Hemingway, Ernest, "Old Man at the Bridge", The Complete Short Stories of Ernest Hemingway, Finca Vigia Edition, Scribner, 1991, pp. 57-58




Un viejo de lentes de armazón de acero y con la ropa llena de tierra estaba sentado al lado del camino. Había un puente de pontones que atravesaba el río y lo cruzaban carretas, camiones, hombres, mujeres y niños. Los carros de mulas se tambaleaban por la empinada pendiente desde el puente mientras los soldados ayudaban a empujar los rayos de las ruedas. Los camiones rechinaban alejándose de todo aquello y los campesinos caminaban pesadamente entre la tierra que les llegaba a los tobillos. Pero el viejo estaba ahí sentado sin moverse. Demasiado cansado como para ir más lejos.

Mi encomienda era cruzar los pontones, explorar la cabeza del puente del otro lado y averiguar hasta qué punto había avanzado el enemigo. Lo hice y regresé por el puente. Ya no había tantos carros y muy poca gente a pie, pero el viejo aún seguía ahí.

—¿De dónde viene? —le pregunté.
—De San Carlos —me dijo, y sonrió.

Era su pueblo natal y por eso le daba gusto mentarlo, y sonrió.

—Estaba cuidando a los animales —me explicó.
—Ah —respondí sin entender bien.
—Sí —me dijo—, ya ve, me quedé a cuidar a los animales. Yo fui el último en salir del pueblo de San Carlos.

A mí no me parecía un pastor o un vaquero y me fijé en sus negras ropas polvorientas, en su cara gris y polvosa, y en sus lentes de armazón de acero y pregunté:

—¿Qué animales eran?
—Varios animales —contestó y meneó la cabeza—, los tuve que dejar.

puente-clix.jpg Yo estaba viendo el puente y el campo del delta del Ebro que parecía traído del África y me preguntaba cuánto tiempo pasaría antes de que viéramos al enemigo, atento todo el tiempo buscando esos primeros ruidos que señalaran aquel hecho, siempre misterioso, llamado contacto, y el viejo seguía sentado ahí.

—¿Qué animales eran? —le pregunté.
—Eran tres animales en total —me explicó—, dos cabras y un gato. Y luego había cuatro parejas de pichones.
—¿Y tuvo que dejarlas? —le pregunté.
—Sí, por la artillería. El capitán me dijo que me fuera por la artillería.
—¿Y usted no tiene familia? —pregunté, mirando hacia el extremo del puente donde unas pocas carretas rezagadas bajaban de prisa por la pendiente del banco.
—No —respondió—, sólo los animales que señalé. El gato, por supuesto, estará bien. Un gato se sabe cuidar solo, pero no quiero pensar qué será de los otros.
—¿De qué partido es usted? —le pregunté.
—Yo no tengo partido —dijo—, tengo setenta y seis años, ya recorrí doce kilómetros y no creo que pueda llegar más lejos.
—Éste no es lugar para detenerse —le dije—, si puede llegar, hay camiones allá arriba donde el camino se bifurca hacia Tortosa.
—Voy a esperar un rato —me respondió— y luego me voy. ¿Hacia dónde van los camiones?
—Hacia Barcelona —contesté.
—No conozco a nadie en ese rumbo, pero muchas gracias. Muchas gracias de nuevo.

Me vio con la mirada vacía y cansada, luego dijo, por tener alguien con quien compartir su preocupación, “el gato estará bien, estoy seguro. No hay por qué inquietarse por el gato. Pero los otros. ¿Qué cree usted que les pasará a los otros?”

—Vaya, seguramente saldrán bien de ésta.
—¿Usted cree?
—¿Y por qué no? —le dije mirando hacia la orilla lejana donde ya no había ninguna carreta.
—¿Pero qué harán bajo la artillería, cuando a mí me dijeron que me fuera por la artillería?
—¿Dejó la jaula de las palomas sin cerrar? —pregunté.
—Sí.
—Entonces van a volar.
—Sí, seguro que van a volar. Pero los otros. Más vale no pensar en los otros —me dijo.
—Si ya descansó, yo que usted me iría —lo apresuré—. Levántese y trate de caminar.
—Gracias —me dijo y se puso en pie, se balanceó de lado a lado y luego se sentó de espaldas en la tierra.

—Me quedé a cuidar a los animales —dijo aturdido, pero ya no a mí—, yo sólo estaba cuidando a los animales.

No se podía hacer nada con él. Era domingo de Pascua y los fascistas avanzaban hacia el Ebro. Era un día gris y nublado con el cielo encapotado, de manera que los aviones no volaban. Eso y el hecho de que los gatos se saben cuidar solos era lo único bueno que le iba a pasar al viejo.


Ilustraciones:
clix. www.sxc.hu


Martha Celis Mendoza (México, 1972) estudió en la Escuela Superior de Música del INBA y actualmente es estudiante de último semestre de Letras Inglesas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Dirige el taller de apreciación literaria "The Fellowship of the Bard" en una institución de nivel medio superior. Su traducción de "El Chal" de Cynthia Ozick fue acreedora al segundo lugar en Traducción Literaria en el Concurso 38 de la Revista Punto de partida (2007).

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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