021.

 

 

En diciembre pasado fui gratamente sorprendida con un pequeño gran tesoro, el libro del joven académico David Noria (Ciudad de México, 1993), actualmente radicado en Francia y profesor de la Universidad Aix-Marsella. Y de ello deseo hablar. Nuestra lengua. Ensayo sobre la historia del español promete convertirse en un joven clásico. La paradoja se explica porque David, siendo aún muy joven, percibe y expone una historia de nuestra lengua, el español, desde nuestra propia circunstancia, sin olvidarse del complejo proceso por el cual el castellano se convirtió precisamente en la lengua de un amplio territorio americano. Territorio también, como sabemos, de una infinidad de lenguas amerindias y de sus hablantes.

Empiezo por el capítulo con el cual David cierra su obra: “Por fin, América” (pp. 83-101). América, el teatro del más sensacional encuentro étnico —en palabras del gran literato Alejo Carpentier— o Mesoamérica, como le han denominado sus estudiosos después de Paul Kirchhoff, fue ante todo el territorio de un “ejercicio de interpretación”. ¿Y qué acto de cultura no lo es? Sabemos, después de las preciosas indagaciones de George Steiner (1975),1 que “entender es traducir”. Las lenguas, de por sí, viven en continuo movimiento, es por ello que están vivas, que tienen fuerza y que nos interpelan a nosotros, sus hablantes. En la lengua —no importa de cuál de ellas se trate— se funden y confunden las esferas de lo público y de lo más íntimo del ser humano. Aunque, según el teórico, “hay casos de movimiento suspendido o severamente atenuado: algunas lenguas mágicas y sagradas pueden ser mantenidas en un estado de embotamiento artificial”. Y así es, pero por ahora no estamos hablando de esas lenguas especiales, sino del español de todos los días y de todos sus hablantes. Del español que es tuyo y mío. Del español que es nuestro porque lo adquirimos con los primeros afectos como primera lengua, y que  —por paradójico que suene— no lo es, al mismo tiempo, porque nadie tiene propiedad exclusiva sobre sus palabras. Los códigos lingüísticos son sociales, las lenguas sólo las podemos aprender en sociedad. Gaspar Hauser, el personaje del suspicaz cineasta alemán Werner Herzog, no tuvo la oportunidad de socializar y por ello simplemente no aprendió a hablar.

Nosotros, americanos, aprendimos a hacerlo en un contexto donde muchas de las lenguas amerindias estaban y siguen vivas, aunque ya en mucha menor medida. Como sabemos, una fecha importante dio inicio al mundo moderno, 1492, y si desafortunadamente “Cristóbal Colón inaugura de manera negativa la relación con el Otro”, como señalara Annunziata Rossi,2 tocó a algunos frailes y otros personajes señeros, incluidos algunos indios y conquistadores, tratar de comprender, y con ello permitir la formación de nuevas sociedades, sociedades mixtas, mezcladas o entremezcladas. “El Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco —nos recuerda David Noria citando a la filóloga Ascensión Hernández Triviño— fue paradigma del entendimiento entre el latín, el castellano y el náhuatl, del que no siempre la política supo estar a la altura”. Y, luego, da cuenta el joven autor de los grandes rasgos que distinguen al español americano: cómo pronunciamos, cuáles son las formas de tratamiento preferidas, que si nos gustan más unos modismos que otros, que si el vocabulario americano tiene “sentidos propios”. En fin, todas esas cuestiones indudablemente interesantes, pero sin perder de vista que lo importante no son los detalles sino reivindicar el conjunto de las hablas americanas. Para lo cual, David se apoya en las sabias palabras del venezolano Andrés Bello y de los mexicanos Joaquín García Icazbalceta, Alfonso Reyes y José Luis Martínez, del colombiano Rufino José Cuervo, y del cubano Nicolás Guillén o del mismo Rafael Lapesa, español. Señala Noria con merecido orgullo cómo, en el terreno de las letras, finalmente, “el léxico nativo dejó de considerarse descastado”. Y cómo, hoy día, el español americano se conforma en cinco zonas lingüísticas bien delimitadas por sus estudiosos; pero lo que verdaderamente preocupa a David, en el fondo, es hacernos ver hacia adelante, porque el español es una lengua, sin lugar a duda, cargada de futuro; aunque “el industrioso inglés”, como dice, con menos hablantes nativos que el español en nuestro mundo globalizado, sea la lingua franca del planeta.

Para afinar la conciencia lingüística de sus jóvenes lectores a quienes va dirigida su obra, David Noria se ocupó bien de documentar en los primeros nueve capítulos que, aunque la historia de los hablantes de este idioma “es diversa, profunda y, a veces, irremediablemente desconocida”, se puede observar que lengua y cultura siempre corren caminos paralelos. Así, dirige primero su mirada al latín y a las lenguas romances, discutiendo conceptos tan importantes como el de “dialecto”, y muestra en grupos léxicos seleccionados la transformación de algunas palabras latinas en romances. Es un deleite. Así, leemos sobre la simplificación de grupos consonánticos, tendencias, leyes de alternancia, evolución de los sonidos (vocálicos y consonánticos), etc., y nos recuerda que: “El principio fundamental es que cada palabra tiene su propia historia y debe ser estudiada a partir de los testimonios” (p. 44);  y que en la Romania, a partir del siglo tercero, se distinguían cuatro zonas lingüísticas: Dacia, Italia, Galia e Iberia cunas, respectivamente, del rumano; el italiano; el francés y el provenzal; y del catalán, español y portugués. Y con múltiples ejemplos, David nos deja ver que “una lengua no tiene nunca un semblante único que con el tiempo vaya cambiando”. En otras palabras, David Noria subraya por su importancia lo que los lingüistas del siglo XX dejaron bien asentado, que una sincronía —o un momento histórico dado de una lengua— comporta múltiples variaciones: léxicas, de pronunciación, de significado y también de sintaxis, porque “la evolución de una lengua —aunque yo preferiría decir historia para asumir el carácter más social del asunto— es tan compleja como la sociedad misma” (p. 48).

En el capítulo quinto, se ocupa nuestro autor de lo que denomina la “sustancia” griega del latín vulgar, siguiendo al gran lingüista Eugenio Coseriu; en el sexto, ofrece una visión de Hispania y explica por qué el vasco es la única lengua prerrománica que subsiste actualmente; en el séptimo se ocupa de dilucidar lo que significó la Edad Media para el proceso de transformación de la lengua, distinguiendo a “godos del este” de “godos del oeste”, y señala cómo se preparó la simbiosis gótico-romana a partir de la traducción de un libro esencial usando caracteres griegos, latinos y rúnicos: la Biblia.

En el capítulo octavo, destaca los recuerdos de la Alhambra y pondera al profeta Mahoma como lo que fue, el creador del islam, movimiento que en el siglo VII, en Arabia, nació abrigando creencias populares judeocristianas y paganas. Una mezcla que, indudablemente, hizo florecer un fértil y propio sincretismo característico del romance peninsular o ibérico. Hasta que la hegemonía árabe terminó en y al mismo tiempo, diríamos, que nacía la época moderna, 1492. Dice David que esta herencia se palpa todavía en la bella y familiar expresión ojalá, ‘quiéralo Alá’, (p. 71). Finalmente, antes de hablar de América, David Noria se ocupa de dar cuenta del español que nos legaron los sefardíes retomando las palabras de su seguramente entrañable tocayo David Fresco, escritor sefardí del siglo XIX, quien buscó, a mediados de ese siglo, darle a su lengua “un esplendor literario de cuya carencia él mismo llegó a quejarse con amargura”. Aunque lo realmente interesante, para mí, es la anécdota que nos narra Noria sobre cómo en ese momento el español ya se había disgregado desde hacía cuatro siglos y cómo el mayor escritor sefardí de la época y un gran filólogo americano como lo fue Rufino José Cuervo, en 1878, estaban convocados, al conocerse en Estambul, a volver a reunir la lengua, nuestro español. Ya que en el mismo idioma “un turco y dos bogotanos, en una imprenta recóndita en los dominios de un sultán pudieron entenderse”. Milagro maravilloso del español, “cuya universalidad y vastedad no podemos darnos el lujo de olvidar” (p. 81). Así es, la lengua que en 1492 nos era ajena, hoy es nuestra, es americana, y está profundamente mezclada para siempre con las lenguas amerindias. ¡Matyox! (‘gracias’, en kaqchikel, lengua de las Tierras altas de Guatemala).



 
1 George Steiner, Después de Babel. Aspectos del lenguaje y la traducción, traducción de Adolfo Castañon, México, FCE, 1980.

2 Annunziata Rossi, El humanismo renacentista florentino. Presagios, viajes, arte y ciencia hacia el continente americano, México, IIFL-UNAM, 2017.
María Teresa Cervantes Cuevas. Es lingüista historiadora del Programa de Estudios Mesoamericanos, UNAM.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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