CUENTO / abril-mayo 2021 / No. 92

¿Qué hay de malo en llamarle Tomás a un gato?




Le gustaba reírse de quienes decían Soy feliz y Todo estará bien. Le gustaba reírse de mí. Lo hacía frenética como un animal salvaje provisto de una gracia superior. Algo inexplicable que su risa fuese una invitación a adorarla y no un pretexto para enterrar una navaja en el nacimiento de sus ojos. Yo la adoraba como se adoran los grandes templos, los desnudos artísticos y algunas películas porno.

Un día, apenas llegué a su casa, me dijo que yo no sería un hombre a su lado. No le agradaban los hombres, pero yo sí, así que debía ser mujer o al menos fingir que lo era. No era la clase de chica que conoce otra área a no ser que se trate de los límites, incluso al elegir su pijama de Tom y Jerry. Bajita y menuda, traía puesto el de un niño de unos once años. Su pijama travestido le daba un toque encantador y varonil que me sumía de lleno en el papel de la niña.

Me pinté las uñas mientras veíamos Star Wars porque ella quería asegurarse de que estuviese comprometido con mi papel. Cuando apareció Darth Vader asfixiando a uno de sus soldados, ella dirigió su mano hacia el orificio por donde se supone que el niño de la pijama asoma la punta de su pene, e introdujo sus dedos sin disimulo. Yo tampoco disimulé al observarla.

—Ay, ¿ya te aburriste? —Ella apretó mi pierna con la mano que tenía libre y siguió observando la asfixia en la pantalla—. Hay cosas que vale la pena no dejar pasar —dijo, y luego comenzó a gemir suavemente mientras Tom y Jerry eran separados por el deslizamiento de su mano—. Más películas deberían ser así.

Luego de esa escena, o de que terminó de irrumpir la batalla de Tom y Jerry en la parte inferior de su pijama, apagó la televisión y comenzó a patearme diciendo que debía irme.

—No seas maricón —me dijo, liberando el eco de su risa de catedral gótica—. Te estás acabando mi esmalte.

Su esmalte color negro Darth Vader. La odié un poco por pedirme que me fuera y otro poco por no dejarme terminar la manicura.

En la escuela ella pasaba conmigo los descansos. Tomaba una silla frente a mí y sostenía sus ojos limítrofes sobre los contornos de mi forma, como si esperara que algo me saliera de las entrañas. Cuando me pidió que viéramos Alien, no me sorprendí. En Alien, un bicho del espacio embaraza a un hombre soltando huevos en su boca. Para nacer, el bicho sale de entre la sangre de un abdomen roto, corriendo como un avatar de la histeria. Como ella al reír.

Cuando el bicho comenzó a brotar del cuerpo (las costillas del hombre se separaban, la sangre salía del pecho y salpicaba a los que rodeaban la mesa), ella volvió a tocarse y me tocó a mí también. Se giró y subió sobre mi cuerpo, enroscándose en mi abdomen. Me besó tan intensamente que creí que ambos seríamos capaces de parir una criatura en el espacio de nuestras bocas. Unos minutos después se quedó dormida sobre mi pecho, dejando que la película siguiera y que yo me quedara ahí.

Desde entonces dejó de ignorarme en el salón y pasó de sólo sentarse conmigo en el descanso a sentarse conmigo siempre. Noté hasta ese momento lo mucho que le gustaba abstraerse por cualquier tema, y cómo se reía de éste cuando encontraba algún error o algún detalle que fuera ridículo o sin límites.

—¿Puedo observarte así todo el día? —le dije mientras la veía fijamente.

 —¿Como un voyerista enfermo? —me preguntó curiosa.

—Algo así —le respondí.

Sin reparar en lo que le dije, o quizá sin importarle, o quizá gustándole, me respondió:

—Haz lo que quieras.

Y desde ese instante no dejé de observarla: su abstracción en las clases y el placer que invadía su sillón al ver ciertas películas; también cuando me miraba a mí con el deseo inconfesable de hacer algo que nunca entendí del todo.

Le pedí que fuera mi novia la tarde de un jueves, luego de haberla seguido de cerca desde la escuela. Al llegar a su casa, mientras abría la puerta, la detuve diciendo:

—¿Quieres que seamos algo?

Ella no se rio. Creí que se reiría.

—¿Algo como qué?

—Como lo que somos sobre el sillón —le dije—, y como todo lo demás.

Asintió, pero no me invitó a acompañarla.

—Tengo cosas que hacer.

Dijo eso aunque yo sabía que sólo vería películas, se reiría y acabaría perturbando a Tom y Jerry una vez más. Me fui para no molestarla, pero el día siguiente volví para ver su sombra atravesando la sala, su silueta pequeña y travestida. Estuve ahí toda la noche.

En una de nuestras clases, ella me preguntó si yo tenía contemplado casarme, tener hijos.

—Ya sabes, todas esas estupideces.

—No lo sé. ¿Tú quieres? Serías la madre, si los tuviéramos.

Se rio y me apuntó directo al pecho.

—Sólo para engendrarlos. Tú harías el resto, corazón.

Seguimos abstrayéndonos en la escuela y saliendo después. Cuando ella volvía a rehusarse a estar conmigo, la observaba a través de la ventana frontal de su casa. Una noche se quedó quieta de frente al sitio desde el que yo la miraba. No hizo un solo movimiento perceptible, aunque supuse que ella hacía lo de costumbre cuando estaba a su lado. Porque ahí, divididos por cemento y ladrillos y una cortina, por el límite de lo público y lo privado (lo íntimo), estábamos tan juntos como podríamos estarlo en cualquier otro lugar y como lo podríamos estar alguna vez.

A partir de esa noche no encendió la luz de su casa. Comencé a sospechar que vivía sola. No sólo porque sus padres jamás nos interrumpieron, sino por la total ausencia de ellos. Pero un día salieron un hombre y una mujer adultos desde la misma puerta por la que yo no entraba.

—¿Quiénes son? —le pregunté a la mañana siguiente, en la cafetería de la escuela. Ella apoyó su cabeza en su mano como si hubiese perdido de pronto los huesos de su cuello y esbozó una mueca de aburrimiento fatal ante mí.

—Los abuelos.

—Son muy jóvenes.

—No los míos —dijo—. No seas estúpido. De nuestro bebé.

Sentí que una araña gigante me tomaba por la nuca, paralizándome y licuando todo mi interior.

—¿Serás mamá?

—Algo así —me respondió.

No me sentí preparado para eso. ¿Cómo iba a criar yo a un niño? Recién estábamos en la preparatoria y nadie iba a ayudarnos. Sus padres eran un recuerdo de una mañana y los míos no vale la pena mencionarlos. ¿Qué íbamos a hacer? ¿Estábamos así de solos?

Busqué un trabajo durante toda la semana. Uno que me permitiera mantener la casa donde ella vivía. Conseguí uno en un call center bilingüe, donde decía Yes, sir, todo el tiempo. Se sentía natural. Cuando volvía a casa con ella, algunas noches, cuando ella deseaba asfixiarme como un alien o tantear los límites de mi carne con sus uñas, yo le decía:

Yes, sir.

Ella acababa acurrucándose en mi pecho como un tumor enorme.

Cuando se acercó el fin de semestre —y fin de año también—, ella me dijo que yo me había esforzado mucho y que quería darme un regalo.

—Tiene que ver con tu hijo —me anunció. Sentí un júbilo incontenible. La abracé y besé como nunca había hecho y le susurré al oído Yes, sir, muchas veces. Ella se rio como al descubrir que no hay desnudos en la capilla Sixtina. 

El día límite, se acercó con su cabello muy negro hasta mi asiento. Yo estaba en la cafetería, esperándola como siempre. Ella tenía entre sus manos un manojo de papel celofán de color verde. Parecía carne en putrefacción brotando de su mano.

—¿Es el regalo para nuestro hijo?

—Es nuestro hijo —respondió, sin reírse al principio. Cuando me pasó el papel escuché su risa y supe entonces que se trataría de algo muerto. Sólo algo muerto podría darle risa a esa mujer.

—¿Es un animal muerto?

—¿En serio? ¿Un animal?

—Sólo a una cosa así podrías considerarla un regalo —le contesté.

Negó con la cabeza una sola vez, pero era más que suficiente.

—No, te juro que no es un animal que haya muerto.

Abrí el papel, metí una mano en el interior de aquel celofán verde y encontré una bola rosada con dos ojos que jamás habían visto ni verían nada.

—¿Lo ves? Nunca murió porque nunca nació.

Comenzó a reírse y su risa me recordó a la campana de la escuela, al coraje que uno siente cuando lo engañan, a la desilusión de salir de la secundaria sólo para dar un paso más en un camino interminable.

—¿Y si le llamamos Tomás? —me preguntó.

—Está muerto —insistí.

Ella me respondió, muy seria:

—También las cosas muertas merecen nombrarse.

La observé con el mismo cuidado con el que observé al feto de aquel gato (debía ser de un gato, ¿no?). Esperé a que dijera algo más, pero sólo dejó caer una vez más su cabeza como falta de huesos, sonriendo con su expresión vacía en mi dirección.








Daniel Centeno (Los Mochis, 1991). Es licenciado en Psicología y autor de Puerta cerrada (Paraíso Perdido, 2017). Ha publicado en las revistas Luvina, Opción, Río Grande Review, Visor, La Cigarra, Rojo Siena y Tierra Adentro. Recibió el XXXV Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción, y obtuvo mención honorífica en el XVI Concurso Nacional de Cuento Juan José Arreola. Fue becario del FONCA en Cuento.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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