ENSAYO / febrero-marzo 2021 / No. 91
Crasistencia




La crasis es un fenómeno lingüístico de contracción por el cual se fusionan dos palabras o vocales en una sola (p. ej. para atrás ˃ patrás). Viene del griego krasis que significa “mezcla” y, por esa razón, me gusta imaginarlo como un movimiento del habla que produce entropía en la lengua. Extendiendo esta flexible analogía con la termodinámica: si la historia del universo ha sido descrita como el aumento de entropía de los cuerpos celestes, es posible aventurarnos a inventar que el motor de la historia de la lengua, de la cultura y, mejor aún, de los usos creativos que hacemos de ellas, es la crasis. Todo acto creativo, en tanto ars combinatoria, posee en su unidad molecular el ingenio crasístico.

Mientras Shklovski y compañía entendieron en la comunicación artística una disposición tal del lenguaje que nos hace ver al objeto cotidiano como si lo conociéramos por primera vez, la crasis agrega una vuelta de tuerca y nos permite ver a dos objetos de manera simultánea como si recién nacieran ante nuestros ojos. Falta en la lucha social del siglo XXI una buena dosis de humor para despertar a los enajenados y hacer sonreír a los conscientes (si no me creen, pregúntenle a Bajtín). De ahí el pretencioso vocablo crasistencia: una forma de desautomatización que mueve hacia la risa, la parodia, la sátira, la autorreflexión y que suena como crisis, el germen de la crítica y de las coyunturas.


Pellejuña


Todos hemos vivido días incómodos a causa de esos cuerpos callosos que se forman cuando nos cortamos las uñas a prisa. Pellejos que, sin herramientas adecuadas, no pueden retirarse de los dedos sin riesgo de producir un dolor punzante. No creo ser el único a quien, al intentar arrancarlo antes de una importante reunión de trabajo, se le hayan venido a la mente esos horribles planos detalle de las películas gore donde desuellan a algún mártir. Hay también una escena en Black Swan de Aronofsky en que la protagonista, dentro de su metamorfosis psíquica a ave bailarina, tira de un pellejito que continúa hasta la mitad del brazo, revelando su carne roja y produciendo en el espectador lo que en México llamaríamos un profundo fruncimiento del asterisco.

Pese a todo, dichos cuerpecitos callosos nos brindan un lado positivo en los momentos privados del día. Aquellos que dedicamos al placer de la rascada. ¡Ah, la rascada…! Uno de los pocos disfrutes verdaderamente democráticos en este mundo, accesible a todos, aunque reservado, claro, para momentos solitarios. Es también signo de intimidad afectuosa con la pareja. Si este ensayo derivara en meme, el texto diría “Quédate con quien te ha rascado y te ve a los ojos al día siguiente”. Pues bien, esos pellejos que tanto nos irritan durante el día laboral son una estupenda herramienta del cuerpo para rascarnos después de una jornada difícil. Y, dado que nacen de lo que antes fuera una uña, podemos denominarlos pellejuñas.


Cuyejo


Tengo una cuya de proporciones conejunas. No me lo explico, pero me gusta especular: tal vez su ascendencia proviene de un campo nuclear peruano. Recientemente dominó la habilidad de pararse en dos patas para exigir heno a horas no adecuadas (como en la canción de Shakira) y temo que algún día decida cargar su casa e irse de aquí. Porque nos odia. Ya habíamos tenido otra cuya, en paz descanse, y ella era muy afectuosa, pero esta cuya nos odia. Por eso, cuando me rechaza las caricias sacando los dientes y sacudiéndose con toda la ira que puede convocar un roedor mutante, mi corazón se rompe y mi única defensa es inventarle apodos que, en toda su arrogancia, nunca entenderá porque ha decidido mirar con desprecio al español, tal como los romanos al idioma de los bárbaros.


Chichiplauso y aplaustículo

Una navegación rápida entre las definiciones del verbo aplaudir nos permite observar que siempre se incluye a las manos (o a las palmas) como uno de los elementos que producen el ruido de su sustantivo hermano, aplauso. Algunas acepciones incluyen también el uso del aplauso como señal de aprobación o entusiasmo. Al parecer, todo aplauso supone una voluntad comunicativa porque ejercemos control sobre las manos, nuestras principales herramientas para la adaptación.

Pero existen ruidos aplausosos producidos cuando una parte de nuestro cuerpo es víctima de la gravedad. Entre otros elementos de la anatomía humana, me refiero aquí a las mamas y los testículos. Hay momentos en nuestra vida diaria donde la falta de sostén o calzón, respectivamente, permiten el libre movimiento de nuestros órganos colgantes. Y, dependiendo de la actividad que estemos ejecutando, puede suscitarse la ocasión en que dichos órganos choquen entre sí o con otra superficie de nuestro cuerpo, generando un ruido asociable al aplauso de las manos.

La maravilla de esta intersección de las leyes newtonianas con las darwinianas es que tiene un efecto semiótico. Visto así, el fenómeno es aún más asombroso que la (tristemente) gastada expresión de Carl Sagan: “somos polvo de estrellas”. Pues el momento preciso del chichiplauso o el aplaustículo tiene como antecedente, no sólo la evolución del cosmos, la Tierra, las especies y la cultura, sino la consciencia de que observamos nuestra presencia corporal en el universo, entendiéndola como un accidente. Hay aquí un desdoblamiento del yo por el cual somos mente y, a la vez, somos materia.

Volvamos sobre un punto. Mientras el aplauso convencional es un acto premeditado, los involuntarios aplausos gravitocorporales carecen de intencionalidad. El primero es un gesto sagrado, se da al final de diversos rituales que reafirman a las instituciones sociales: aplaudimos al músico para reconocer su virtuosismo, al científico en la conferencia para aprobar su investigación, a los príncipes en la boda real para resignarnos a su innecesaria alianza. Como tal, aplaudir posee un significado previo, acordado socialmente. Pero cuando los hombres corremos encuerados y la bolsa escrotal chasquea nuestro muslo, la significación viene hasta después: la carcajada que sucede a la conciencia del accidente proviene de la desacralización del aplauso. Estos ruidos, pues, son un recordatorio del azar, de nuestra dependencia del ecosistema. Toda la complejidad del entramado social no es más que un suspiro frente al orden planetario.


Memema

El horrible sonido de este vocablo se debe a que tiene una finalidad científica y, como todo neologismo científico (excepto, tal vez, los de Barthes), no tiene entre sus fines ajustarse a las comodidades del oído. Ignoro si alguien ha utilizado el término antes y espero que sí porque no creo que los siguientes párrafos le hagan justicia.

¿Qué es el memema? Es el electrón del meme. La unidad de transmisión memética, que es, de por sí, una unidad de información. El memema existe en la mente, es el movimiento interno que nos mueve a la creación del meme, el punto del tiempo en el cual vemos un acontecimiento textual y sentimos el impulso de parodiarlo (literalmente “hablar junto al texto”).

El valor del memema es recordarnos que, detrás del asolador huracán de textos arrastrándonos hacia la autoenajenación, hay sujetos de carne y hueso, cerebro y pasado. Siempre que nos preguntamos cómo se le habrá ocurrido a alguien semejante idiotez, el pasito perrón, el perrito Cheems, los vengadores de la combi, los amlos y los peñas y las ladies y el edgar-se-cae, estamos preguntándonos por la vida y la historia que se asoman en la escritura, una hermeméutica, donde nuestro horizonte personal toca aquel del prosumidor.

Pese a ello, el memema no es una promesa de emancipación, más bien es una chispa de consciencia, un momento subversivo que pasó a la inutilidad.


Crasistencia (prehistoria)


Ya en el nivel más fundamental de la materia, existir es oponer una resistencia. Por culpa de la impenetrabilidad, todo objeto ocupa un lugar que podría ser reemplazado. Desde que nacemos, nos oponemos constantemente a miles de moléculas que chocan con nuestro cuerpo, queriendo atravesarlo, situarse en donde estamos, y uno aguanta vara… por voluntad o por inercia. El trabajo, entendido como la manipulación de la materia, es un esfuerzo por volcar la presión del universo en un sentido elegido a consciencia. La palabra, hablada, fue nuestra primera alianza con el universo porque no lo altera, sólo aprovecha sus ondas para ir y venir. Invocar es invitar a la naturaleza a nuestro lado, evocar es invitar a un otro a compartir el espacio que habitamos. Pero muy pronto la humanidad hizo de la palabra un instrumento más para el trabajo. La escritura volcó al hombre contra el hombre. Y entonces surgió la poesía como última fuerza de la libertad: la negación de la palabra oficial.


Safe-minary

Una modalidad bien conocida del intercambio académico es el seminario. Ideal para sociedades en búsqueda de la democracia, las estrategias tipo seminario se han integrado cada vez más a otras formas de conducir el aprendizaje. Sin duda, todavía me faltan años de experiencia para opinar mejor sobre el asunto, pero con lo que me ha tocado vivir, al menos puedo expresar que desearía que alguien me hubiera advertido de las diferentes prácticas que se dan cuando el ideal del seminario se trae a la vida real. Aquí un intento de taxonomía para jóvenes que se inician en la investigación:

Hay diferentes tipos de seminario según tu nivel y el grupo de académicos al cual buscas acercarte. Seminarios de especialistas: si eres estudiante de licenciatura o de maestría no te acerques, éstos son para doctores con amplia trayectoria, multipublicados, probablemente galardonados y que han tenido años para enemistarse y acompadrarse. Los de mejor calidad tienen una función análoga a las pasarelas de Chanel y Gucci en el mundo de la moda, imponen paradigmas de estudio por temporadas y, si fueran llevados al cine, el casting no aceptaría a nadie inferior a Meryl Streep.

Seminarios de profesores y estudiantes o cursos de posgrado en modalidad seminario: éntrale, pero con miedo. Si hablas serás juzgado y, si no hablas, también. Se espera que sepas cosas, que tengas un proyecto (de investigación y de vida) y que apliques los temas estudiados a ese proyecto. Cada uno de estos seminarios posee su propia escala axiológica, identifícala a tiempo o muere. Comparte tus ideas, pero no sin antes registrarlas o publicarlas; haz contactos, pero primero lee a Maquiavelo y ve Game of Thrones (las primeras dos temporadas).

Safe-minaries: se encuentran dispersos en el cosmos intelectual. Son el Kokiri Forest (referencia geek) de la academia, es decir, el santuario de protección y cultivo que guarda a los protagonistas de las épicas y los dota de armas para enfrentar al dragón. En ellos no hay conflicto, ni competencia, sino diálogo puro. Así como los escribas que enseñaban el cuneiforme afuera de las murallas de Ur a quien quisiera acercarse, el safe-minary es la libre difusión del pensamiento, se construye a donde van sus miembros independientemente de quiénes sean (no se confundan con improvisados círculos de lectura en cafeterías post-bohemias). Su discurso es abierto, polifónico y, si nadie se opone, te dejan fumar durante las sesiones.


Taco campechano

El taco campechano no necesita una palabra nueva porque es la crasis del paladar. No habría truco lingüístico que le hiciera justicia y no limitara su semántica en lugar de expandirla. El taco campechano que yo conozco (porque obviamente tiene muchas versiones) es el que combina longaniza con suadero. ¿Qué palabra ridícula podríamos formular? ¿Suaniza? ¿Longadero? ¿No acaso es una brutal reducción de las amplias posibilidades que ofrece una mordida de taco banquetero después de la fiesta, de la jornada de estudios, del concierto, del viaje lejos de casa?

El prototipo del taco campechano desde el norte de la ciudad de México hasta Tepozotlán es eso: suadero, longaniza, cilantro, cebolla, una buena salsa caliente que queme la garganta, no importa si dejamos ahí las papilas, no importa si nunca volvemos a probar nada, somos en ese momento plenos, llenos del taco y para él, místicamente en medio de la noche. Pero yo, luego de un feliz accidente técnico de un taquero, pido que le agreguen tantita tripa. Y hay quien prefiere bistec en vez de suadero. ¿Esto altera su campechaneidad? En lo absoluto. Porque su ser campechano no depende de dos elementos específicos, sino de cualquier combinación. No hay castas, tipologías, ni clases, ¡es la celebración del mestizaje, de la entropía gastronómica! Todo taco que plantee un contraste inusitado deviene campechano. Es un contrapunto de sabor, la versión nocturbana de lo que Foucault ve en Las Meninas: el continuo desplazamiento de una mirada bucal. Es una de esas formas menores de lo sublime porque alcanzamos a aprehenderla antes de alcanzar el temor a lo incomprensible. No es la fuga que se diluye hacia el infinito, sino la encarnación de todas las gamas de lo salado mexicano en una unidad. Es la forma concerto del taco.

Y no, no estoy exagerando… No en esta ocasión. Esta cosa de carne y maíz que compramos por 20 pesos (cuando muy cara) contiene nuestra identidad barroca. Es nuestro oxímoron del día a día. El diálogo entre salsa verde y roja, entre las carnes con reminiscencias españolas y la tortilla grasosita (y no cosas limpias para el turista). Es la frontera donde el país del taco migra hacia la tierra de las garnachas. (Y sí, definitivamente, el -nachas en garnachas tiene también algo de erotismo).

Mientras nuestras prácticas de raíz católica tienen límites espaciales y temporales para no perder su ritualidad, el taco campechano es perpetuo, es la voz silenciada de la identidad latente en los rincones del barrio, del suburbio y del pueblo alcanzado por la metrópolis. Celebramos a la virgen una sola vez al año, de lo contrario perdería su particularidad, celebramos en un espacio designado, celebramos de una manera y no de otra para que la vida religiosa no se pierda en la vida líquida. Pero la taquería es como el Zócalo, ahí está, firme, la erosión no la alcanza y se nos ofrece a diario como el más apasionado de los matrimonios.

Todas mis gringas por un campechano.


Sones barrochos

No conozco experiencia más bella que escuchar sones en la madrugada, como dice “La Bamba”, en la madrugada, cuando todos la cantan, ay, arriba y arriba. Pero los escucho a solas, como para invocar todas las voces y hacer presente la fiesta dormida que ebulle en el corazón de nuestra tierra arrasada por la actualidad. Cuando recién empecé a estructurar mi amor por los sones, sospechaba que mi gusto nacía de un extraño vínculo rítmico que le encuentro con el metal (black, death, prog…). Padezco de educación musical trunca entonces no tengo las herramientas para demostrarlo con precisión, pero tengo el visto bueno de autoridad confiable y entiendo que el asunto recae en los rasgados que exige el espíritu de la guitarra. Ahora, más viejo que entonces, pienso lo contrario: el son reside en mí y, desde él, llamo a ritmos semejantes para internarlos. No hay otra manera de entender este diálogo, pues soy primero un lugar para poder explorar otro.

La palabra barrocho es de Eloy Cruz, quien también habla de un jarroco para referir a la misma cosa: el origen del son jarocho en la música barroca y el intercambio de las formas novohispanas con las europeas. La sinonimia encuentra en este par de vocablos la más bella justificación de su existencia como fenómeno cultural (no sólo lingüístico), pues el vaivén de los morfemas jarr- barr-, -ocho -oco añade una significación, la del diálogo: barrocho es la voz de Europa hacia América y jarroco es la réplica de América a Europa. Las palabras concentran en sí el diálogo intercontinental (léase también intertemporal e intergeneracional: Europa vieja y América joven). El son jarocho es, pues, el regalo de Veracruz a la modalidad más dialógica de las artes modernas, el barroco.

Bien sabemos que las formas barrocas en el arte propician (representan, performan) la multiplicidad, la confluencia, la recursividad, la autorreflexión, el contrapunto. Pero no hay pena en repetir lo obvio cuando se trata de un elogio ¡Qué bonita es “La Bamba” cuando se dice a sí misma! Y se dice a sí misma no sólo en palabras, también en sus harpas. Cuando se canta “La Bamba” de verdad, se le permite a las harpas imitarse entre sí como lo hacen los cantantes en cualquier son.

Sí, desde luego que hay en este juego de espejos la sencillez de la música popular, lírica simple en septetos u octetos, fáciles de recordar para dar paso a las combinaciones y la improvisación, luego inducir el éxtasis en la madrugada, cuando todos la cantan. Pero es justo ahí donde recae su belleza, pues en la voz popular se sintetizan los juegos de miradas de Velázquez y las fugas de Bach. En la noche me atrevo a pensar, incluso, que es más bello el son porque no sugiere el contrapunto en abstracto, sino que le da cuerpo al concierto cultural que conforma a Latinoamérica. El son jarocho es el cronotopo de nuestra identidad.







Héctor R. Sapiña Flores (Ciudad de México, 1990). Estudia la maestría en Letras Mexicanas en la UNAM. Ha publicado en Monolito, Cultura Colectiva y Revista Destiempos. Ha sido creador de contenidos para textos infantiles en el proyecto Círculo de Lectores de Pearson.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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fecha de la última modificación 10 de abril de 2024.

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