CUENTO / octubre-noviembre 2020 / No. 89
Nancy Drew


No puedo evitar reírme. Es obvio que el panorama, mi panorama, no lo amerita, pero la risa se propulsa como un vómito que aviento hacia afuera. La película no es tan vieja, debió de haber sido filmada unos pocos años antes de que la enfermedad comenzara a atacar a las primeras personas, aunque la situación ya parece ridícula y anticuada.

Creían que nos íbamos a quedar estériles. ¡Ja! Nada habría sido mejor.

La primera fue Nancy Drew, un hijo cada nueve meses. Para cuando murió era madre de casi 80 crías. No era virgen, pero tampoco tenía la cantidad de sexo necesaria para que eso pasara. Sería difícil determinar quién se infectó después. Conforme pasó el tiempo, las enfermas fueron incrementándose y el lapso entre partos se redujo. Ahora casi todas tenemos hijos cada mes.

Todavía queda un poco de espacio, pero pronto ya no será así. Me gusta pensar en las épocas en que había algo más que humanos y unos cuantos árboles. Hace algunos meses el gobierno prohibió las mascotas, tuvimos que dormir a Pedro, cómo quería a ese perro. Pero el espacio básico se ha reducido. Paul, mi esposo, dice que, de continuar así, pronto nos veremos obligados a dormir a los recién nacidos.

La verdad es que si a mi me dieran a escoger, tendría un aborto cada semana. Pero a mi edad ya es demasiado riesgoso, tengo 50 y me han aspirado más de 20 fetos. Así que cada vez que quedo embarazada, me relajo y dejo que el niño salga; de todos modos, el poco tiempo de gestación no permite que todos sobrevivan. El del mes pasado —agosto— sí sobrevivió. Ya no los nombro, tampoco los considero algo más que mis crías o mis productos; hijo es una palabra demasiado personal para llamar a un ser que apenas si conoces porque salió de tu vagina.

Paul está de acuerdo conmigo. Así que en cuanto me encuentro lista para salir del área de maternidad, me ayuda a empacar mis maletas y regresamos a casa sin niño nuevo en las manos. Fue cuando se fundó el Ministerio de Control Pandémico que abrieron los botes de basura infantil colectivos, y la mayoría de los padres de clase media, o al menos aquéllos con educación, comenzaron a dejar que el hospital se encargara de hacer los arreglos para enviar ahí sus productos.

Antes de que comenzara la pandemia yo era doctora. Suena tan lejano que me resulta ridículo pensar en una mujer doctora. Me imagino a la susodicha abriendo el cuerpo de alguien para quitarle el corazón y sintiendo, a la vez, cómo se le rompe la fuente. Me resulta risible incluso pensar en mi madre y en todo el esfuerzo que hizo para que estudiara:

—Si no te preparas te pasará como a mí —me decía furiosa, cuando regresaba de la escuela con malas notas—. Veme, gorda y patética, sin educación y trabajando más de 12 horas al día para que tú puedas comer.

Yo nunca pensé que fuera patética, me daba cuenta de que estaba amargada, pero patética para mí era la madre de los trillizos, que a lo único que se dedicaba era a esperar la llegada de su marido para tirarle el berrinche nocturno. Mi madre era estoica.

 


Paul ha llegado a casa. La película se ha terminado y ahora, en las noticias, pasan un reportaje acerca de las huelgas de los trabajadores en el Departamento de Conservación de Oxígeno. En la pantalla, una docena de hombres rubios que sostienen carteles con frases tales como: “Pocos pero vivos”. O: “El espacio se reduce, el oxígeno se acaba”. Y después, la ya clásica respuesta de los funcionarios del gobierno federal: “No mataremos a nadie, no tenemos derecho de elegir a quien matar”.

Me pregunto si los trabajadores que se manifiestan se matarían para que los demás tengamos más espacio y más oxígeno. Los imagino usando las orillas de sus carteles para cortarse las venas.

—¿En qué estás pensando? —me pregunta Paul tras las carcajadas que me provoca la imagen que acabo de evocar.

—¿Tú crees que ellos maten a las crías que salen de sus mujeres? —le cuestiono y él afirma con la cabeza; ambos nos reímos juntos. Una cosa es mandar al producto a los botes de basura colectivos y otra muy distinta es negarle la posibilidad de sobrevivir.  

Las carcajadas deben de llamar la atención de Elva, nuestra vecina. Duerme sola en la cama 78 del complejo. Es una mujer vieja que bien podría ser muda. Hay quien dice que en los tiempos de normalidad fue una soltera cotizada de largos rizos rubios y ojos profundos, pero ahora en el rostro de Elva no queda resabio alguno de su belleza. Lo único que se refleja en él cuando nos lanza una mirada amenazante es la furia que tiene ante el ruido que ha sido obligada a soportar durante los últimos años.

Ambos entendemos: es tiempo de guardar silencio.

Nosotros podemos callar, pero a nuestro alrededor siempre hay ruido. Por eso muchos de los viejos se mataron cuando la pandemia comenzó a tomar fuerza. Aquéllos acostumbrados al silencio padecen en nuestro mundo. Y nosotros ya no recordamos cómo era el sonido del viento durante los paseos en las montañas o en los parques vacíos, antes de que todo empezara. 



Cuando Paul apaga la tele, los gritos que provienen de la cocina suben su volumen. Él parece caer en cuenta de la hora:

—¿Tienes hambre? —Es más bien una invitación. Pero pensar en comer las raciones de pollo que ha mandado el gobierno este mes me provoca náuseas en la etapa tan temprana del embarazo en la que me encuentro, así que niego con la cabeza y Paul entiende. Le dicen pollo, aunque en realidad es plástico con un saborizante que sacan del pino. Fue la mejor solución para alimentarnos a todos.

Carne que sabe a hule, pescado que parece papel celofán y que probablemente lo es.

Pronto, ni eso será suficiente. Se necesitará más comida y se tendrán que talar la mayor parte de los pocos árboles que quedan para hacerla. Nos veremos obligados a decidir entre el hambre y la falta de oxígeno. 

Camino hacia la comunhabitación, sin decirle nada a Paul. Son apenas las nueve, pero el cuerpo me duele. No es poco común sentir dolor, aunque uno se acostumbra. Es a la ansiedad a la que nadie logra adaptarse.

La mayor parte del tiempo, Paul disimula sus sentimientos de forma magistral. Pero de vez en vez regresa a mí con el ceño fruncido y se queja del gobierno o de las cantidades exorbitantes de dinero que se gasta en alimentar a los productos que viven en los botes de basura comunal:

—Son menudos, no deben de necesitar tanta comida —se lamenta.

Yo le froto los hombros y asiento con la cabeza. El problema no es el gobierno, lo sé. Su día en el trabajo ha ido mal. Su carga es demasiado pesada para que cualquier ser humano la aguante sobre sus hombros, aunque ante la situación tener empleo es un privilegio. 

Por fin me acuesto. Cierro los ojos y rezo. Pido con toda mi fuerza, ruego esperando que esta vez Dios sí me escuche:

—Por favor, no quiero despertar mañana. Deseo ser una habitante menos de este lugar infernal.

No creo que mis súplicas tengan efecto alguno. Dios se fue de aquí hace muchos años, cuando se dio cuenta de que la tierra estaba demasiado llena para que Él cupiera en ella.





Ivonne Gamus Harari (Ciudad de México, 1989) Estudió Filosofía en la Universidad Iberoamericana y cursó la maestría en Guión en CENTRO. Ha colaborado en Letralia, Nylon, Púrpura y Tiempo y Forma, así como en la antología Con el alma en la tinta (Aléf, 2006). Forma parte del comité seleccionador del Festival Internacional de Cine Judío en México.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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