CUENTO / febrero-marzo 2021 / No. 91

Aquí no sólo se hacen chiles en nogada





MOLES Y FRUTOS
La añoranza de vivir en un entorno más natural o recuperar la sencillez vivida durante la infancia es un deseo que la persigue en una realidad en la que se siente atrapada de tantas “comodidades”, o más bien de deseos. Advirtiendo haber sacrificado lo sencillo y bello de la vida cotidiana, es decir, la capacidad de sentir alguna conexión real, regresó unos días al hogar de su niñez. Podrán imaginarse la casa: un jardín amplio en la entrada con árboles y arbustos, gallinas y cerdos en él, una estructura sencilla de cemento para la casa, con ventanas amplias, un patio interno para tender la ropa. Su cuarto estaba intacto desde la última vez que había estado aquí; permanecían cosas como su ropa en el clóset, cremas en el baño y peluches de su adolescencia. Cuando se dejó caer sobre su cama, rechinó el colchón amenazando desprender resortes y las sábanas expulsaron polvo a su alrededor. Se dejó caer con la idea de no levantarse, y no lo hizo en los siguientes dos días. Al tercero, Candelaria, la señora que la procuró desde niña, entró a la habitación, le quitó las sábanas, abrió la ventana y le dejó una taza de café de olla en el buró.

—Levántate —le dijo—. Levántate que ya nos vamos.

—¿Adónde? —respondió ella enterrada en los sarapes.

Salieron de la casa y comenzaron a caminar. Sentía los pies pesados y lentos. Caminaron por las calles de tierra, junto a la iglesia de Tonanzintla, con sus paredes de adobe y colores rojizos, y su patio de árboles frutales. Aquí hubo una pirámide antes; debajo de los ladrillos y las pinturas quedaba aún la base de lo que fue un templo en la época prehispánica. Lo sabía porque venía a catecismo de niña y un día un niño lo dijo. El padre le dio un golpecito en la mano y les explicó a todos que no existen “los dioses”, sino “un solo Dios Todopoderoso”.

Llegaron al mercado del pequeño centro, donde se amontonan los puestos de frutas, semillas, moles, tortillas, carnes, flores y chucherías de plástico.


DISPOSICIÓN
Comenzó a cortar las cuatro cebollas y los diez ajos. Atravesó con la cuchilla sus paredes transparentes y jugosas. El aroma de la cebolla es el aroma de la cocina. Cortó los trozos en pequeñas piezas y juntó las montañas olorosas con los pedacitos de ajo. Los dejó caer en la enorme olla de metal. El carbón debajo hizo efecto: el aceite empezó a freír. Candelaria era una mujer orgullosa y modesta. Tenía la cara larga, morena y con arrugas, y su pelo era grisáceo.

—Ponte a cortar —le dijo—. Agarra un cuchillo y pela la pera, la manzana y el durazno.

Y así lo hizo: con un cuchillo le arrancó de mala gana la piel a tres kilos de peras, tres kilos de manzanas y tres kilos de duraznos. A sus dedos se les impregnaron el sabor de la fruta y el pasado de la señora.


REPRESIÓN
Picó en cuadritos el plátano macho y lo juntó con el resto de las frutas. Vertió otro tanto de aceite en la olla; saltaba con fuerza hacia la pared y sus rostros.
Picar y picar y picar. Ella, que entraba a su propia cocina sólo a prepararse sándwiches y café, tenía en sus manos cuchillos y múltiples sabores.

—¿Y ahora a ti qué te pasó? ¿Qué te hizo Pedro?

Pedro ya no estaba en su vida, pero el problema no era él, sino ella. Burbujeaba por dentro y ciertos días la sensación la tumbaba en cama.

—Me duele todo, Candelaria, no sé qué es, y hace mucho que no veo a Pedro.

—Muévele bien con la pala, niña. Si no se quema la fruta y eso va a saber a chile prietito.

Giró la pala de madera sobre el montón de cebolla, ajo, durazno, plátano, pera y manzana de Zacatlán. Poco a poco cada ingrediente fue perdiendo su apariencia original y se mezclaron sus texturas y colores. De trocitos íntegros pasaron a ser una masa heterogénea de colores anaranjados y cafés. Candelaria se apuraba, hacía todo deprisa. La mujer frágil, frente a ella, balbuceaba y movía las manos lentamente. Tenía que llegar pronto a casa. Su padre de 87 años estaba en el Seguro Social y su nieto había amanecido con calentura.

Candelaria se llama así porque nació el 2 de febrero, día de la Virgen de Candelaria. El nombre viene del latín candēo, y significa “ser blanco, brillar”, asociado a la palabra incendiar. Candelaria tiene ascendencia indígena de los tlaxcaltecas; no es blanca: es morena. A veces habla un poco del náhuatl que aún recuerda. Su familia, los Coatl, siempre fueron jefes en el pueblo y, antes de que llegara la Junta Auxiliar con partidos políticos, administraban los asuntos de la gente: desde disputas familiares y de propiedad hasta la organización las festividades del pueblo. El 12 de octubre, Día de la Raza, es también el día de Xochipitzahuatl, “flor delgada”. Se organizan bailes y festines. La gente se viste con los trajes típicos: falda negra hasta el tobillo, blanco en la cadera, dobleces en hombros y falda, faja de rebozo azul y morado, camisas bordadas, pañuelo y trenzas. Se preparan los platillos típicos: el frijol quebrado, atole, cuachala (guiso de carne de puerco, chile con masa y pulque), moles y la tlaltapa.

—Aquí en Tonanzintla no sólo se hacen chiles en nogada—dijo Candelaria.


DECADENCIA
Añadieron la almendra fileteada y las pasitas a la mezcla de la olla. Durante horas movieron la pala; un rato ella, otro rato Candelaria.

Sal,

azúcar,

sal.
 
Quiebre,

angustia,

quiebre.


TRABAJO

Cuando era niña, Candelaria ayudaba a su padre en el campo. La tierra era muy fértil por el río Atoyac y el deshielo de los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl que formaban riachuelos que atravesaban los barrios de Cholula. Se acuerda de que lo hacía desde los ocho o nueve años. Sus hermanos y ella iban a sembrar y cosechar. En Tonanzintla crecían el maíz y el nopal. Una vez que juntaban suficiente producto en los costales, se lo llevaban al mercado a vender. Candelaria vendía ahí los sábados y los domingos. Alguien le dijo alguna vez que le debería dar pena contar que vendían sus nopales en el mercado y ella no entendió por qué eso daría vergüenza.

—Éramos dueños de la tierra, hace mucho nos expropiaron todo, pero en ese entonces era nuestra. Los que siguen trabajando sus alimentos se van hasta Atlixco a sembrar.

Lleva 23 años trabajando de cocinera en esta casa. Le ha preparado a la familia todo tipo de alimentos: sopa de pasta, arroces, tortillas frescas, dulces, guisados de pollo y cerdo, y cada año, los chiles en nogada.




Pausas y silencios; el radio que hablaba de Jesucristo sonaba de fondo. La joven movía y movía la pala en la olla.

Candelaria puso tres kilos de jitomate a hervir. Las piezas muy pronto se inflamaron y comenzaron a exprimirse ahí dentro, en el agua burbujeante. Introdujo sus manos morenas y curtidas en el agua y sacó en un solo movimiento un jitomate. Le arrancó la piel con las uñas.




Le quema

y no siente.

 

                                               Le duele

                                                y no dice.

 

CHILES
Pusieron un segundo los jitomates en la licuadora y vertió la consistencia espesa en la olla llena de durazno, pera, manzana, plátano, cebolla, ajo, almendra fileteada y pasas.

El chile se asa directo en el comal hasta que se pone negro. Candelaria movía con agilidad sus manos sobre el fuego. Les quemó las puntas a los chiles. Cuando comenzó a picar el olor del chile, entonces agarró la pieza y lo insertó en una bolsa de plástico. Adentro, el chile empezó a sudar, y se infló la bolsa.

—Dale más tiempo —le dijo a la joven.

Cuando sacaron el chile, la piel era más suave. Le quitaron las capas quemadas y quedó un chile flojo y de un verde más intenso. Con un cuchillo le abrieron el estómago y extrajeron las entrañas: las semillas y las venas.

En un procedimiento quirúrgico, rellenaron sobre amplias tablas los chiles de picadillo. Hay que tener cuidado para que el chile se vuelva recipiente y sus paredes cubran el contenido.

—Ahora sí, ponle la harina —dijo Candelaria.

La harina de trigo, que no existía antes de la Conquista, se ha vuelto el ingrediente más utilizado en las cocinas mexicanas; símbolo permanente de la opresión colonial. El chile poblano, por otro lado, forma parte de la cultura alimentaria de Puebla desde hace cientos de años, junto al maíz y el frijol.

La joven enterró su mano en el polvo blanco. Sintió el impulso de enterrar, sacar, aventar, pellizcar, aventarse toda ella a esa bolsa de polvo blanco. Agarró un puño y lo aventó con violencia sobre los chiles. Arriba, de un lado, detrás.

—¿Qué te duele? —le preguntó Candelaria mientras abría ella las granadas con las uñas y arrancaba los granos rojos. El jugo rosado le recorría los antebrazos.


RAMAS DE PEREJIL
Los chiles yacían en las charolas con el estómago abierto; los frutos mezclados expuestos. Hasta hace poco, las familias poblanas sacaban sus cuberterías de plata o sus vajillas de talavera para el festín de los chiles en nogada. Pero poco a poco este tipo de materiales fueron reemplazados por plásticos y cerámicas industriales. La abrumadora inundación de objetos de consumo le ha provocado a la joven asco y fascinación por la gran cantidad de cosas que puede adquirir. Sentía una necesidad infantil de querer siempre más, y percibía el efecto que tenían en su cuerpo las compras por Amazon y PayPal. Quizás era uno de los ingredientes de su incontrolable depresión.

En la licuadora: un trozo grande de queso panela de Chipilo, un vaso de crema ácida, la bolsa de nueces de Castilla, medio vaso de agua, azúcar suficiente.  

Para preparar el capeado se baten las claras de los huevos hasta que se inflan y la espuma está a punto del desborde. Después se agregan las yemas y se baten también.

—Yo no quiero ensuciarme

Candelaria tomó el chile con delicadeza y lo bañó en huevo, lo dejó caer en el aceite hirviendo y lo movió con los dedos. Así uno tras otro.

Así uno tras otro.

—Es natural que te sientas agobiada, no estás acostumbrada.

Con sus dedos morenos y curtidos corta las hojas de las ramas de perejil y las deja caer sobre los chiles bañados de nogada.

—Anda, niña, vete a la mesa, ya voy a servir.









Andrea Reed-Leal (Puebla, Puebla, 1992) es historiadora, escritora y ceramista. Estudió la maestría en Historia en la Universidad McGill y comenzará el doctorado en Historia y Literatura en la Universidad de Chicago. Es editora y coautora de El río que no vemos. Crónicas de Tizapán (ITAM, 2017). Ha publicado ensayos, reseñas y cuentos en distintas revistas literarias como Opción ITAMLuvinaMontreal Writes, Este PaísPunto en Línea.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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