CUENTO / abril-mayo 2021 / No. 92

El Zurdo




Dicen que el Zurdo no se anda con mamadas. Que el último cabrón le duró apenas dos minutos; dos minutos de escándalo, sangre y un último chillido hacia la tumba. ¿Pero cuál tumba? Si el destino final de ésta, y cada una de sus víctimas, es una montaña de basura con hedor a orina y muerte.

Y justo eso encontré al cruzar el zaguán, con una Sor Juana abriéndome el paso entre un par de sombrerudos. A oscuras, me dejé guiar por el murmullo de la música de banda, hasta llegar al corazón del tugurio. Ahí estaba el Zurdo, al centro de una multitud enardecida, a punto de jugarse la vida como cada viernes por la noche.

Los billetes corrían de mano en mano hasta una improvisada casa de apuestas. Y aunque no era mi primera pelea callejera, tenía claro que en esa caseta se movía algo más, pero apenas di el primer paso, sonó la campana y empezó la guerra, bajo una cálida lluvia de miados y cerveza.

El Zurdo fue poseído por la ira colectiva, y de inmediatio se lanzó al frente con la mirada perdida y la navaja afilada. Su rival, mayor en tamaño, pero no en agallas, intentó defenderse, aunque el esfuerzo se redujo a eso, a un vano intento por escapar de la muerte. Estaba rodeado, entre la muralla humana y el inclemente destino.

Cuando las tripas besaron el suelo, el público se volvió loco. Apenas recogieron el cadáver, con más decepción que dolo, subió la música y las botas zapatearon sobre el charco de sangre, como si nada hubiera pasado. Pero pasó. Y aquella vida se esfumó tan pronto como el Zurdo entre la gente.

Encendí un cigarro y caminé con la mano bien firme en la sobaquera, abrazando la escuadra y a la caza del rey de la noche, pero la vista cansada se nubla aún más en la penumbra. A esas horas apenas podía distinguir entre formas de sombreros, camisas a cuadros, y a los bigotones machos de los que no tanto.

Pero media cajetilla después ocurrió el milagro. Ahí estaba el Zurdo, cabizbajo, ensimismado, mascando los restos de un elote, más cercano a la condición animal que al asesino en serie que estaba buscando. Junto a él, un ranchero desnutrido coqueteaba con un travolta; y un gordo con cadena de oro, cinto piteado y los tobillos asfixiados, pedía otra ronda de mezcales.

Me acerqué con cautela, con la vista fija en mi presa y una mano sudada sobre la pistola. Pero apenas alzó la mirada, el más seboso de la banda pegó el grito en el cielo:

—¡Otra vez este pendejo! —berreó entre el coraje y la borrachera, alertando a su compañero y al transformer, que huyó con los huevos saludando bajo la falda.

Entonces sí, saqué el arma y jalé el gatillo apuntando al techo. Estallido y estampida de rancheros confundidos. Más tiros al aire y el repique de cientos de botas en cualquier dirección, incluyendo la nuestra. Aterrado por la huida, un vaquero descuidado tropezó con la gallera.

La reja se abrió al instante y al fin pude verlo cara a cara. Fuera de combate lucía como cualquiera. Cresta rojiza, pecho brillante como el cobre y una falsa fragilidad en el par de patas; la derecha era apenas más corta que la izquierda, que aún sostenía la navaja entre el espolón y los dedos.

El gordo y el flaco intentaron atraparlo, pero el estruendo del improvisado palenque pudo más que su intención. El Zurdo encontró en ese escándalo el mismo aliento previo a cada combate, y en el crujir de las caguamas y huacales, la señal de una campana. La furia escaló hasta sus ojos, y abrió las alas en busca de un rival.

Por instinto o por venganza se lanzó contra su padrote, que movía las obesas manos intentando defenderse, pero humano u animal, no hay cabrón que le dure más de dos minutos. El Zurdo atacó con maestría y precisión, blandiendo su filero contra la enorme masa que tenía enfrente, el objetivo más endeble tras año y medio de carrera.

La navaja encontró destino en la pierna derecha del gordo, con un corte tan profundo que penetró las capas de grasa hasta llegar a la arteria femoral. El chorro de sangre bañó al Zurdo, que acostumbrado a la agonía de sus víctimas, pegó la vuelta y huyó hacia cualquier dirección, sin amo, sin jaulas, sin vergüenza.

El flaco corrió tras él y yo encendí un cigarro. El gordo pegó un último chillido hacia la tumba, ¿pero cuál tumba? Sólo había una montaña de basura con hedor a orina y muerte.








Dante G. Soberanes (Ciudad de México, 1994). Es egresado de la UNAM.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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