RESEÑA / diciembre 2021 - enero 2022 / No. 96
Viajar por El jardín de las certezas



El jardín de las certezas
Diana Ramírez Luna
México, Ediciones Camelot América, 2020.

 

 

¿En qué momento el duelo se convierte en un parteaguas existencial tan poderoso que precisa de la fe para superarlo? ¿Cómo es que sólo en la imaginación se logra afianzar un camino de vida hacia el futuro? ¿De qué manera la fantasía llega a la vida para transformarla? Éstas son algunas preguntas que plantea Diana Ramírez Luna (Ciudad de México, 1992) en su primera novela, El jardín de las certezas.

Mezcla de romance y fantasía, se entremezcla perfecta y sutilmente con la estructura y características propias de la llamada Bildungsroman o novela de aprendizaje. Natalia, aunque en estricto sentido es mayor de lo que usualmente se ve en este tipo de novelas, es la protagonista de esta historia: se encuentra a punto de emprender un viaje para descubrirse a sí misma.

Desde el inicio, la autora nos descubre el hecho primordial que dará pie a toda la novela: alguien ha muerto y ha sido sorpresivo. Poco a poco el lector va descubriendo a los personajes y sus propias historias. Natalia tiene una relación muy estrecha con su padre, pero no tanto con su hermana y su madre, con quienes no sólo no hay afinidad, sino que el cariño y la comunicación que se esperaría hallar en la familia están bastante atropelladas. Natalia también tiene un novio más bien ausente y mediocre —ella misma no sabe por qué lo tiene y, al parecer, está en su vida gracias a que le cae bien a su mamá—. Asimismo, se nos menciona que ella tiene una afición fuerte hacia la pintura, pero no se dedica a eso sino a la publicidad, pues en eso es “buena”, lo que no implica que la haga totalmente feliz.

Cuando su padre le regala un enorme cuadro que ambos ven en una galería la historia comienza a virar hacia lo fantástico. Esa pintura, titulada precisamente El jardín de las certezas, cuyo autor es un tal André Baccili, un misterioso pintor, no es nada más una pintura, sino una suerte de portal hacia un mundo alterno.

Uno de los grandes aciertos de la narrativa es justamente la construcción de este otro mundo: sus reglas, sus habitantes, sus paisajes, los detalles en los que la verosimilitud adentra sin problemas al lector para realizar el pacto del mundo fantástico y ceder a la imaginación. En el descubrimiento de este mundo, vamos a la par de Natalia, pues ella misma va aprendiendo las particularidades del jardín. Así, nos enteramos de que una de las características que hacen al cuadro tan peculiar es que su realidad se preserva a partir de que los espectadores estén convencidos de que dicho mundo existe. En el jardín de las certezas hay un universo tan real como cualquier otro, y si los espectadores son incapaces de conferir este aspecto de realidad, el mismo jardín comenzaría a marchitarse hasta desaparecer. Natalia tiene que dar un verdadero salto de fe hacia dentro, comprometer sus convicciones y ceder al hecho de que el agua que escucha por las noches efectivamente proviene del cuadro, y que si sus pies se han manchado de rojo a causa de las flores que ha pisado es porque en sueños ha visitado ese otro lugar que es tan real como el que ha conocido toda su vida.

Mostrar el cuadro a lo que sus habitantes llaman “el exterior” es un arma de doble filo. Por un lado, André, pintor y habitante del jardín, desea, en un acto de soberbia y protagonismo, que el cuadro sea conocido por mucha gente que pueda admirar su arte, pero al mismo tiempo teme que su escepticismo lo destruya. La pintura también funciona como un portal que hace que “el exterior” se comunique con “el interior”, de modo que Natalia logra ingresar al cuadro, conocer y experimentar su realidad.

En este tránsito hacia la vida alterna que ofrece la pintura, así como en los hechos a los que se enfrenta ahí dentro, Natalia realiza su aprendizaje, que será determinante para continuar con su vida. Es en el jardín donde ella se descubre y, a la usanza de los viejos cuentos de héroes y hadas, va recorriendo un camino con elementos que coinciden con los trazados de la Morfología del cuento, de Vladímir Propp, donde el análisis de los cuentos populares desemboca en una serie de “funciones” o puntos recurrentes que sirven para describir a grandes rasgos este tipo de narraciones.

Por ejemplo, hay en El jardín de las certezas lo que Propp denomina “alejamiento”: Natalia se aleja del núcleo familiar para aventurarse en la pintura y conocer lo que hay dentro de ella. Aunque en esta historia no hay un evidente antagonista, elemento que nos seguiría guiando en la estructura de los cuentos de hadas y héroes, la antagonista es Natalia misma, en el sentido de que se siente confundida y sólo dentro del jardín podrá hallar las respuestas que necesita. También existe el proceso en que el héroe, Natalia, hace un viaje, tiene que cumplir una misión y regresa al origen. Esto además de lo fantástico propio del jardín: árboles con hojas blancas semejantes a los dientes de león, lagunas espectaculares de colores que drenan las emociones o lámparas encendidas por animales diminutos, entre otros detalles. En la trama hay algunos elementos más que están relacionados con las funciones de Propp, aunque no están presentes en la protagonista. Por ejemplo, existe una prohibición: “no mostrar el cuadro al exterior”, seguida por una transgresión cuando, por aburrimiento y egoísmo, André decide hacerlo.

En la novela, Diana Ramírez Luna nos lleva caminando entre historias, entre realidades. Por un lado, nos sumerge en la exploración de lo que sucede con la familia de la protagonista: su pareja, los evidentes conflictos que tiene con su madre, la ausencia dolorosa de su hermana y el amor y apego desmedidos hacia su padre. A la par de esto nos lleva a las historias que suceden en el jardín: su encuentro con André y los demás personajes que también habitan el jardín: Verania, Damián y Santiago.

En este viaje de reconocimiento Natalia tiene que tomar una decisión difícil: quedarse en el jardín para siempre o volver a su vida habitual sin la posibilidad de regresar jamás al jardín: decisión complicada, pues ella misma se ha encontrado en el jardín, ha olvidado el vacío, es plena y feliz, incluso se ha dado cuenta de lo que es realmente el amor y la compañía, mientras que su vida ordinaria le ofrece conflictos y decepciones.

Otro aspecto digno de mencionar en la novela es que la autora, a manera de dedicatoria, comparte al lector sus propios aprendizajes a través de lo que le han enseñado sus personajes. En estas breves líneas se resume buena parte de lo que nos deja la novela: que en la renuncia también habita el amor y que los finales también son inicios, frases que están dedicadas a Natalia y Santiago. Este guiño que hace la autora con sus propios personajes refuerza el carácter de novela y nos lleva a pensar que quizá la autora misma atravesó un proceso similar al de Natalia, cuyos resultados existen una vez concluido el proceso de escritura.

Cada capítulo abre con una “estación”, detalle que, además de la estructura del viaje del héroe, también sugiere la transición, el movimiento. Todas las estaciones están acompañadas por una suerte de subtítulos que, más bien, son sentencias diversas en las que la autora ofrece una reflexión particular que está relacionada con cada capítulo. La primera reza: “Lo que en primera instancia escapa a nuestros ojos suele ser aquello que habrá de marcarnos, la cicatriz de una herida que luego hemos de portar con orgullo”.

Dicen que una de las características del éxito en la construcción de los personajes en la literatura es que éstos deben mostrar una evolución, un cambio. En El jardín de las certezas es evidente que Natalia no es la misma al inicio que al final. La última estación/sentencia del libro confirma la importancia de la fe y que ésta permite afianzar más al personaje en su presente y en su decisión que cualquier otra cosa —por más tangible que fuera— presente en su cotidianidad: “La constitución de aquello que ya es imposible concebir como un sueño”. La verdad del jardín y el proceso por el que el personaje transita desembocan en una transformación consciente. El desenlace, de manera muy sutil, nos deja claro que ella decide enfrentar sus miedos y superar los vacíos y las inseguridades. Esto hace que al final la autora nos entregue una novela fuerte y bien estructurada con una gran imaginación que, bien engarzada con la narrativa, nunca deja caer la historia.

 




 


Adriana Dorantes (Ciudad de México, 1985). Poeta, ensayista y narradora. Estudió Literatura y Ciencias del Lenguaje y el diplomado en Escritura Creativa en la Universidad del Claustro de Sor Juana; la especialización en Literatura Mexicana del siglo XX en la Universidad Autónoma Metropolitana y la maestría en Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Guanajuato. Ha colaborado con artículos sobre literatura y poemas en las revistas Valenciana, Usura, Mexicanísimo, Casa del Tiempo, Polen, Tercera vía, Revarena, La Peste y Punto en Línea, entre otras. Obtuvo el primer lugar en el Certamen Internacional de Poesía Bernardo Ruiz 2009. En 2015 obtuvo el segundo lugar del Torneo de Poesía Adversario en el Cuadrilátero, organizado por Editorial Verso Destierro. Asimismo, fue Premio Nacional de Poesía Rosario Castellanos de los XIV Juegos Literarios Nacionales Universitarios UADY 2018. Poemas suyos aparecen en las antologías Silencio del tiempo (Casa del Poeta, 2009), Trívium. Autores de Altaller (Ediciones Universitarias, 2012) y Nido de poesía. Primera generación (LibrObjeto, 2018). Es autora del libro de cuentos Vendrá la muerte y tendrá tus ojos (Sediento Ediciones, 2014) y de los poemarios Quién vive (UAM, 2012), Entre mares alados (Ediciones y punto, 2014) y ¿No habrá puerta de salida? (Editorial Abismos, 2016). Actualmente es coordinadora del área de prensa y difusión de Ediciones Era. Mantiene la columna quincenal “Pequeñas magias inútiles” en el sitio Los Ojos del Tecolote.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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